Índice de Poema pedagógico Capítulo 15
El nuestro es el más guapo
Capítulo 17
Sharin en la picota
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 16

HABERSUP

En la primavera cayó sobre nosotros una nueva plaga: el tifus exantemático. El primero que enfermó fue Kostia Vetkovski.

No había médico en la colonia. Ekaterina Grigórievna, que en otro tiempo había asistido a un instituto de medicina, actuaba como médico en los casos imprescindibles en que era violento llamar a algún médico y no podíamos pasarnos sin él. Su especialidad en la colonia eran la sarna y la cura de urgencia en casos de quemadura, corte o golpe, así como en casos de heladuras de las extremidades inferiores durante el invierno, frecuentes por culpa de la imperfección de nuestro calzado. Me parece que ésas eran todas las dolencias que accedían a sufrir nuestros colonos, nada caracterizados por la inclinación a perder el tiempo con médicos y medicinas.

Yo he sentido siempre profundo respeto ante los colonos por su falta de exigencias para con la medicina y personalmente aprendí mucho de ellos en este sentido. Entre nosotros era en absoluto normal no considerarse enfermo con treinta y ocho grados de fiebre, y presumíamos mutuamente de nuestra capacidad de resistencia en tales casos. Por lo demás, se trataba casi de una necesidad, ya que los médicos nos visitaban de bastante mala gana.

Por ello, cuando enfermó Kostia y llegó a tener casi cuarenta grados de fiebre, eso fue una novedad en nuestra vida. Acostamos a Kostia y procuramos rodearle de toda clase de atenciones. Por las noches se reunían los amigos alrededor de su cama, y, como eran muchos los que estaban en buenas relaciones con él, cada noche le rodeaba una verdadera multitud. Para no dejar solo a Kostia y para no originar una situación embarazosa a los muchachos, también nosotros pasábamos junto a su lecho las horas nocturnas.

Unos tres días más tarde, Ekaterina Grigórievna me comunicó alarmada su aprensión: la enfermedad se parecía mucho al tifus exantemático. Prohibí a los muchachos acercarse a la cama de Kostia, pero, de todos modos, era imposible aislarle de verdad: teníamos que estudiar en la misma habitación y reunirnos allí por la noche.

Cuando, un día después, Vetkovski se agravó, le envolvimos en el edredón con que se cubría, le instalamos en el faetón y yo le conduje a la ciudad.

En la sala de admisión del hospital había unas cuarenta personas paseando, tendidas en el suelo o quejándose. El médico tardaba en aparecer. Se veía que allí habían perdido la cabeza: la hospitalización de un enfermo en aquel establecimiento no auguraba nada bueno para él. Por fin, llegó el médico. Con un gesto indolente alzó la camisa de nuestro Vetkovski, carraspeó senilmente y, sin abandonar su actitud perezosa, dijo a un practicante que tomaba notas tras él:
- Tifus. A las barracas.

En el campo, fuera de la ciudad, habían quedado después de la guerra unas veinte barracas de madera. Erré largo tiempo entre enfermeras, enfermos y sanitarios, que sacaban camillas tapadas con sábanas. Me dijeron que el enfermo debía ser admitido por el practicante de guardia, pero nadie sabía dónde estaba ni nadie quería buscarle. Por último, perdí la paciencia y me lancé sobre la primera enfermera que vi, empleando palabras rotundas: vergonzoso, indignante, inhumano. Mi cólera surtió efecto: desnudaron a Kostia y se lo llevaron no sé a dónde.

De vuelta a la colonia, me enteré de que habían caído en cama con la misma fiebre Zadórov, Osadchi y Belujin. Sin embargo, a Zadórov le encontré todavía de pie en el preciso instante en que respondía a Ekaterina Grigórievna cuando procuraba convencerle de que debía acostarse:
- ¡Pero qué mujer tan extraña es usted! ¿Qué necesidad tengo de acostarme? Ahora mismo voy a la fragua, y en un segundo Sofrón me pone bueno...
- ¿Cómo va a ponerle bueno Sofrón? ¿Por qué dice usted tonterías?
- Me curaré tomando lo mismo que él toma para curarse: aguardiente, pimienta, sal, aceite de lubrificante y un poco de grasa para ruedas -y Zadórov se reía a carcajadas, sincero y contagioso como siempre.
- ¡Fíjese, Antón Semiónovich, hasta qué punto les ha relajado usted! -me dijo Ekaterina Grigórievna-. ¡Quiere ir a ver a Sofrón para que le cure!... ¡Acuéstese inmediatamente!

