Índice de Poema pedagógico Capítulo 16
Habersup
Capítulo 18
La fusión con el campesinado
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 17

SHARIN EN LA PICOTA

Poco a poco nos íbamos olvidando del más guapo, de los disgustos que nos había proporcionado el tifus, nos olvidábamos del invierno con su séquito de pies helados, con la tala, con su pista de patinar, pero en la delegación de Instrucción Pública no podían olvidar mis fórmulas casi militares de disciplina. En la delegación empezaron a hablarme de un modo también militar:
- Daremos un cerrojazo a su experimento de gendarmes. Hace falta educación socialista y no una cárcel.

En mi informe acerca de la disciplina yo me había permitido poner en duda el acierto de tesis que entonces eran reconocidas generalmente y que afirmaban que el castigo no hace más que educar esclavos, que se debía dar libre espacio al espíritu creador del niño y, sobre todo, que era preciso hacer hincapié en la auto organización y en la autodisciplina. Me permití sostener el punto de vista, para mí incuestionable, de que, mientras no existiera la colectividad con sus organismos correspondientes, mientras faltasen la tradición y los hábitos elementales de trabajo y de vida, el educador tendría derecho a la coerción, a cuyo empleo no debía renunciar. También afirmé que era imposible fundamentar toda la educación en el interés, que la educación del sentimiento del deber se hallaba frecuentemente en contradicción con el interés del niño, en particular tal como lo entendía él mismo. A mi juicio, se imponía la educación de un ser resistente y fuerte, capaz de ejecutar incluso un trabajo desagradable y fastidioso si lo requerían los intereses de la colectividad.

En total, yo defendí la formación de una colectividad entusiasta, fuerte y, si era preciso, severa. Y sólo en tal colectividad cifraba todas mis esperanzas. Pero mis adversarios me arrojaban a la cara los axiomas de la paidología y todo lo veían partiendo únicamente del niño.

Yo estaba ya hecho a la idea del cerrojazo de la colonia, pero los temas cotidianos de nuestra vida -la siembra y la reparación de la segunda colonia- me impedían sufrir particularmente con motivo de las persecuciones de la delegación. Al parecer, alguien me defendía allí, porque tardaban mucho en darme el cerrojazo. Y la cosa era de lo más sencillo: no tenían más que destituirme.

Yo procuraba no ir por la delegación; allí me trataban con muy poco cariño e incluso con desprecio. Particularmente me atacaba uno de los inspectores, Sharin, un moreno guapo y fatuo, con una espléndida y ondulada cabellera, conquistador de los corazones de las damas provinciales. Tenía los labios gruesos, rojos y húmedos y unas cejas arqueadas y espesas. No sé a qué podría dedicarse antes de 1917, pero ahora era un gran especialista precisamente en educación social. Había aprendido a las mil maravillas un centenar de términos en boga y sabía hilar sin fin gorjeos verbales completamente hueros, persuadido de que ocultaban preciosos valores pedagógicos y revolucionarios.

A mí me trataba con hostilidad y altivez desde el día en que no pude reprimir ante él una carcajada verdaderamente irreprimible.
Una vez vino a la colonia. Sobre la mesa de mi despacho vio un barómetro aneroide.
- ¿Qué es eso? -me preguntó.
- Un barómetro.
- ¿Cómo un barómetro?
- Sí, un barómetro -me sorprendí-. Un barómetro que predice el tiempo.
- ¿Que predice el tiempo? ¿Cómo puede predecir el tiempo si está encima de su mesa? El tiempo no está aquí, sino fuera.
Y fue en aquel momento cuando yo me eché a reír desconsiderada e inconteniblemente. ¡Si Sharin no hubiese tenido un aspecto tan de profesor, si no hubiera sido por su melena y su aplomo de hombre de ciencia!...
Se enfadó mucho:
- ¿De qué se ríe usted? ¡Y aún se llama pedagogo! ¿Cómo puede educar a sus muchachos? Debe usted explicarme lo que sea, si ve que yo no lo sé, en vez de reírse de mí.
No, yo era incapaz de semejante magnanimidad y seguí riéndome. Una vez había oído una anécdota, de la que era una reproducción casi literal mi diálogo con Sharin acerca del barómetro, y me divertía que historias tan estúpidas se repitieran en la vida y que en ellas participasen los inspectores de la delegación provincial de Instrucción Pública.
Sharin se marchó ofendido.

