Índice de Poema pedagógico Capítulo 14
Buenos vecinos
Capítulo 16
Habersup
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 15

EL NUESTRO ES EL MÁS GUAPO

En el invierno de 1922 había seis muchachas en la colonia. Por aquel entonces, Olia Vóronova había espigado y estaba verdaderamente hermosa. Los muchachos la admiraban en serio, pero Olia observaba con todos la misma actitud cariñosa e inaccesible, y solamente Burún era su amigo. Tras las amplias espaldas del muchacho, Olia no tenía miedo a nadie en la colonia y podía incluso contemplar desdeñosamente el enamoramiento de Prijodko, el muchacho más fuerte, más tonto y más torpe de la colonia. Burún no estaba enamorado. Lo que le unía a Olia era una auténtica amistad juvenil, y esta circunstancia había aumentado en mucho el respeto de que los dos gozaban entre los colonos. A pesar de su belleza, Olia no destacaba en nada. Le gustaba mucho la agricultura; el trabajo en el campo, hasta el más duro, le atraía como una bella música, y soñaba:
- Cuando yo crezca, me casaré obligatoriamente con un campesino.

Quien llevaba la voz cantante entre las muchachas era Nastia Nochévnaia. La habían enviado a la colonia con un voluminoso expediente, en el que se hablaba de ella: ladrona, vendedora de objetos robados, mantenedora de una guarida de ladrones. Y por eso, nosotros mirábamos a Nastia como si fuese un milagro. Criatura excepcionalmente honesta y simpática, no tenía arriba de quince años, pero se distinguía por su apostura, su rostro blanco, su gesto arrogante y su carácter firme. Sabía reprender a las muchachas sin arrebatarse ni chillar, sabía también llamar al orden a cualquier colono sólo con la mirada y reconvenirle de manera breve, aunque enérgica:
- ¿Por qué has tirado el pan después de partirlo? ¿Te consideras rico o es que has estudiado en la universidad de los cerdos? ¡Recógelo ahora mismo!...

Nastia tenía una voz profunda, de pecho, en la que se transparentaba una fuerza recóndita.
Nastia hizo amistad con las educadoras, leía mucho, tenazmente, y marchaba sin la menor duda hacia el objetivo propuesto: el Rabfak. Pero el Rabfak se hallaba todavía en un horizonte lejano para Nastia, lo mismo que para los demás colonos que también aspiraban a él: Karabánov, Vérshnev, Zadórov, Vetkovski. Nuestros primogénitos eran demasiado incultos y les costaba trabajo asimilar las profundidades de la aritmética y de la cultura política elemental. Raísa Sokolova era la más instruida de todos: por eso la enviamos al Rabfak de Kíev en el otoño de 1921.

Hablando con propiedad, se trataba de una empresa desesperada, pero nuestras educadoras sentían vehementes deseos de tener a una alumna del Rabfak en la colonia. Aunque el objetivo era hermoso, Raísa reunía pocas condiciones para una causa tan noble. El verano íntegro estuvo preparándose, pero era preciso sentarla por la fuerza para que estudiara algo, porque Raísa no tenía el menor afán de instrucción.

Zadórov, Vérshnev, Karabánov -todos los que sentían la vocación del estudio- estaban muy descontentos de que Raísa fuera al Rabfak. Vérshnev, que se distinguía por la admirable capacidad de pasarse leyendo las veinticuatro horas del día, incluso cuando estaba soplando en el fuelle de la forja, infatigable buscador y amante de la verdad, profería terribles juramentos siempre que pensaba en el futuro luminoso de Raísa y me decía, tartamudeando:
- ¿Cómo no-no-no lo comprenden ustedes? De to-todas for-for-mas, Raísa acaba-bará en la cárcel.
Karabánov se expresaba con mayor claridad:
- ¡Jamás les creí capaces de tanta tontería!
Zadórov, sin sentirse cohibido por la presencia de Raísa, sonreía desdeñosamente y hacía un ademán de desesperanza:
- ¡Vaya una estudiante! ¡Es igual que querer pegar a un jorobado a la pared!
Raísa sonreía coqueta y soñadora en respuesta a todos esos sarcasmos, y, aunque no deseaba ingresar en el Rabfak, se sentía contenta: le agradaba la idea de ir a Kíev.
Yo estaba de acuerdo con los muchachos. En realidad, Raísa no tenía nada de estudiante: incluso ahora, preparándose para el ingreso en el Rabfak, recibía misteriosas esquelas de la ciudad, se marchaba a escondidas de la colonia y con el mismo misterio acudía a verla Kornéiev, un colono fracasado, que permaneció solamente tres semanas en la colonia y que estuvo robándonos de modo consciente y regular, detenido después en la ciudad por robo, peregrino constante por los departamentos de Investigación Criminal, un ser repugnante y corrompido hasta más no poder, que fue uno de los pocos muchachos a quienes yo renuncié a la primera ojeada.

