Índice de Poema pedagógico Capítulo 13
Osadchi
Capítulo 15
El nuestro es el más guapo
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 14

BUENOS VECINOS

No sabíamos a dónde se había marchado Osadchi. Unos decían que se había ido a Tashkent, porque allí todo estaba barato y se podía vivir alegremente; otros aseguraban que Osadchi tenía un tío en nuestra ciudad, y los terceros rectificaban esta versión, diciendo que no era tío, sino un conocido, cochero de oficio.

Yo no podía rehacerme después del nuevo derrumbamiento pedagógico. Los colonos me fastidiaban con sus preguntas sobre si sabía algo de Osadchi.
- ¿Qué os importa a vosotros Osadchi? ¿Por qué os preocupáis tanto?
- No nos preocupamos -me respondió Karabánov-, pero sería mejor que estuviera aquí. Para usted sería mejor...
- No comprendo.
Karabánov me contempló con una mirada mefistofélica:
- Seguramente su alma no se sentirá muy tranquila...
Le chillé:
- ¡Dejadme en paz con vuestra palabrería acerca del alma! ¿Qué os habéis creído? ¿Que también mi alma está a vuestra disposición?...
Karabánov se alejó en silencio.

En la colonia vibraba la vida. Yo sentía su pulso sano y animoso; bajo mi ventana resonaban bromas y travesuras en las horas libres (a todos, no sé por qué, les gustaba congregarse al pie de mi ventana); nadie se quejaba. Y una vez Ekaterina Grigórievna me dijo con tal expresión, que no parecía sino que yo era un enfermo grave y ella una hermana de la caridad:
- No tiene usted por qué atormentarse así. Pasará.
- Pero si yo no me atormento. Claro que pasará. ¿Qué hay por la colonia?
- Yo misma no sé cómo explicarlo. La colonia está ahora bien; en ella hay un espíritu humano. Nuestros judíos son un encanto: están un poco asustados por todo, trabajan muy bien y se azoran terriblemente. ¿Sabe usted? Los mayores cuidan de ellos. Mitiaguin, como una niñera, obliga a Gléizer a lavarse, le ha cortado el pelo, hasta le ha cosido los botones.
Sí. Es decir, todo iba bien. Pero, ¡qué desorden, qué caos llenaba mi alma pedagógica! Un pensamiento me abrumaba: ¿sería posible que yo no encontrara la clave del secreto? Parecía que ya lo tenía entre las manos, que únicamente me faltaba asirlo. Los ojos de muchos colonos brillaban ya de un modo nuevo... y, de pronto, todo se venía lamentablemente abajo. ¿Sería posible que debiese comenzar de nuevo?

Me indignaba la técnica pedagógica, tan mal organizada, y me indignaba también mi impotencia técnica. Con repugnancia y con rabia pensaba yo acerca de la ciencia pedagógica:
¡Cuántos miles de años lleva existiendo! ¡Qué nombres, qué pensamientos brillantes: Pestalozzi, Rousseau, Natorp, Blonski (1)! ¡Cuántos libros, cuánto papel, cuánta gloria! Y al mismo tiempo, un lugar vacío, nada que pueda corregir a un solo granuja, ningún método, ningún instrumento, ninguna lógica, nada. Pura charlatanería.

En lo que menos pensaba yo era en Osadchi. Le había incluido en la cuenta de pérdidas inevitables en toda empresa. Su marcha presuntuosa me inquietaba menos todavía.
Y, además, Osadchi volvió pronto.