Zadórov despedía un calor terrible, y se veía que le costaba trabajo mantenerse de pie. Le así por el codo y le llevé en silencio al dormitorio. Allí estaban acostados ya Osadchi y Belujin. Osadchi sufría y estaba disgustado por hallarse enfermo. Yo había observado hacía ya mucho tiempo que los muchachos belicosos como él soportaban siempre difícilmente las enfermedades. Belujin, en cambio, estaba radiante.

En la colonia no había nadie más alegre ni más optimista que Belujin. Procedía de una vieja familia obrera de Nizhni-Taguil; en la época del hambre se marchó de su casa en busca de comida; fue detenido en Moscú durante una redada y llevado a una casa de niños, de donde tardó poco en huir para convertirse en un vagabundo; entonces le detuvieron por segunda vez y de nuevo se escapó. De carácter emprendedor, procuraba no robar, sino más bien especular, pero él mismo hablaba después de sus especulaciones con una risa bonachona: tan atrevidas, originales y desafortunadas eran siempre. Por fin, Belujin se convenció de que no servía para la especulación y resolvió trasladarse a Ucrania.

En algún tiempo Belujin había estudiado en la escuela. Sabía un poco de todo y era un muchacho desenvuelto y experto, aunque, al mismo tiempo, de una terrible y sorprendente incultura. Hay muchachos así: parece que han aprendido a leer y escribir, conocen los quebrados, y hasta tienen una noción de la regla de interés, pero todo eso lo expresan de un modo tan terriblemente desmañado, que hasta hacen reír. Belujin se expresaba también en un lenguaje deslabazado, en el que, a pesar de todo, había sensatez e ingenio.

Enfermo de tifus, era de una charlatanería inagotable y, como siempre, su ingenio se duplicaba por la cómica combinación de palabras casuales:
- El tifus es la intelectualidad médica. ¿Cómo, entonces, se ha pegado a un hombre de origen obrero? Cuando nazca el socialismo, no permitiremos ni pisar los umbrales a este bacilo, y, si tiene que resolver un asunto urgente, como, por ejemplo, recibir los víveres asignados según el racionamiento, porque, en justicia, también él tiene derecho a la vida, le diré que se dirija a mi secretario-escritor. Y como secretario pondremos a Kolka Vérshnev, que está siempre tan pegado a sus libros como un perro a sus pulgas. Kolka será un intelectual, y a él le corresponde tanto la pulga como el bacilo por el aquel de su equilibrio democrático.
- Yo seré secretario, pero ¿tú qué vas a ser bajo el socialismo? -inquiere, tartamudeando, Vérshnev.
Kolka está sentado a los pies de Belujin, como siempre, con un libro en la mano y, como siempre, desmelenado, con la camisa hecha jirones.
- Yo me dedicaré a escribir leyes acerca de cómo debes vestirte para adaptarte al estilo general de la humanidad y no al de los harapientos, porque hasta Toska Soloviov está indignado. ¡Tú qué vas a ser lector, si pareces un mono! Y, además, no todos los que andan con los monos por las ferias trabajan con un bicho tan negro. ¿Verdad, Toska?

Los muchachos se reían de Vérshnev, pero él, sin enfadarse, posaba amorosamente sobre Belujin la mirada de sus nobles ojos grises. Eran grandes amigos. Habían llegado juntos a la colonia y juntos trabajaban en la fragua, sólo que Belujin se afanaba en el yunque y Kolka prefería el fuelle, para tener una mano libre con qué sujetar algún libro.

Toska Soloviov, a quien llamábamos más frecuentemente Antón Semiónovich -éramos tocayos dobles-, tenía sólo diez años. Belujin le halló en nuestro bosque, medio muerto de hambre, ya en estado de inconsciencia. Había salido con sus padres procedente de la provincia de Samara para Ucrania; en el camino perdió a su madre, y ya no se acordaba de nada más. Toska tenía un hermoso y risueño rostro infantil, siempre vuelto hacia Belujin. Por lo visto, Toska había vivido su corta vida sin grandes impresiones, y el alegre, confiado y dicharachero Belujin, que, por temperamento, no podía temer a la vida y apreciaba el valor de todas las cosas del mundo, le sorprendió y atrajo para siempre.

