Índice de Poema pedagógico Capítulo 18
La fusión con el campesinado
Capítulo 20
Sobre lo vivo y lo muerto
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 19

JUEGO DE PRENDAS

Esto ocurrió a principios del verano de 1922. En la colonia se había dejado ya de hablar del delito de Prijodko. Fuertemente apaleado por los colonos, Prijodko había tenido que guardar cama mucho tiempo y nosotros no le atosigamos con ninguna clase de preguntas. De pasada supe que no había nada de extraordinario en sus hazañas. No se le encontró ningún arma.

No obstante, Prijodko era un auténtico bandido. Toda la catástrofe ocurrida en mi despacho, su propia desgracia no produjeron en él la menor impresión. También en el futuro debería causar a la colonia muchos padecimientos. Pero, al mismo tiempo, era fiel, a su manera, a la colonia, y todo enemigo de ella no podía estar seguro de que no cayera sobre su cabeza una pesada palanca o un hacha. Criatura extraordinariamente limitada, Prijodko vivía siempre bajo el peso de sus impresiones inmediatas y actuaba a impulsos de las primeras ideas que llenaban su obtuso meollo. En cambio, para el trabajo no había nadie mejor que él. En las faenas más duras nunca se alteraba su humor, y utilizaba apasionadamente el hacha y el martillo, incluso cuando no caían sobre la cabeza del prójimo.

Después de los difíciles días descritos, apareció entre los colonos un acusado sentimiento de ira contra los campesinos. Los muchachos no podían perdonarles que ellos fueran el origen de nuestros sufrimientos. Yo me daba cuenta de que, si se contenían en su afán de infringir ultrajes demasiado evidentes a los campesinos, era sólo porque se apiadaban de mí.

Mis charlas y las charlas de los educadores acerca del campesinado, acerca de su trabajo, acerca de la necesidad de respetarlo, jamás eran consideradas por los muchachos como procedentes de personas más cultas y más razonables que ellos. Desde su punto de vista, nosotros entendíamos poco en estos asuntos. A sus ojos, éramos intelectuales urbanos, incapaces de comprender en toda su profundidad la falta de atractivos del carácter campesino.
- Ustedes no les conocen. En cambio, nosotros hemos probado en nuestro pellejo qué clase de gente son. Están dispuestos a degollar a un hombre por media libra de pan, pero, ¡prueban ustedes a pedirles algo a ellos!... Por nada darán de comer a un hambriento. Prefieren que todo se les pudra en sus escondrijos.
- Nosotros somos bandidos, bueno. Sabemos que nos hemos equivocado y, además, se nos ha perdonado. Nosotros lo sabemos. En cambio, ellos no necesitan a nadie: el zar era malo, el Poder soviético también. Para ellos, será bueno el que les dé todo y no les exija nada a cambio. ¡Mujiks, en una palabra!
- ¡Ay, no me gustan nada esos mujiks! No puedo verles: ¡les fusilaría a todos! -decía Burún, hombre urbano hasta la médula.
Cuando iba al mercado, Burún se divertía siempre de la misma manera: acercábase a algún campesino, que, de pie junto a su carro, contemplaba con exasperación a los bandidos urbanos que mariposeaban a su alrededor, y le preguntaba:
- ¿Tú eres ratero?
El aldeano, perplejo, olvidaba su cautela:
- ¿Eh?
- ¡Ah! ¿Conque eres un mujik? -se reía Burún y, con un movimiento relámpago e imprevisto hacia algún saco del carro, gritaba-: ¡Cuidado, compadre!
Durante largo rato el campesino profería juramentos y blasfemias, pero eso era, precisamente, lo que necesitaba Burún: para él, aquello era lo mismo que para un aficionado a la música asistir a un concierto sinfónico.

