Índice de Poema pedagógico Capítulo 17
Sharin en la picota
Capítulo 19
Juego de prendas
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 18

LA FUSIÓN CON EL CAMPESINADO

La reparación de la propiedad de los Trepke resultó algo increíblemente pesado y difícil para nosotros. Había muchos edificios, y casi todos necesitaban ser construidos de nuevo y no una simple reparación. De dinero andábamos siempre cortos. La ayuda concedida por las instituciones provinciales se expresaba principalmente en la entrega de diversas autorizaciones para recoger materiales de construcción. Con estas autorizaciones teníamos que ir a otras ciudades: Kíev, Járkov. Allí consideraban altivamente nuestros papeles, y unas veces nos daban un diez por ciento de los materiales solicitados y otras veces no nos daban nada. Medio vagón de vidrio, conseguido después de varios viajes a Járkov, nos lo quitó en nuestra propia ciudad, todavía en el tren, una institución mucho más fuerte que la colonia.

La falta de dinero nos colocaba en una situación sumamente embarazosa en el capítulo de la mano de obra: casi no podíamos contar con obreros asalariados. Con ayuda de un artel (1) efectuábamos únicamente los trabajos de carpintería.

No obstante, pronto dimos con la fuente de la energía monetaria: estaba en los viejos cobertizos y en las cocheras destrozadas, tan abundantes en la segunda colonia. Los hermanos Trepke tenían diversas dependencias para la cría caballar; pero la cría de caballos de raza no entraba, de momento, en nuestros planes y, por otra parte, la restauración de esas cocheras era una empresa superior a nuestras posibilidades, no estaba al alcance de nuestro bolsillo, como decía Kalina Ivánovich.

Lo que hicimos, pues, fue desmontar esas construcciones y vender los ladrillos a los campesinos. Encontramos muchos compradores: cada persona decente necesitaba construir un horno y pavimentar el sótano. Además, los representantes de la tribu de los kulaks, con la codicia propia de esta tribu, adquirían los ladrillos simplemente como reserva.

Los colonos eran los encargados de desmontar las construcciones. En la fragua se aprovechó toda clase de chatarra vieja para la fabricación de barras de hierro, y el trabajo hervía.

Como los colonos trabajaban la mitad del día y se pasaban la otra mitad ante la mesa de estudio, en el transcurso de la jornada había dos expediciones de muchachos a la segunda colonia: el primero y el segundo turno. Estos dos grupos recorrían el camino entre las colonias con el aspecto más atareado, lo que, sin embargo, no les impedía desviarse con frecuencia de su camino recto para correr tras alguna clásica gallinita moñuda que había salido inocentemente a aspirar el aire fresco fuera de los límites de su patio. La caza de esa gallinita y, más aún, la plena utilización de todas las calorías contenidas en ella, eran operaciones complejas que exigían decisión, sangre fría, prudencia y entusiasmo. Estas operaciones se complicaban más aún, porque nuestros colonos, a pesar de todo, tenían alguna relación con la historia de la cultura y no podían prescindir del fuego.

El hecho de que los muchachos fueran a trabajar a la segunda colonia les permitía, en términos generales, entablar relaciones más íntimas con el mundo campesino. De completo acuerdo con las tesis del materialismo histórico, los colonos se interesaban sobre todo por la base económica de los campesinos, hacia la que se aproximaban directamente en el período que describimos. Sin profundizar demasiado en el análisis de las distintas superestructuras, los colonos penetraban directamente en cuevas y despensas y disponían a su arbitrio de las riquezas acumuladas allí. Aguardando lógicamente resistencia a sus actos por parte de los instintos pequeñoburgueses de la población local, los muchachos procuraban dedicarse a la historia de la cultura a las horas en que tales instintos dormían, es decir, por la noche. Y los colonos, de pleno acuerdo con la ciencia, se interesaron exclusivamente durante cierto tiempo por la satisfacción de la necesidad más elemental del hombre: la comida. La leche, la nata, el tocino, las empanadas: he aquí una breve nomenclatura que entonces servía de índice a la colonia Gorki en su fusión con el campo.