Toska está a la cabecera de Belujin, y en sus ojos arden el amor y la admiración. Su risa infantil estalla aguda y sonora.
- ¡Mono negro!
- ¡Toska sí que será un jabato! -dice Belujin, empujándole desde la cama.
Toska se inclina, confuso, sobre el vientre de Belujin, cubierto con el edredón.
- Oye, Toska, no leas los libros como Kolka: ya ves que ha perdido el seso.
- No es él quien lee los libros, sino los libros quienes le leen a él -dice Zadórov desde la cama vecina.
Yo, cerca de ellos, juego al ajedrez con Karabánov y me digo: Parece que han olvidado que tienen tifus.
- A ver, llamad alguno a Ekaterina Grigórievna.
Ekaterina Grigórievna llega en forma de ángel colérico.
- ¿Pero qué ternuras son ésas? ¿Qué hace aquí Toska? ¿Es que vosotros os dais cuenta de algo? ¡Esto no tiene nombre!
Toska, asustado, salta de la cama y retrocede. Karabánov le ase de la mano, se encoge y, fingiéndose terriblemente asustado, se mete en un rincón:
- También yo tengo miedo...
Zadórov dice con voz ronca:
_ Toska, coge también de la mano a Antón Semiónovich. ¿Por qué le habéis abandonado?
En medio de esa turba jovial, Ekaterina Grigórievna mira alrededor con aire de impotencia:
- ¡Lo mismo que entre los zulúes!
- Los zulúes son esos que andan sin pantalones y que consumen para comer a sus conocidos -dice Belujin, dándose importancia-. Se acercan a una señorita y le dicen así:
Permítame que la acompañe. La señorita, naturalmente, se alegra: No, ¿para qué se molesta? Yo misma me acompañaré. - ¿Cómo? No puedo permitirlo de ningún modo. Y así van con ella hasta la bocacalle y allí se la engullen. Incluso sin mostaza.
Desde un rincón apartado resuena la risa estridente de Toska. Y Ekaterina Grigórievna sonríe:
- Allí se comen a las señoritas y aquí se permite que los niños pequeños se acerquen a los enfermos de tifus. Viene a ser igual.
Vérshnev encuentra el momento oportuno para vengarse de Belujin:
- Los zu-zulúes no se co-comen a las se-señoritas. Y, naturalmente, son más cu-cultos que tú. Vas a con-contagiar a To-toska.
- ¿Y usted, Vérshnev, por qué está sentado en esta cama?-observa Ekaterina Grigórievna-. Váyase inmediatamente de aquí.
Vérshnev, confuso, empieza a recoger sus libros, esparcidos sobre la cama de Belujin. Zadórov sale en su defensa:
- El no es una señorita. Belujin no se lo engullirá.
Toska, que está ya al lado de Ekaterina Grigórievna, dice pensativo:
- Matvéi no se comerá al mono negro.
Vérshnev se lleva en una mano un verdadero montón de libros y con la otra, tira de Toska, que agita las piernas y se ríe. Todo este grupo se desploma sobre la cama de Vérshnev en el ángulo más alejado.

Por la mañana, un profundo carro, construido según un proyecto de Kalina Ivánovich, y que recuerda vagamente un ataúd, rebosa de gente. En el fondo, van nuestros tíficos, envueltos en edredones. Sobre los bordes del ataúd ha sido colocada una tabla, y en ella nos sentamos Brátchenko y yo. Mi estado de ánimo es pésimo, porque presiento la repetición de las idas y venidas del día en que llevé a Vetkovski. Y no tengo ninguna fe en que los muchachos vayan precisamente a curarse.