Durante mi informe sobre la disciplina me atacó implacablemente:
- El sistema localizado de influencia médico-pedagógica sobre la personalidad del niño, en tanto se diferencia en una institución de educación social, debe prevalecer en cuanto está de acuerdo con las necesidades naturales del niño y en cuanto pone de manifiesto las perspectivas creadoras en el desarrollo de la estructura en cuestión desde el punto de vista biológico, social y económico. Partiendo de ello, nosotros constatamos...
Durante dos horas, casi sin tomar aliento y con los ojos semicerrados, estuvo machacando a los asistentes a la reunión por medio de semejante matraca científica, pero terminó recurriendo a un latiguillo ramplón:
- La vida es alegría.

Pues bien, ese mismo Sharin me asestó un golpe demoledor en la primavera de 1922.
La Sección Especial del Primer Ejército de Reserva envió a un educando a la colonia con la exigencia que le admitiéramos obligatoriamente. Ya antes de ello la Sección Especial y la Comisión Extraordinaria nos habían enviado a algunos muchachos. Admití al nuevo. A los dos días me llamó Sharin.
- ¿Ha admitido usted a Evguéniev?
- Sí.
- ¿Qué derecho tenía a admitir a un educando sin nuestra autorización?
- Le enviaba la Sección Especial del Primer Ejército de Reserva.
- ¿Y a mí qué me importa la Sección Especial? Usted no tiene derecho a admitir a nadie sin permiso nuestro.
- No puedo dejar de admitirlo si lo envía la Sección Especial. Y si ustedes estiman que la Sección Especial no tiene derecho a enviar a nadie, resuelvan este asunto con ellos. Yo no puedo ser juez entre ustedes y la Sección Especial.
- Devuelva inmediatamente a Evguéniev.
- Unicamente en caso de que me dé usted una orden por escrito.
- Para usted deben valer también mis órdenes verbales.
- Deme una orden por escrito.
- Soy su jefe y puedo tenerle detenido siete días desde ahora mismo por incumplimiento de una orden verbal mía.
- Bueno, deténgame usted.
Yo me daba cuenta de que sentía un vehemente deseo de hacer uso de su derecho teniéndome detenido siete días. ¿Para qué buscar otro pretexto cuando existía ya uno?
- ¿No devolverá usted al muchacho?
- Sin una orden por escrito, no. A mí, ¿sabe usted?, me conviene más ser detenido por el camarada Sharin que por la Sección Especial.
- ¿Por qué le conviene más? -se interesó en serio el inspector.
- Es más agradable. Al fin y al cabo, me detiene un pedagogo.
- En tal caso, queda usted detenido.
Agarró el teléfono:
- ¿Milicia?... Envíen inmediatamente a alguien en busca del director de la colonia Gorki. Lo he detenido yo por siete días... Sharin.
- ¿Qué debo hacer? ¿Esperar en su despacho?
- Sí. Aguarde usted aquí.
- ¿No me dejará salir bajo palabra de honor? Mientras llega el miliciano, recibo en el almacén lo que me hace falta y digo al muchacho que se vuelva a la colonia.
- No puede usted ir a ningún sitio.
Sharin descolgó de la percha un sombrero de fieltro que iba muy bien con su negra cabellera y salió disparado del despacho. Entonces yo tomé el auricular y llamé al presidente del Comité Ejecutivo Provincial. El presidente escuchó con paciencia mi relato:
- Oigame, querido, no se disguste usted y vuélvase tranquilamente a la colonia. Aunque no, vale más que espere al miliciano. Cuando llegue, dígale que me llame.
Llegó el miliciano.
- ¿Es usted el director de la colonia?
- Sí, yo soy.
- Entonces, vamos.
- El presidente del Comité Ejecutivo ha dispuesto que vuelva a mi domicilio. Dice que le llame usted.
- Yo no tengo por qué llamar a nadie: que llame el jefe. Andando.
En la calle, Antón me miró con asombro al verme custodiado.
- Espérame aquí.
- ¿Le soltarán a usted pronto?
- ¿Cómo sabes tú que pueden soltarme?
- Uno moreno que ha salido hace poco me ha dicho:
Vuélvete a la colonia, que el director no va por ahora. Y unas mujeres de sombrero me han dicho también: Su director está detenido.
- Espérame; en seguida vuelvo.
En la milicia tuve que aguardar al jefe. Sólo a eso de las cuatro fui puesto en libertad.