Burún me declaraba francamente:
- Si no fuera por usted, esos kulaks la pasarían mal.
Una de las causas importantes que obstaculizaban nuestras relaciones con los campesinos era que nuestra colonia estaba rodeada exclusivamente de caseríos de kulaks. Gonchárovka, donde dominaban los verdaderos campesinos trabajadores, estaba todavía lejos de nuestra vida. Nuestros vecinos inmediatos, todos esos Musi Kárpovich y Efrem Sídorovich, que anidaban en jatas impecablemente blancas y bien techadas, construidas aparte y rodeadas no de cercas, sino de verjas, no dejaban pasar a nadie a su recinto y, cuando venían a la colonia, nos fastidiaban con sus interminables lamentaciones acerca del impuesto en especie y predecían que con semejante política el Poder soviético no se mantendría, pero, al mismo tiempo, montaban espléndidos potros, se llenaban de samogón en las fiestas, sus mujeres olían a percales nuevos, a nata y a varéniki, y sus hijos eran algo fuera de concurso en el mercado de novios y de galanes encantadores, porque nadie llevaba unas chaquetas tan bien cortadas, unas gorras de color verde oscuro tan nuevas y unas botas tan lustrosas, ornadas en verano e invierno por unos chanclos espejeantes y magníficos.

Los colonos conocían perfectamente la hacienda de cada uno de nuestros vecinos, conocían incluso en qué estado se encontraba cada sembradora o segadora, porque reparaban frecuentemente esas herramientas en la fragua. También conocían los colonos la triste suerte de muchos pastores y peones, a quienes los kulaks solían echar implacablemente de su casa, sin pagarles ni siquiera el jornal debido.

Hablando francamente, también yo me contagié de la animosidad a ese mundo de los kulaks, agazapado tras portales y verjas.

De todas maneras, los continuos malentendidos desasosegaban. A ello se sumaron también las relaciones hostiles con las autoridades rurales. Luká Semiónovich, que nos había cedido la tierra de los Trepke, no renunciaba a la esperanza de expulsarnos de la segunda colonia y gestionaba incansablemente la cesión del molino y de toda la hacienda de los Trepke al Soviet rural para instalar allí, según él decía, una escuela. Con ayuda de los parientes y compadres que tenía en la ciudad, consiguió adquirir un pabellón de la segunda colonia para trasladarlo a la aldea. Nosotros rechazamos esta agresión con puños y estacas, pero me costó trabajo anular la compra y demostrar en la ciudad que el pabellón había sido adquirido solamente para su transformación en leña con destino al mismo Luká Semiónovich y sus parientes.

Luká Semiónovich y sus secuaces escribían interminables quejas contra la colonia y las enviaban a la ciudad; nos denigraban constantemente en las diversas instituciones urbanas, y a su insistencia se debió la incursión de la milicia.

Todavía durante el invierno, Luká Semiónovich irrumpió una tarde en mi despacho.
- A ver -me ordenó autoritario-, ¡Enséñeme los documentos que prueban en qué invertís el dinero que cobráis a los campesinos por los trabajos en la fragua!
Yo le dije:
- ¡Márchese usted!
- ¿Cómo?
- ¡Que se marche de aquí!
Probablemente, mi aspecto no auguraba el menor éxito en cuanto al esclarecimiento del destino que seguía el dinero de los campesinos, y Luká Semiónovich desapareció sin decir una sola palabra. Pero después se transformó ya manifiestamente en un enemigo mío y de toda nuestra organización. Los colonos también odiaban a Luká Semiónovich con todo el ardor de la juventud.