Sobre nuestra cabeza se abatió un nuevo escándalo, a consecuencia del cual supe, por fin, lo que quiere decir que se le pongan a uno los pelos de punta.
En una apacible noche de invierno, un grupo de colonos, incluido Osadchi, riñó con los mozos de Pirogovka. La riña degeneró en pelea. Por nuestra parte predominaban las armas blancas, las navajas; por parte de ellos, las armas de fuego, los retacos. El combate terminó a nuestro favor. Los mozos fueron desplazados del lugar en que solían reunirse con las mozas y, después de huir vergonzosamente, se refugiaron en el edificio del Soviet rural. A eso de las tres de la madrugada, el edificio fue tomado por asalto; es decir, fueron arrancadas de él las puertas y las ventanas, y el combate derivó en una enérgica persecución. Saltando por esas mismas puertas y ventanas, los mozos se dispersaron por las casas, y los colonos volvieron triunfalmente a la colonia.
Lo más terrible de todo fue que el Soviet rural quedó destrozado hasta tal punto, que al día siguiente no se pudo trabajar en él. Además de las puertas y de las ventanas, habían sido rotas las mesas y las sillas, dispersos los papeles y hechos añicos los tinteros.
Por la mañana, los bandidos se despertaron como angelitos inocentes y se fueron al trabajo. Hacia mediodía vino a verme el presidente del Soviet rural de Pirogovka y me relató los sucesos de la noche pasada.
Yo miraba con sorpresa a aquel viejecito lugareño, delgado y listo: ¿por qué seguía hablando conmigo, por qué no daba parte a la milicia, por qué no metía en la cárcel a todos estos miserables y a mí entre ellos?
Pero el presidente me refería el suceso con más tristeza que indignación y lo que, sobre todo, le preocupaba era saber si la colonia repararía las puertas y las ventanas y si yo podría ahora facilitarle dos tinteros.
Me quedé estupefacto, sin poder explicarme tan humanitaria actitud hacia nosotros por parte de las autoridades. Después resolví que el presidente, igual que yo, no concebía aún todo el horror del asunto: lo único que hacía era mascullar no sé qué para dar a entender que reaccionaba de algún modo.
Yo juzgaba por mí mismo: también estaba atascado en una especie de balbuceo.
- Claro está que lo arreglaremos todo... ¿Tinteros?... Puede usted llevarse éstos.
El presidente tomó los tinteros y, sujetándolos cuidadosamente con la mano izquierda, los estrechó contra su vientre. Eran unos tinteros corrientes y seguros.
- En fin, nosotros lo repararemos todo. Ahora mismo enviaré a un maestro. Sólo que deberán esperar ustedes a que traigamos los cristales de la ciudad.
El presidente me miró reconocido:
- No corre tanta prisa. Podemos esperar hasta mañana. Cuando tengan ustedes el vidrio, se puede hacer todo al mismo tiempo...
- ¿Ah, sí? Entonces mañana...
Pero ¿por qué seguía sin irse aquel botarate de presidente?
- ¿Regresa usted ahora a Pirogovka? -le pregunté.
- Sí.
El presidente se volvió, sacó del bolsillo un pañuelo amarillo y se secó el bigote, completamente limpio. Se me acercó más.
- ¿Comprende? Se trata de... ayer sus muchachos se apoderaron allí... ¿Sabe? La gente es joven... También estaba allí el mío... Son mozos y, para divertirse, sólo por eso, nada de otra cosa, Dios nos libre... Como los camaradas tienen, pues él también... Yo digo que con estos tiempos... cada uno tiene...
- ¿De qué se trata? -inquirí-. Perdóneme usted, pero no entiendo nada.
- El retaco -contestó a boca de jarro el presidente.
- ¿El retaco?
- Sí, el retaco.
- ¿Y qué?
- Pero, por Dios, si estoy contándoselo a usted: ayer, cuando anduvieron de jarana... Lo que ocurrió ayer... Los suyos se lo quitaron al mío y no sé a quién más; tal vez lo perdió alguno, porque como estaban bebidos... Pero ¿de dónde sacarán el aguardiente?
- ¿Quién estaba bebido?
- ¿Quién va a ser, santo cielo?... ¿Es que puede uno saberlo? Yo no estaba allí, pero según dicen, todos los suyos estaban borrachos...
- ¿Y los suyos?
El presidente titubeó:
- ¡Pero si yo no estaba allí!... Cierto que ayer era domingo. Pero no estoy hablando de eso. Es cosa de jóvenes, y ¿qué se le va a hacer? Yo a eso no me refiero... Cierto que hubo pelea, pero no mataron ni hirieron a nadie. ¿Tampoco entre los suyos, verdad? -preguntó, temeroso.
- Con los míos no he hablado aún.
- Yo no sé; he oído decir a algunos que hubo tiros, dos o tres, seguramente cuando huían, porque los suyos, como usted sabe, son gente fogosa, y los nuestros, aldeanos, mientras se mueven... ¡Je, je, je, je!
El viejecito se reía con los ojillos entornados, dulzón, cariñoso. A los viejos así se les llama siempre abuelos. También yo me reía, mirándole, pero dentro de mí había una confusión insoportable.
- Entonces, según usted, ¿no ha ocurrido nada terrible? ¿Se han peleado y luego tan amigos?
- Eso es, eso es: tan amigos. También yo, de joven, me peleaba por las muchachas. Mi hermano Yákov fue apaleado un día por los mozos hasta quedar medio muerto. Usted llame a los muchachos y hable con ellos para que la cosa no vuelva a repetirse.