Mientras eran los Karabánov, los Taraniets, los Vólojov, los Osadchi, los Mitiaguin quienes se dedicaban a este trabajo plenamente científico, yo podía dormir tranquilo, ya que esos muchachos se distinguían por su perfecto conocimiento de causa y su escrupulosidad. Después de un breve inventario de bienes hecho por la mañana al despertarse, los campesinos llegaban a la conclusión de que faltaban dos jarros de leche, sobre todo porque los jarros, estaban allí, testimoniando lo oportuno del inventario. Pero el cerrojo de la cueva se hallaba en perfecto estado e incluso cerrado como antes del inventario, el techo estaba intacto, el perro no había ladrado de noche y, en general, todos los objetos animados e inanimados contemplaban el mundo con unos ojos redondos y llenos de confianza.

Algo completamente distinto empezó cuando también la generación joven acometió el estudio de la cultura primitiva. En este caso, el cerrojo acogía a su dueño con el rostro desfigurado por el terror, ya que su propia vida había sido liquidada, hablando propiamente, por falta de habilidad en el empleo de la ganzúa e incluso de las barras destinadas a la reparación de la antigua finca de los Trepke. El perro, según recordaba el dueño, no sólo había ladrado de noche: virtualmente había estado desgañitándose, y tan sólo la pereza del amo había tenido la culpa de que el can no hubiera recibido a tiempo refuerzos. El trabajo burdo, nada calificado, de nuestros pequeños tuvo por consecuencia que ellos mismos debieran experimentar pronto el horror de la persecución del dueño colérico, sobresaltado por el antedicho perro o incluso al acecho del visitante inoportuno desde la víspera. En estas persecuciones residían los primeros elementos de mi inquietud. El pequeño fracasado corría, naturalmente, a la colonia, cosa que jamás habría hecho la generación mayor. El dueño llegaba también a la colonia y, después de despertarme, exigía que le entregara al delincuente. Sin embargo, el delincuente estaba ya acostado, y yo tenía posibilidad de preguntar con un aire ingenuo:
- ¿Podría usted reconocer a ese niño?
- Pero, ¿cómo voy a reconocerle? Sólo he visto que venía corriendo hacia aquí.
- Tal vez no sea de nuestra colonia -decía yo, haciendo otra jugada ingenua.
- ¿Cómo no va a ser de la colonia? Cuando los suyos no pasaban por la aldea, estas cosas no ocurrían.
La víctima comenzaba a doblar los dedos y a enumerar las pruebas fehacientes de que disponía:
- Anoche se han bebido la leche de Miroshnichenko; anteayer le rompieron el cerrojo a Stepán Verjola; el sábado de la última semana robaron dos gallinas a Piotr Grechani, y un día antes robaron también a la viuda Stovbina... Quizá la conozca usted. Había preparado dos orzas de nata para llevarlas al mercado, y cuando la pobre mujer fue a buscarlas a la cueva, se encontró con que todo estaba revuelto: alguien había andado en la nata. Y también han robado en la cueva de Vasili Móschenko y en la de Yákov Verjola y en la del jorobado, ¿cómo se llama?...¡Ah, sí! Nechípor Móschenko...
- Pero ¿usted qué pruebas tiene?
- ¿Qué falta hacen las pruebas? Si he venido a la colonia es porque él echó a correr hacia aquí. No pueden ser más que ellos. Cuando los suyos van a Trepke, lo husmean todo...

Entonces mi actitud respecto a estos hechos no era ni mucho menos tan indulgente. Sentía lástima de los campesinos y me inquietaba y enfurecía mi impotencia total. Lo que me preocupaba por encima de todo era no conocer siquiera todas estas historias; siempre se podía sospechar cualquier cosa. En aquella época, mis nervios, a consecuencia de los acontecimientos del invierno, se hallaban en bastante mal estado.