Raísa aprobó el examen de ingreso. Pero, una semana después de ese feliz acontecimiento, los muchachos supieron que también Kornéiev se había ido a Kíev.
- Ahora comenzará la verdadera ciencia -anunció Zadórov.
Corría el invierno. De vez en cuando Raísa nos escribía, pero era imposible sacar algo en limpio de sus cartas. Unas veces parecía que todo iba bien; otras veces que era muy difícil estudiar, y siempre se quejaba de falta de dinero, aunque percibía su estipendio. Cada mes le enviábamos de veinte a treinta rublos. Zadórov afirmaba que Kornéiev cenaría bien con ese dinero, y esto tenía todas las trazas de ser verdad. Principalmente eran censuradas las educadoras, a quienes se debía toda la historia del viaje a Kíev.
- Para todos, menos para ustedes, es evidente que Raísa no sirve. ¡Cómo es posible que nosotros lo veamos y ustedes no?
En enero, Raísa regresó inesperadamente con todas sus cestas y nos dijo que venía de vacaciones. Pero no traía ningún documento en el que constase que, efectivamente, estaba de vacaciones, y por toda su conducta era visible que no pensaba volver a Kíev. El Rabfak de Kíev respondió a mi demanda que Raísa Sokolova, después de dejar de asistir a las clases, había abandonado la residencia colectiva en dirección desconocida.
El asunto estaba claro. Hay que hacer justicia a los muchachos: no se burlaban de Raísa, no aludieron al desdichado Rabfak e incluso parecían haberse olvidado de toda esta aventura. Al principio, después de llegar la muchacha, se rieron a sus anchas de Ekaterina Grigórievna, ya de por sí muy confusa, pero en general, se comportaron como si hubiese ocurrido la cosa más corriente del mundo, algo previsto ya por ellos.