Nuestro carro estaba lleno hasta los bordes de cajas y de sacos. Antón y yo íbamos pacíficamente por la carretera de Járkov. Los dos pensábamos en nuestras cosas: él seguramente en el forraje y en los prados; y yo, en las vicisitudes que el destino reserva en particular a los directores de colonias infantiles. De vez en cuando nos deteníamos para colocar de nuevo los sacos que se habían deslizado, nos encaramábamos otra vez a ellos y seguíamos adelante.

Antón había tirado ya de la rienda izquierda para torcer hacia la colonia cuando, de repente, el Malish se echó a un lado, irguió la cabeza y quiso encabritarse: desde el camino de la colonia volaba hacia nosotros, estrepitoso y chirriante, un auto lanzado hacia la ciudad. Por un instante vi el fieltro verde de un sombrero y la mirada perpleja de Sharin. A su lado, el bigotudo Chernenko, presidente de la Inspección Obrera y Campesina, se sujetaba el cuello del abrigo.

Antón no tuvo tiempo para asombrarse de la inesperada aparición del auto: el Malish había embrollado el complejo y poco seguro sistema de nuestro atalaje. Pero tampoco yo tuve tiempo de asombrarme: a toda marcha se precipitaba hacia nosotros un par de caballos de la colonia, arrastrando una carreta trepidante, llena de muchachos hasta los topes. Delante, Karabánov, con la cabeza hundida entre los hombros y los negros ojos de gitano brillándole ferozmente, guiaba los caballos en pos del automóvil fugitivo. La carreta pasó a toda marcha por delante de nosotros. Algunos muchachos saltaron a tierra, gritando palabras ininteligibles, y quisieron detener, entre risas, a Karabánov. Por fin, Karabánov volvió en sí y comprendió lo que ocurría. En el cruce de caminos se armó una verdadera feria.