Superficialmente parecía que todo marchaba bien en la colonia. Durante el día los muchachos trabajaban, seguían sus estudios; al atardecer había bromas y juegos, luego todos se acostaban y a la mañana siguiente se despertaban alegres y contentos de la vida. Sin embargo, era precisamente de noche cuando se producían las excursiones a la aldea. Los muchachos mayores oían mis discursos indignados.y fustigantes en medio de un sumiso silencio. Por espacio de algún tiempo las quejas de los campesinos cesaban, pero luego se reanudaban y su hostilidad hacia la colonia volvía a encenderse.

Nuestra situación se complicaba porque el pillaje en la carretera no había cesado. Ahora los atracos tenían un carácter relativamente distinto: los desvalijadores preferían arrebatar a los campesinos sus provisiones de boca -a veces en cantidades insignificantes- y no dinero. Al principio, yo no creí que la cosa partiera de nosotros, pero los campesinos decían en sus conversaciones íntimas:
- Son vuestros. Cuando agarremos a alguno y le apaleemos, entonces verán.
Los muchachos me tranquilizaban ardorosamente:
- ¡Los mujiks mienten! Tal vez alguno de los nuestros se haya metido en una cueva: esto... puede ocurrir. Pero en la carretera... ¡Ni hablar!
Yo veía que los muchachos estaban sinceramente convencidos de que los nuestros no robaban en el camino y también veía que los colonos mayores no aprobarían semejante saqueo. Esto disminuía algo mi tensión nerviosa, aunque solamente hasta el primer rumor, hasta la primera reunión con los elementos más activos del campesinado.

De pronto, un atardecer, irrumpió en la colonia una sección de milicia a caballo. Todas las salidas de nuestros dormitorios fueron ocupadas y comenzó un registro general. También yo fui detenido en mi despacho, y eso fue, precisamente, lo que echó por tierra todo el plan de la milicia. Los muchachos recibieron a puñetazos a los milicianos: saltaban por las ventanas, habían comenzado ya a volar en la oscuridad los ladrillos, y aquí y allá, en el patio, ardía la pelea. Un verdadero tropel se abalanzó sobre los caballos, que estaban cerca de la cochera, y los caballos se dispersaron por el bosque. Después de una violenta lucha, salpicada de sonoros insultos, Karabánov irrumpió en mi despacho:
- ¡Salga inmediatamente, que si no, ocurrirá una desgracia! -gritó.
Yo salté al patio, y en torno mío se agruparon inmediatamente los colonos, ofendidos y rugientes de rabia. Zadórov gritaba histéricamente:
- ¿Cuándo va a terminar esto? ¡Que me envíen a la cárcel: ya estoy harto!... ¿Soy un presidiario o qué? ¿Un presidiario? ¿Por qué hacen eso, por qué nos registran, por qué se meten todos?...
El jefe de la sección, muy asustado, procuraba, a pesar de todo, no perder el tono:
- Ordene inmediatamente a los educandos que vayan a los dormitorios y se coloquen junto a sus camas.
- ¿Con qué autorización procede usted al registro?-pregunté yo al jefe.
- Ese no es asunto suyo. Tengo orden de registrar.
- Márchese inmediatamente de la colonia.
- ¿Cómo que me marche?
- No permitiré que efectúen ustedes ningún registro sin autorización del delegado de Instrucción Pública provincial. ¿Comprende? ¡No les dejaré; se lo impediré por la fuerza!
- ¡Tenga usted cuidado, no les registremos nosotros! -gritó uno de los colonos, pero yo troné:
- ¡A callar!
- Bueno -dijo, amenazador, el jefe-, usted tendrá que hablar de otro modo...
Reunió como pudo a los suyos, ya con ayuda de los colonos, que habían trocado la ira por la risa, buscaron los caballos y se fueron, acompañados de irónicos votos.