En marzo me comunicó Osipova una duda que la inquietaba: según ciertos indicios, Raísa estaba embarazada.
Yo me quedé helado. Nuestra situación era bastante complicada: ¡una educanda embarazada en una colonia infantil! Yo sentía alrededor de nuestra colonia, en la ciudad, en la delegación de Instrucción Pública, la presencia de un gran número de santurronas, que indudablemente aprovecharían la ocasión para poner el grito en el cielo: en la colonia reinaba la depravación sexual, los niños cohabitaban con las niñas. Me asustaba también el propio estado de cosas en la colonia y la situación difícil de Raísa como educanda. Supliqué a Osipova que hablara francamente con ella.
Raísa negó categóricamente el embarazo e incluso se ofendió:
- ¡Nada de eso! ¿Quién ha inventado semejante porquería? ¿Y desde cuándo las educadoras se dedican también a chismorrear?
La pobre Osipova sintió que, en efecto, no había obrado bien. Raísa estaba muy gruesa, y lo que parecía embarazo podía ser simplemente una obesidad anormal, sobre todo porque a simple vista, realmente, no se podía decir nada. Creímos a Raísa.
Pero no había transcurrido una semana cuando Zadórov me hizo salir un anochecer al patio para hablar conmigo a solas.
- ¿Usted sabe que Raísa está embarazada?
- ¿Y tú cómo lo sabes?
- ¡Qué raro es usted! ¿No se ve acaso? Todos lo saben, y yo pensaba que ustedes también.
- Bueno, y si está embarazada, ¿qué?
- Pues nada... Sólo que ¿para qué lo oculta? Si está embarazada, que lo esté; pero ¿por qué hace como si no hubiese nada? Y, además, aquí tiene usted una carta, de Kornéiev. ¿Ve?...
Querida mujercita. Pero esto lo sabíamos ya nosotros.
También entre los educadores cundía la inquietud. Al cabo, toda esta historia comenzó a sacarme de quicio.
- Pero, ¿por qué os preocupáis tanto? Si está embarazada, tendrá que dar a luz. No importa que lo oculte ahora: el parto no podrá ocultarlo. En esto no hay nada de terrible: nacerá un niño, y nada más.
Llamé a Raísa y le pregunté:
- Dime la verdad, Raísa. ¿Estás embarazada?
- Pero ¿por qué me importunan todos con lo mismo? ¿Qué significa eso? Están todos tan pesados, que parecen abejorros: ¡embarazada, embarazada!... No hay nada de eso, ¿comprende usted o no?
Raísa se echó a llorar.
- Mira, Raísa, si estás embarazada no debes ocultarlo. Nosotros te ayudaremos a colocarte, aunque sea en nuestra colonia; también te ayudaremos económicamente. Es preciso prepararlo todo para el niño, hacer la ropita y lo demás...
- Pero si no hay nada de eso. No quiero ningún trabajo; déjenme en paz.
- Bueno, vete.
Así, pues, nadie pudo saber nada en la colonia. Podíamos haberla enviado a que la reconociera un médico, pero en esta cuestión diferían las opiniones de los pedagogos. Unos insistían en la necesidad de que la cosa fuese puesta rápidamente en claro; otros me daban la razón y decían que un reconocimiento de esa clase era muy penoso y humillante para una muchacha y que, en fin de cuentas, no hacía falta ningún reconocimiento: tarde o temprano aparecería toda la verdad. Y, además, ¿por qué apresurarse? Si Raísa estaba embarazada, sería, a lo sumo, de cinco meses. Mejor era que se tranquilizase. Así se acostumbraría a esta idea y, mientras tanto, le sería ya difícil ocultarlo.
Dejamos en paz a Raísa.

El 15 de abril se celebró en el teatro municipal una gran reunión de pedagogos, en la que yo informé acerca de la disciplina. Conseguí terminar mi informe en la primera velada, pero en torno a mis tesis se desarrolló un apasionado debate y tuvimos que aplazar la discusión del informe para el día siguiente. En el teatro se hallaban presentes casi todos nuestros educadores y algunos de los colonos de más edad. Nos quedamos a pasar la noche en la ciudad.

En aquella época, no sólo en nuestra provincia se interesaban por la colonia, y al día siguiente el teatro estaba atestado. Entre las preguntas que se me hicieron hubo una acerca de la coeducación. Entonces la coeducación en las colonias para delincuentes estaba prohibida por la ley, y nuestra colonia era la única en toda la Unión Soviética que hacía esa experiencia.

Respondiendo a la pregunta, recordé por un segundo a Raísa, pero incluso su posible embarazo no alteraba en absoluto mi punto de vista acerca de la coeducación y participé a la asamblea que en este terreno todo marchaba bien entre nosotros.