Los muchachos me rodearon. Karabánov, al parecer, no estaba satisfecho de que todo concluyera de un modo tan prosaico. Ni siquiera descendió de la carreta: hacía girar, rabioso, a los caballos y profería insulto tras insulto:
- ¡Dad la vuelta, condenados! ¡Que el diablo os lleve, jamelgos!...
Por fin, tiró de la rienda derecha en una última explosión de cólera y emprendió a galope el camino de la colonia, balanceándose sombríamente en los baches.
- ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué equipo de bomberos es éste? -pregunté.
- ¿Por qué habéis salido así? -inquirió, a su vez, Antón.
Interrumpiéndose y empujándose, los muchachos me refirieron lo ocurrido. Su idea de los sucesos era muy vaga, aunque todos los habían presenciado. A dónde se precipitaban en la carreta y qué se disponían a ejecutar en la ciudad eran temas sumidos para ellos en las tinieblas de lo ignoto, y a mis preguntas respondían incluso con sorpresa:
- ¡Cualquiera lo sabe! Allí hubiéramos decidido.
Sólo Zadórov fue capaz de relatar con alguna coherencia lo que había pasado:
- ¿Sabe? ¡Todo ha ocurrido con la misma velocidad que si hubiera venido no sé de dónde volando por los aires! Ellos llegaron en coche y sólo algunos lo advirtieron, porque todos estaban trabajando. Fueron directamente a su despacho y no sé qué hicieron allí, pero les vio uno de los nuestros y él fue quien chilló:
Están rebuscando en los cajones. ¿Qué ocurría? Los muchachos se agruparon frente a su puerta. En aquel momento salieron ellos. Nosotros oímos cómo le decían a Iván Ivánovich: Encárguese usted de la colonia. Entonces se armó tal jaleo, que ya fue imposible entender nada más. Unos gritaban, otros se disponían a emplear los puños. Burún vociferaba por toda la colonia: ¿Dónde habéis metido a Antón? Un verdadero motín. Sin Iván Ivánovich y sin mí, la cosa hubiera acabado a puñetazos, y a mí incluso me arrancaron los botones. El moreno se asustó terriblemente y corrió a refugiarse en el coche, que estaba allí mismo. Arrancaron con rapidez y los muchachos se lanzaron en persecución del coche, gritando, agitando los brazos, ¡el diablo sabe qué! Y, precisamente, en aquel momento llegó Semión de la segunda colonia con la carreta vacía.

Llegamos a la colonia. Karabánov, ya más tranquilo, desenganchaba los caballos y se defendía de los ataques de Antón.
- ¡Para vosotros -le reprendía Antón- los caballos son lo mismo que un auto! ¡Fíjate cómo los habéis puesto!
- ¿Comprendes, Antón? Nosotros no pensábamos en los caballos, ¿comprendes? -decía Karabánov, y le brillaban alegremente los dientes y los ojos.
- Lo he comprendido mucho antes que tú, en la ciudad. Vosotros estabais almorzando aquí, mientras nosotros éramos llevados por las milicias.
Encontré a los educadores medio muertos de susto. Iván Ivánovich estaba tan nervioso, que, en realidad, hubiera hecho falta acostarle.
- ¿Usted ha pensado, Antón Semiónovich, en cómo ha podido concluir todo? Los muchachos tenían una expresión tan feroz, que yo creí que saldrían a relucir las navajas. Menos mal que estaba Zadórov: él ha sido el único que no ha perdido la cabeza. Nosotros tratábamos de disolver los grupos, pero ellos parecían perros rabiosos... ¡Oh, qué manera de gritar!
Yo no pregunté nada a los muchachos y, en general, fingí que no había ocurrido nada de particular. Tampoco ellos me interrogaron. Tal vez la cosa no les interesaba: los colonos, grandes realistas, se apasionaban sólo por lo que determinaba directamente su línea de conducta.

De la delegación no me llamaron y yo tampoco me presenté allí por mi propia iniciativa. Una semana más tarde tuve que ir a la Inspección Obrera y Campesina de la provincia. Fui invitado a entrar en el despacho del presidente. Chernenko me recibió como si yo fuera algún pariente suyo:
- Siéntate, palomo, siéntate -me dijo, estrechándome la mano y contemplándome con una sonrisa radiante-. ¡Qué muchachos tan magníficos tienes! ¿Sabes? Después de todo lo que me contó Sharin, yo creía que iba a encontrarme con unas criaturas abatidas, lastimosas... Pero esos sinvergüenzas promovieron tal torbellino a nuestro alrededor, que parecían demonios, ¡auténticos demonios! ¡Y cómo corrían detrás de nosotros los condenados! Sharin no hacía más que repetir:
Creo que no nos alcanzarán Y yo le respondía: Unicamente si el coche está en regla. ¡Qué encanto! Hacía tiempo que no había visto nada igual. Se lo he contado a algunos de aquí, y se morían de risa...
Aquel día comenzó nuestra amistad con Chernenko.

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