En la ciudad obtuve que con este motivo se amonestara a no sé qué jefe. Después de la incursión, los acontecimientos comenzaron a desarrollarse con extraordinaria rapidez. Los campesinos acudían, indignados, a mí, chillaban, amenazaban:
- Ayer en la carretera los suyos quitaron la mantequilla y el tocino a la mujer de Yavtuj.
- ¡Mentira!
- ¡Los suyos! Sólo que se echaron el gorro sobre la frente para que no les reconocieran.
- Pero ¿cuántos eran?
- La mujer dijo que uno solo. ¡Y era de la colonia! La misma chaqueta.
- ¡Mentira! Nuestros muchachos no se dedican a eso.
Los campesinos se iban y nosotros guardábamos silencio, aplanados, hasta que Karabánov soltaba:
- ¡Mienten, yo le digo que mienten! Nosotros lo sabríamos.
Hacía tiempo que los muchachos compartían mi inquietud. Incluso parecían terminadas las incursiones a las cuevas. En cuanto llegaba la noche, la colonia contenía literalmente la respiración en espera de algo nuevo y sorprendente, pesado y doloroso. Karabánov, Zadórov y Burún iban de dormitorio en dormitorio, recorrían los oscuros ángulos del patio, husmeaban en el bosque. En toda mi vida yo no había sentido los nervios tan excitados como entonces.
Y una vez...
En un bello crepúsculo se abrió la puerta de mi despacho, y un tropel de colonos arrojó en la habitación a Prijodko. Karabánov, que sujetaba a Prijodko por el cuello de la chaqueta, le lanzó con fuerza contra mi mesa:
- ¡Aquí le tiene!
- ¿Otra vez con el cuchillo? -pregunté yo fatigado.
- ¿Cómo con el cuchillo? ¡Saqueando en la carretera!
El mundo se desplomó sobre mí. Interrogué mecánicamente al callado y tembloroso Prijodko:
- ¿Es verdad?
- -balbuceó el muchacho casi imperceptiblemente, mirando hacia el suelo.
En la millonésima parte de un segundo se produjo la catástrofe. En mis manos apareció el revólver.
- ¡Ah, diablos!... ¿Para qué vivir con vosotros?
Pero no tuve tiempo de llevarme el revólver a la cabeza. Sobre mí se abalanzó, gritando y gimiendo, el tropel de muchachos.
Volví en mí ante Ekaterina Grigórievna, Zadórov y Burún. Yacía en el suelo, entre la mesa y la pared, todo salpicado de agua. Zadórov sujetaba mi cabeza y, mirando hacia Ekaterina Grigórievna, decía:
- Vaya usted allí. Los muchachos son capaces de matar a Prijodko...
Un segundo más tarde, me hallaba en el patio. Prijodko, ya sin sentido, cubierto de sangre, fue liberado por mí.

**NOTA**

(1).- Para explicar lo que es un artel, recurrimos a León Trotsky, cita que obviamente no está en la edición de Progreso.
En la URSS, existen tres tipos de granjas colectivas, clasificadas principalmente según el grado de colectivización de los medios de producción: asociaciones, arteles y comunas. En una asociación, el trabajo en el campo se realiza en forma colectiva con herramientas privadas; se colectivizó el trabajo, no los medios de producción. En los arteles se colectivizan las máquinas más caras. Por último, en las comunas todos los medios de producción son colectivos. La distribución de los ingresos entre los miembros de los distintos tipos de granja difiere según las formas de propiedad: desde el método capitalista hasta el cuasi comunista. Los tres tipos de granja colectiva representan las tres etapas en el proceso de colectivización. El más elevado refleja el futuro del más bajo. El nuevo curso de la economía soviética: La aventura económica y sus peligros , León Trotsky.

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