Un mediodía caluroso de junio apareció en el horizonte, más allá del lago, una verdadera procesión. Cuando estuvo cerca de la colonia, distinguimos sus detalles espeluznantes: dos mujiks traían amarrados a Oprishko y a Soroka.
Oprishko era una personalidad heroica en todos los sentidos, y en la colonia temía solamente a Antón Brátchenko, bajo cuyas órdenes trabajaba y de cuya mano había conocido más de una vez el peso. Era mucho más grande y más fuerte que Antón, pero un amor inexplicable al jefe de las caballerizas y a su buena estrella le impedía utilizar ambas ventajas. Respecto a todos los demás colonos, Oprishko observaba una actitud digna y no permitía que nadie abusara de él. Le ayudaba su maravilloso carácter. Siempre alegre, atraíale también la compañía de gente alegre, y por eso se le hallaba sólo en aquellos sitios de la colonia donde no había ningún gesto triste ni ningún rostro abatido. Cuando estaba en el centro de reunión de los delincuentes menores de edad, no quería de ningún modo ir a la colonia, y yo tuve que acudir personalmente a buscarle. Me recibió, tumbado en la cama, con una mirada desdeñosa:
- ¡Váyase usted al diablo, porque no pienso ir a ningún sitio!
Me habían prevenido de sus cualidades heroicas. Por eso, al dirigirme a él, utilicé un lenguaje de lo más adecuado:
- Me es muy desagradable molestarle, sir, pero me veo obligado a cumplir mi deber y, en vista de ello, le suplico encarecidamente que suba al carruaje preparado para usted.
Al principio, Oprishko quedó sorprendido de mi lenguaje horteril e incluso se incorporó sobre la cama, pero después volvió a ganarle su estado caprichoso y de nuevo dejó caer la cabeza sobre la almohada.
- ¡He dicho que no voy! ¡Y no hay más que hablar!
- En tal caso, respetado sir, me veré obligado con enorme pesar mío, a hacer uso de la fuerza.
Oprishko alzó su rizosa cabeza sobre la almohada y me contempló con auténtica estupefacción:
- ¡Mira tú! ¿De dónde sales? ¡Como si fuese fácil dominarme a mí por la fuerza!...
- Tenga usted en cuenta...
Reforcé la entonación de la voz y añadí con cierto matiz irónico:
- ... querido Oprishko...
Y, de pronto, le chillé:
- ¡Venga! ¿Qué demonios haces ahí tumbado? ¡Te he dicho que te levantes!
Saltó de la cama y corrió hacia la ventana:
- ¡Le juro que me tiraré a la calle!
Yo le dije con desprecio:
- O te tiras ahora mismo por la ventana o montas en el carro: yo no tengo tiempo que perder contigo.
Estábamos en el tercer piso, y, por eso, Oprishko se echó a reír con alegre sinceridad:
- ¡Vaya una tabarra!... En fin, ¡qué se le va a hacer! ¿Es usted el director de la colonia Gorki?
- Sí.
- Haber empezado por ahí. Hace tiempo que estaríamos en camino.
Y se dispuso enérgicamente a emprender el viaje.

En la colonia intervenía absolutamente en todas las operaciones de los colonos, pero jamás desempeñaba el primer papel y me parece que prefería la distracción al lucro.

Soroka, más joven que Oprishko, con el rostro agradable y redondo, tonto de remate y torpe de expresión, tenía una mala suerte que se salía de lo común. No había empresa en que no fracasara. Por ello, cuando los colonos le vieron amarrado junto a Oprishko, se quedaron muy descontentos:
- ¡Qué ganas tenía Dmitri de aliarse con Soroka!...
El presidente del Soviet rural y Musi Kárpovich, nuestro viejo conocido, eran sus guardianes.

En el momento que describimos, Musi Kárpovich observaba una actitud de ángel ultrajado. Luká Semiónovich, idealmente sereno, permanecía inaccesible como un gran personaje. Tenía la barba pelirroja peinada con esmero, y bajo la chaqueta se veía su camisa pulcra y bordada: era evidente que venía de la iglesia.