Durante el descanso me llamaron al vestíbulo. Tropecé con el jadeante Brátchenko: había hecho el viaje a caballo y no quería revelar el objeto de su viaje a ninguno de los educadores.
- Una desgracia, Antón Semiónovich: en el dormitorio de las muchachas ha aparecido un niño muerto.
- ¿Cómo un niño muerto?
- Muerto, completamente muerto. En una cesta de Raísa. Lenka estaba fregando el suelo y, no sé por qué, se le ocurrió mirar en la cesta, tal vez para coger algo de ella. Entonces descubrió un niño muerto.
- Pero, ¿qué dices?
¿Cómo expresar nuestro estado de ánimo? En toda mi vida había experimentado semejante horror. Las educadoras, pálidas y sollozantes, salieron a duras penas del teatro y regresaron a la colonia en un coche de alquiler. Yo no podía hacer lo mismo: tenía que defenderme aún de los ataques a mi informe.
- ¿Dónde está ahora el niño? -pregunté a Antón.
- Iván Ivánovich lo ha encerrado en el dormitorio.
- ¿Y Raísa?
- En el despacho, vigilada por los muchachos.
Envié a Antón a la milicia con un escrito en el que notificaba el hallazgo, y me quedé para continuar la discusión acerca de la disciplina.
Sólo al anochecer llegué a la colonia. Raísa estaba en mi despacho: sentada en un diván de madera, los cabellos revueltos, con el mismo delantal sucio que llevaba en el lavadero. No quiso mirarme cuando entré y bajó más todavía la cabeza. En el mismo diván, se hallaba Vérshnev, rodeado de libros: parecía buscar algo, porque hojeaba rápidamente volumen tras volumen sin hacer caso de nadie.
Dispuse que se levantara el candado que había en la puerta del dormitorio y que la cesta en que estaba el cadáver fuese trasladada al depósito de la ropa. Ya avanzada la noche, cuando todos se retiraron a dormir, pregunté a Raísa:
- ¿Por qué has hecho eso?
Ella levantó la cabeza y, mirándome torpemente, como una bestia, se arregló el delantal sobre las rodillas.
- Lo he hecho y nada más.
- ¿Por qué no me hiciste caso?
De pronto rompió a llorar en silencio.
- Yo misma no lo sé.
La dejé que pasara la noche en el despacho, bajo la custodia de Vérshnev, cuya pasión por la lectura garantizaba una vigilancia perfecta. Todos temíamos que Raísa atentara contra su vida.
Por la mañana llegó el juez. Pero la instrucción de la causa exigió poco tiempo; no había a quién interrogar. Raísa relató su crimen con palabras lacónicas, aunque exactas. Había dado a luz por la noche, en el mismo dormitorio donde descansaban cinco muchachas más. Ninguna de ellas se despertó. Raísa explicó esta circunstancia como si se tratara de la cosa más sencilla:
- Procuré no quejarme.
Inmediatamente después del parto, estranguló al niño con un pañuelo. Negaba la premeditación del asesinato:
- Yo no quería hacerlo, pero él empezó a llorar.
Escondió el cadáver en una de las cestas que había llevado al Rabfak, con intención de trasladarla la noche siguiente al bosque y dejarla abandonada allí. Las raposas devorarían el cadáver y nadie sabría nada. Por la mañana, fue a trabajar al lavadero, donde las muchachas lavaban su ropa. Desayunó y almorzó con todos los colonos; solamente parecía aburrida, según la expresión de los muchachos.
El juez instructor se llevó consigo a Raísa y dispuso el traslado del cadáver al depósito de un hospital para que se le practicara la autopsia.
El personal pedagógico se hallaba desmoralizado hasta más no poder por este suceso. Todos pensaban que habían llegado los últimos días para la colonia.