Salí al zaguán.
- Llama a todos los que estuvieron ayer en Pirogovka.
- ¿Y dónde están? -me preguntó un muchacho de aire despierto, que, ocupado, por lo visto, en algún asunto urgente, atravesaba, corriendo, el patio.
- ¿Acaso no sabes quién estuvo ayer en Pirogovka?
- ¡Oh! ¡Qué listo es usted!... Más vale que llame a Burún.
- Bueno, llámale.
Burún se presentó en el zaguán.
- ¿Osadchi está en la colonia?
- Ha venido y está trabajando en el taller de carpintería.
- Dile que los nuestros han armado ayer un escándalo en Pirogovka y que el asunto es muy serio.
- Sí, los muchachos han hablado de ello.
- Pues anda: di ahora a Osadchi que se reúnan todos en mi despacho: el presidente está allí. Y que no mientan, porque la cosa puede concluir muy mal.

Mi despacho rebosaba de pirogovianos: Osadchi, Prijodko, Chóbot, Oprishko, Galatenko, Golos, Soroka y otros que no recuerdo. Osadchi se mantenía con desenvoltura, como si no hubiera ocurrido nada entre nosotros. En presencia de un extraño yo tampoco quería recordar el pasado.
- Ayer habéis estado en Pirogovka. Os emborrachasteis, escandalizasteis, los mozos quisieron poner paz, y entonces vosotros les golpeasteis y destruisteis el Soviet rural. ¿Fue así?
- No del todo como usted lo cuenta -dijo Osadchi, adelantándose-. Es verdad que los muchachos estuvieron en Pirogovka. Yo he vivido allí tres días: usted sabe por qué... Pero no es verdad que nos emborrachásemos... Sólo Panás, el hijo del presidente, anduvo todo el día con Soroka, y Soroka, efectivamente, estaba un poquitín bebido... Y también a Golos le convidaron sus amistades. Pero los demás estábamos como es debido. Y no nos metíamos con nadie. Paseábamos como todos. Y, en esto, se acercó uno, Járchenko, y me gritó:
¡Arriba las manos!, y me apuntó con un retaco. Yo, claro, le di en los morros. Y entonces se armó todo... Están furiosos con nosotros porque las chicas nos prefieren a ellos...
- ¿Y qué es lo que se armó?
- Pues nada, que nos peleamos. Si ellos no hubieran disparado, no habría pasado nada de particular. Pero Panás disparó y Járchenko también, y nosotros, naturalmente, les perseguimos. No queríamos pegarles, sino solamente quitarles los retacos, pero ellos se encerraron. Entonces, Prijodko, usted le conoce, arrimó el hombro...
- ¡Arrimó el hombro! ¡Buena la habéis hecho! ¿Dónde están los retacos? ¿Cuántos tenéis?
- Dos.
Osadchi se volvió a Soroka:
- Tráelos.
Trajeron los retacos. Ordené a los muchachos que volvieran a los talleres. El presidente vacilaba, contemplando los retacos:
- Entonces, ¿puedo llevármelos?
- ¿Por qué? Su hijo no tiene derecho a llevar retaco y Járchenko tampoco. Por mi parte, yo no tengo tampoco derecho a devolverlos...
- ¿Yo para qué los necesito? No me los devuelva; quédese con ellos. Tal vez le sirvan para asustar a los ladrones en el bosque. Yo lo que quiero, ¿comprende?, es que no dé usted importancia al asunto... Es cosa de jóvenes, ¿sabe?
- ¿Me dice usted eso para que no me queje en ningún sitio?
- Claro, para eso...
Me eché a reír:
- ¿Qué falta hace? Nosotros somos vecinos.
- Eso, eso -se alegró el abuelo-; nosotros somos vecinos... ¿Qué no puede ocurrir? Y si todo se lleva a las autoridades...
Cuando se fue el presidente, yo sentí que un gran peso se me quitaba de encima.

Hablando con propiedad, aún debía exponer toda esta historia en lenguaje pedagógico. Pero los muchachos y yo nos sentíamos tan satisfechos de que todo hubiera terminado bien, de que esta vez no nos hubiese hecho falta la pedagogía. Yo no les castigué, y ellos me dieron palabra de no volver a Pirogovka sin mi permiso y de reconciliarse con los mozos del lugar.

**NOTA**

(1).- Nota de O. Cortés y Chantal Lopez: Véase El Contrato social y Cartas sobre la educación de los niños, en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha.
Pablo Natorp (1854-1924): Filósofo y pedagogo alemán.
P. Blonski (1844-1941): Pedagogo teórico. Autor de La escuela de trabajo (1919).

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