El presidente comenzó:
- Educa usted muy bien a sus colonos.
- ¿Y a usted por qué le preocupa eso?
- Pues mire usted por qué: la gente no puede vivir tranquila por culpa de sus educandos. Desvalijan a los caminantes en las carreteras, roban todo lo que encuentran.
- ¡Eh, abuelo! ¿Y tú qué derecho tienes a amarrarles? -resonó una voz entre los colonos.
- Cree que está en el viejo régimen...
- No vendría mal darle un poco...
- ¡Callaos! -ordené a los colonos-. Dígame usted de qué se trata.
Habló Musi Kárpovich:
- Mi mujer había puesto una falda y una manta a secar en la empalizada y, cuando pasaron esos dos, vi que la ropa había desaparecido ya. Me lancé en su persecución, y ellos echaron a correr. Por supuesto, ¡cómo iba a alcanzarles! Menos mal que Luka Semionovich volvía de la iglesia, y así pudimos detenerles...
- ¿Para qué les habéis amarrado? -preguntó otra vez alguien entre la muchedumbre.
- Para que no se escapen. Para que...
- Ahora no estamos tratando de eso -comenzó el presidente-; vamos a levantar un acta...
- Podemos prescindir del acta. ¿Les han devuelto a ustedes las cosas?
- Eso es poco. Es preciso levantar un acta.
El presidente había decidido darse importancia, tomarse la revancha y, verdaderamente, tenía los mejores motivos para ello: por primera vez se había sorprendido a los colonos en pleno delito.
Para nosotros, tal giro del asunto era sumamente desagradable. El acta significaba la cárcel segura para los muchachos y una mancha imborrable para la colonia.
- Habéis sorprendido a estos muchachos por primera vez -dije yo-. ¡Entre vecinos pueden ocurrir tantas cosas! Como es la primera vez, hay que perdonar.
- No -dijo el pelirrojo-. ¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! Vamos a la oficina a levantar el acta.
Musi Kárpovich recordó también:
- ¿No recuerda usted cómo me llevaron aquella noche? Y se quedaron con el hacha hasta hoy día. ¡Y encima tuve que pagar una multa!
Sí, no se podía objetar nada. Los kulaks nos habían vencido. Encaminé a los vencedores hacia la oficina y, volviéndome a los muchachos, les hablé iracundo:
- ¡Menuda la habéis armado! ¡Malditos!... Por lo visto, no podíais vivir sin esa falda. Ahora no podremos evitar el oprobio... Pronto comenzaré a apalearos, canallas. ¡Y ese par de idiotas echarán raíces en la cárcel!
Los muchachos callaban, porque, efectivamente, se sentían culpables.
Después de pronunciar un discurso tan ultrapedagógico, me dirigí también a la oficina.
Empleé dos horas en suplicar y halagar al presidente, le prometí que el hecho no volvería a repetirse, accedí a construir a precio de coste un nuevo juego de ruedas para el Soviet rural. Por fin, el presidente puso una sola condición:
- Que me lo pidan todos los muchachos.
En aquellas dos horas odié al presidente para toda mi vida. Hablaba con él, y un pensamiento sanguinario atravesaba mi mente: si en alguna ocasión los muchachos cazaban a este presidente en un rincón oscuro y le molían a palos, yo no lo impediría.
En fin, de una manera o de otra no había más salida. Ordené a los colonos que seformasen ante la terracilla, donde se colocaron las autoridades. Con la mano en la visera, declaré en nombre de todos los colonos que deplorábamos mucho la falta de nuestros camaradas y pedíamos perdón para ellos, con la promesa de que semejantes casos no se repetirían. Luká Semiónovich pronunció el siguiente discurso:
- Es incuestionable que, por cosas así, hay que proceder con todo el rigor de la ley, porque el campesino es, incuestionablemente, un trabajador. Y si el campesino cuelga una falda y otro va y la coge, es que éste es un enemigo del pueblo, del proletariado. Yo, en cuyas manos ha sido depositado el Poder soviético, no puedo consentir semejante ilegalidad de que cualquier bandido o delincuente eche la mano a lo que no es suyo. Y, aunque vosotros lo pidáis incuestionablemenle y prometáis enmendaros, cualquiera sabe qué ocurrirá. Si lo pedís con humildad y también lo pide vuestro director, él debe educaros como a ciudadanos honrados y no como a bandidos. Os perdono incuestionablemente.
Yo me estremecía de humillación y de rabia. Oprishko y Soroka, pálidos, estaban entre los colonos.
El presidente y Musi Kárpovich me estrecharon la mano, diciéndome algo solemne y magnánimo, pero no les hice caso.
- ¡Rompan filas!