Los colonos se hallaban un tanto excitados. Las muchachas tenían miedo a la oscuridad nocturna y a su propia alcoba, en la que no querían dormir sin que hubiese algún muchacho. Zadórov y Karabánov pasaron varias noches en el dormitorio, pero todo esto tuvo por única consecuencia que tanto las muchachas como los muchachos ni dormían ni siquiera se desnudaban. La ocupación preferida de los chicos en aquellos días era asustar a las muchachas: aparecían bajo sus ventanas envueltos en sábanas blancas, organizaban monstruosos conciertos por las tuberías de las estufas, se ocultaban en secreto debajo de la cama de Raísa y por la noche aullaban desde allí.
En cuanto al crimen, los muchachos lo consideraban como la cosa más simple del mundo. Al mismo tiempo, ellos constituían la oposición a los educadores en su versión de los posibles móviles que habían inducido a Raísa. Los pedagogos estaban seguros de que Raísa había estrangulado al niño en una crisis de pudor femenino, como si la muchacha, sobreexcitada en aquel dormitorio en que descansaban sus compañeras, hubiera temido, realmente, que alguna de ellas se despertase cuando el niño comenzó a llorar.
Zadórov se retorcía de risa al oír esas explicaciones de los pedagogos, excesivamente inclinados a la sicología:
- ¡Pero no digan ustedes absurdos! ¿Por qué hablar de pudor femenino? De antemano lo tenía pensado todo; por eso no quería confesar que iba a dar pronto a luz. Todo lo había previsto y discutido con Kornéiev. Y también lo de la cesta y lo de llevarla al bosque. En caso de que hubiera obrado por vergüenza, ¿acaso habría ido tan tranquila a trabajar al día siguiente? Si dependiera de mí, fusilaría a Raísa mañana mismo. Ha sido un bicho y siempre lo será. Y ustedes salen ahora con el pudor femenino cuando ella no ha tenido nunca el menor pudor.
- En ese caso, ¿qué objetivos perseguía? ¿Por qué ha obrado así? -planteaban los pedagogos la pregunta que ellos consideraban fulminante.
- Un objetivo muy sencillo: ¿para qué quería ella un niño? Un niño origina siempre mucho trabajo, hay que darle de comer, etc. ¡Menuda falta les hace a ellos el niño, sobre todo a Kornéiev!
- ¡No, hombre! Eso no puede ser...
- ¿Que no puede ser? ¡Cuidado que son ustedes raros! Claro que Raísa no dirá nada, pero, si se la sondeara bien, se descubriría cada cosa...
Los muchachos eran todos de la misma opinión que Zadórov. Karabánov estaba seguro de que no era la primera vez que Raísa salía con una broma de ésas y de que antes de ir a la colonia seguramente había habido ya algo.
Tres días después del crimen, Karabánov llevó el cadáver del niño a un hospital. Regresó excitadísimo:
- ¡Qué de cosas he visto allí! En unos frascos hay, por lo menos, treinta ninos pequeños. Algunos son terribles, con la cabeza así, otro tiene las piernas tan retorcidas, que no se sabe si es un ser humano o un sapo. El nuestro ¡ni comparación tiene! Es el más guapo.
Ekaterina Grigórievna movió con aire reprobatorio la cabeza, pero tampoco ella pudo reprimir una sonrisa:
- ¡Qué dice usted, Semión! ¿Cómo no le da vergüenza?
Alrededor los muchachos se reían a carcajadas, cansados ya de los rostros fúnebres y abatidos de los educadores.

Tres meses más tarde, Raísa fue juzgada. Todo el consejo pedagógico de la colonia fue citado al juicio. En el proceso reinaron la sicología y la teoría del pudor femenino. El juez nos reprochó que no hubiéramos sabido inculcar en la muchacha un buen criterio. Naturalmente, nosotros no pudimos protestar. Cuando deliberaba el tribunal me llamaron para preguntarme:
- ¿Puede usted admitirla de nuevo en la colonia?
- Claro que sí.
Raísa fue condenada condicionalmente a ocho años y puesta en el acto bajo la vigilancia responsable de la colonia.
Volvió a la colonia como si no hubiera ocurrido nada. Trajo consigo unas espléndidas botinas amarillas, y en nuestras veladas refulgía entre los giros del vals, suscitando con sus botinas la envidia irresistible de nuestras lavanderas y de las mozas de Pirogovka.
Nastia Nochévnaia me dijo:
- O retiran ustedes a Raísa de la colonia o la retiramos nosotras mismas. Da asco vivir con ella en la misma habitación.
Yo me apresuré a colocarla en una fábrica de artículos de punto.
La encontré varias veces en la ciudad. En 1928 estuve en la ciudad para asuntos de la colonia y un día vi, de pronto, a Raísa tras el mostrador de un refectorio. La reconocí en el acto: había engordado, pero, al mismo tiempo, parecía más musculosa y más esbelta.
- ¿Cómo estás?
- Bien. Trabajo aquí. Tengo dos hijos y un buen marido.
- ¿Kornéiev?
- ¡Oh, no! -sonrió-. Lo viejo está ya olvidado. Hace tiempo que le apuñalaron en la calle... ¿Y sabe usted una cosa, Antón Semiónovich?
- ¿Qué?
- Gracias por haberme ayudado entonces. Tan pronto como entré en la fábrica, me despedí de todo lo viejo.

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