Osadchi yace en el fondo y se echa convulsivamente el edredón sobre los hombros. De la manta asoma un algodón negro-grisáceo; a mis pies veo una bota, agujereada y rota, de Osadchi. Belujin, colocándose el edredón sobre la cabeza, forma algo parecido a una mitra y dice:
- La gente de por aquí creerá que somos popes y pensará: ¿a dónde llevan a tantos popes?
Zadórov sonríe en respuesta, pero, por su sonrisa, puede uno comprender lo mal que está.
En las barracas, la situación no ha cambiado. Doy con la enfermera que trabaja en la sala donde está Kostia. Difícilmente detiene su veloz carrera por el pasillo.
- ¿Vetkovski? Me parece que está en esta sala...
- ¿Cómo se encuentra?
- Todavía no se sabe nada.
Antón, a sus espaldas, hace restallar el látigo:
- ¿Cómo que no se sabe?
- ¿Este chico viene con usted? -y la enfermera mira con repugnancia a Antón, todo húmedo, oloroso a estiércol y con briznas de paja adheridas a los pantalones.
- Somos de la colonia Gorki -comienzo yo prudentemente-. Aquí está nuestro educando Vetkovski. Y ahora he traído a tres más, me parece que también con tifus.
- Vaya usted a la sala de admisión.
- ¡Pero si hay allí una verdadera multitud! Y, además, me gustaría que los muchachos estuviesen juntos.
- No podemos consentir cualquier capricho.
Y la enfermera sigue andando, pero Antón le cierra el paso:
- ¿Cómo?, ¿es que no puede usted hablar con la gente?
- Vayan a la sala, camaradas; aquí no hay de qué hablar.
La enfermera se enfada con Antón y yo también me enfado con él:
- Lárgate de aquí. ¡No molestes!
Sin embargo, Antón no se va a ningún sitio. Estupefacto, me mira a mí y a la enfermera, y yo me dirijo a la enfermera con el mismo acento irritado:
- Tenga la bondad de escucharme dos palabras. Necesito que los muchachos se repongan. Por cada uno que se reponga pagaré dos puds de harina blanca. Pero desearía tratar con una sola persona. Vetkovski está en su sala: haga de modo que los demás muchachos se queden también con usted.
La enfermera se asombra, probablemente ofendida.
- ¿Qué es eso de harina blanca? ¿Se trata de un soborno? No le entiendo.
- No es un soborno: es un premio, ¿comprende? Si no está usted de acuerdo, buscaré a otra enfermera. No es un soborno: suplicamos un poco más de atención para con nuestros enfermos, tal vez también un poco de trabajo suplementario. Los muchachos están deficientemente alimentados, y no tienen parientes. Esta es la cuestión. ¿comprende usted?
- Sin necesidad de harina, los llevaré, si usted quiere, a mi sala. ¿Cuántos son?
- He traído ahora a tres. Pero seguramente traeré a más.
- Bueno, vamos.
Antón y yo echamos a andar tras la enfermera. Antón me guiña maliciosamente un ojo, señalándome a la enfermera, pero, por lo visto, también él se halla sorprendido del giro que ha tomado el asunto. Dócilmente acepta mi falta de deseos de responder a sus muecas.
La enfermera nos lleva a una habitación en el extremo del hospital. Antón trae a nuestros enfermos.
Todos, naturalmente, tienen tifus. El practicante de guardia examina, un poco asombrado, nuestros edredones, pero la enfermera le dice con una voz convincente:
- Son de la colonia Gorki: envíelos a mi sala.
- Pero ¿en su sala hay plazas?
- Ya lo arreglaremos. Dos son dados hoy de alta, y siempre habrá un sitio donde colocar la otra cama.
Belujin se despide alegremente de nosotros:
- Traiga a más chicos: así habrá más calor.
A los dos días cumplimos su deseo: llevamos a Schnéidel y a Golos, y una semana después, a tres más.
La cosa terminó, afortunadamente, ahí.
Antón visitó varias veces el hospital, informándose por la enfermera de cómo iban nuestros enfermos. El tifus no podía nada contra los colonos.
Ya nos disponíamos a ir en busca de alguno de ellos cuando un mediodía luminoso de primavera surgió del bosque una sombra, envuelta en un edredón. La sombra penetró directamente en la forja y allí maulló:
- Bien, torneros de pacotilla, ¿qué tal andáis por aquí? ¿Y tú, sigues leyendo? Fíjate, ya se te sale un hilillo cerebral por el oído...
Los muchachos se entusiasmaron: Belujin, aunque delgado y ennegrecido, seguía igual de alegre y no tenía miedo a nada en la vida.
Ekaterina Grigórievna se lanzó a reprenderle: ¿por qué había venido andando, por qué no había esperado a que fuesen por él?
- ¿Sabe usted, Ekaterina Grigórievna? Yo hubiera esperado, pero echaba muy de menos la pitanza. Cada vez que pensaba que los nuestros estaban comiendo buen pan de centeno, y kondior, y cazuelas enteras de gachas de alforfón, era como si se extendiese por toda mi sicología una angustia tan grande... Yo no puedo contemplar cómo comen ese
habersup... ¡Ja, ja, ja, ja!
- ¿Qué es
habersup?
- Es una sopa descrita por Gógol. Cuando leí la descripción me gustó muchísimo. Y en el hospital también se aficionaron a servir esa sopa, y a mí cada vez que la veía me entraba tal gana de reír que no podía contenerme. Incluso la enfermera comenzó a reñirme y a mí, después de eso, la cosa me hacía más gracia aún: me reía sin parar. Cada vez que me acuerdo... ¡
Habersup!... Y no podía comer: en cuanto levantaba la cuchara, me moría de risa. Y por eso me marché de allí... ¿Y vosotros, qué habéis comido hoy? ¿Seguramente gachas?
Ekaterina Grigórievna consiguió leche en alguna parte: ¡no se podía dar gachas de buenas a primeras a un enfermo!
Belujin le agradeció alegremente la atención:
- Gracias, se ha compadecido usted de un agonizante.
Pero, a pesar de todo, vertió la leche en las gachas. Ekaterina Grigórievna hizo un ademán de impotencia.
Pronto regresaron los demás.
Antón llevó al domicilio de la enfermera un saco de harina blanca.

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