Un sol tórrido se había extendido sobre la colonia y ahora parecía quieto. A ras de tierra flotaba el olor a tomillo. El aire inmóvil estaba como petrificado en chorros azules sobre el bosque.

Miré en torno mío. Y lo que había en torno mío era la misma colonia, las mismas cajas de piedra, los mismos colonos, y mañana habría otra vez lo mismo: las faldas, el presidente, Musi Kárpovich, los viajes a la ciudad tediosa, plagada de moscas. Ante mí se abría la puerta de mi habitación, con un catre y una mesa sin pintar y un paquete de tabaco barato sobre la mesa.
¿Dónde meterme? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? Giré hacia el bosque.
En los pinares no hay sombra al mediodía, pero en ellos se está siempre bien, siempre se divisa el horizonte, y los pinos esbeltos saben situarse armoniosamente bajo el cielo, como en una mise en scène teatral.
Aunque vivíamos en el bosque, yo casi no había tenido nunca tiempo de sumirme en su espesura. Los asuntos humanos me amarraban a la mesa, a los bancos, a los cobertizos, a los dormitorios. El silencio y la pureza del pinar, el aire saturado de olor a resina eran atrayentes. Yo quería no salir de aquí y transformarme en otro árbol esbelto, sabio y oloroso, y permanecer en esta compañía tan delicada y elegante bajo el cielo azul.
A mis espaldas crujió una rama. Volví la cabeza: toda la parte del bosque que yo podía ver estaba llena de colonos. Avanzaban cautelosamente de tronco a tronco, y sólo en los claros más lejanos les veía correr hacia mí.
Me detuve asombrado. También ellos se quedaron inmóviles: sus ojos, desorbitados, me contemplaban en una espera quieta y asustada.
- ¿Qué queréis? ¿Qué husmeáis detrás de mí?
Zadórov, que era el que estaba más cerca, se separó de su árbol y me dijo bruscamente:
- Vamos a la colonia.
Sentí una punzada en el corazón.
- ¿Qué ha pasado en la colonia?
- Nada... Vamos.
- ¡Pero habla de una vez, demonio! ¿Es que os habéis confabulado hoy para burlaros de mí?
Di rápidamente un paso hacia él. Se acercaron dos o tres más; los restantes manteníanse aparte. Zadórov me susurró:
- Nos marcharemos, pero háganos usted el favor...
- ¿Qué favor?
- Deme el revólver.
- ¿El revólver?
Súbitamente adiviné de qué se trataba y me eché a reír:
- ¡Ah, el revólver! Tomadlo. ¡Vaya unos ingenuos! ¿No veis que puedo ahorcarme o tirarme al lago ?
Zadórov se echó también a reír estrepitosamente.
- ¡Bueno, quédese con el revólver! Es que nos pasó esta idea por la cabeza. Pero ¿no hace usted más que pasear? Muy bien: siga paseando. ¡Muchachos, atrás!
¿Qué había ocurrido?
Cuando yo tomé el camino del bosque, Soroka voló al dormitorio:
- ¡Ay, muchachos, vamos corriendo al bosque, que Antón Semiónovich quiere matarse!...
Sin terminar de oírle, los muchachos se precipitaron fuera de la habitación.
Por la noche, todos sentíanse terriblemente confusos. Sólo Karabánov hacía el tonto y daba vueltas entre las camas, lo mismo que un diablillo. Zadórov enseñaba graciosamente los dientes y -no sé por qué- abrazaba sin cesar al pequeño y radiante Shelaputin. El silencioso Burún no se apartaba de mí, como si guardase tenazmente algún misterio. Oprishko estaba entregado a la histeria: tumbado en la habitación de Kósir, sollozaba hundiendo la cabeza en la almohada sucia. Soroka, para evitar las burlas de los muchachos, se había escondido no sé dónde.
- Vamos a jugar a las prendas propuso Zadórov.
Y, efectivamente, nos pusimos a jugar a las prendas. En la pedagogía suele haber piruetas parecidas: cuarenta muchachos bastante haraposos y bastante hambrientos jugaban alegremente a las prendas a la luz de un quinqué. Sólo que sin besos.

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