Índice de Poema pedagógico Capítulo 10
Los ascetas de la educación socialista
Capítulo 12
Brátchenko y el comisario regional de abastos
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 11

LA SEMBRADORA TRIUNFAL

Cada día era más evidente que la vida en la primera colonia estaba llena de dificultades para nosotros. Nuestras miradas se volvían con más y más frecuencia a la segunda colonia, allí donde, a orillas del Kolomak, los jardines florecían opulentos en primavera y brillaba lustrosa la grasienta tierra negra.

No obstante, la reparación de la segunda colonia avanzaba con extraordinaria lentitud. Los carpinteros, que cobraban una miseria por su trabajo, eran capaces de construir jatas aldeanas, pero les intimidaba cualquier techumbre un poco complicada. Nos era imposible conseguir cristales a ningún precio y, además, carecíamos de dinero. A pesar de todo, dos o tres edificios grandes quedaron reparados ya para finales del verano, aunque no se podía vivir en ellos por la falta de cristales. Conseguimos reparar también algunos pequeños pabellones, pero allí vivían los carpinteros, los albañiles, los fumistas, los guardias. No valía la pena de trasladar a los muchachos, porque, sin talleres y sin una tierra aneja, no tenían nada que hacer.

Los colonos iban todos los días a la segunda colonia. Una gran parte de los trabajos eran ejecutados por ellos mismos. Durante el verano, unos diez muchachos, alojados en chozas, trabajaron en el jardín y enviaron a la primera colonia carros enteros de manzanas y de peras. Gracias a ellos, el jardín de los Trepke adquirió un aspecto bastante digno.

Los vecinos de la aldea Gonchárovka estaban muy disgustados por la aparición entre las ruinas de la finca de unos nuevos amos, que, para colmo, eran tan poco honorables, harapientos y sospechosos. El documento que nos daba derecho a sesenta desiatinas de tierra resultó, con gran sorpresa mía, un papel inútil: toda la tierra de los Trepke, incluido nuestro sector, era cultivada ya desde el año 17 por los campesinos. En la ciudad sonrieron al ver nuestra indecisión:
- Si tenéis el documento, esto quiere decir que la tierra es vuestra: no os falta más que poneros a trabajar.
Sin embargo, Serguéi Petróvich Grechani, el presidente del Soviet rural, era de otra opinión:
- Ustedes comprenden lo que significa que el campesino laborioso haya recibido la tierra según todas las reglas de la ley. Esto quiere decir que seguirá arando. Y los que se dedican a escribir diversos papelitos y documentos no hacen más que descargar una puñalada por la espalda contra los trabajadores. De modo que más vale que se olvide usted de ese papel.

El camino de los peatones hacia la segunda colonia pasaba por el Kolomak. Era preciso cruzar el río. Habíamos organizado en el Kolomak nuestra propia barca, y siempre había allí algún colono encargado de ella. Yendo a la segunda colonia con carga o a caballo, había que dar un rodeo por el puente de Gonchárovka. En la aldea nos recibían con bastante hostilidad. Al ver nuestro pobre atuendo, los mozos se burlaban:
- ¡Eh, harapientos! ¡Cuidado con llenarnos de piojos el puente! En vano os metéis aquí. De todas formas, os echaremos de Trepke.
No nos instalamos en Gonchárovka como vecinos pacíficos, sino como conquistadores indeseados. Y, si no hubiéramos sostenido el tono en esta posición militar, si nos hubiésemos mostrado incapaces de combatir, habríamos acabado perdiendo, sin duda, la tierra y la colonia. Los campesinos comprendían que la discusión debía ser resuelta en el campo y no en las oficinas. Llevaban ya tres años trabajando la tierra de los Trepke, es decir, contaban con un precedente que les servía de base para sus protestas. Tenían, pues, que prolongar, fuera como fuera, tal precedente. Toda su esperanza de éxito residía en esa política.

También para nosotros la única salida estaba en iniciar lo antes posible el trabajo práctico en la tierra.

En verano llegaron los agrimensores para deslindar la tierra, pero tuvieron miedo a salir al campo con los instrumentos y se limitaron a señalarnos en el mapa las zanjas, los hoyos y los matorrales que debían servirnos de referencia para nuestra tierra. Con el acta de los agrimensores en el bolsillo, me dirigí a Gonchárovka, acompañado de algunos muchachos mayores.

Nuestro viejo conocido Luká Semiónovich Verjola presidía ahora el Soviet rural. Nos recibió muy amablemente y nos invitó a tomar asiento, pero ni siquiera miró el acta.
- Queridos camaradas, nada puedo hacer. Hace mucho tiempo que los mujiks trabajan la tierra, y yo no voy a agraviarles. Pidan ustedes tierra en otro lugar.
Cuando los campesinos empezaron a labrar nuestros campos, coloqué un aviso diciendo que la colonia no pagaría nada por la labranza de la tierra que nos pertenecía.

Yo mismo no confiaba en el valor de las medidas que tomaba, y no confiaba porque a mi conciencia le repugnaba la idea de que había que quitar esa tierra a los campesinos laboriosos, que la necesitaban como el aire.

Pero, a los pocos días, Zadórov, en compañía de un muchacho desconocido, se me acercó una tarde en el dormitorio. Zadórov se hallaba en un estado visible de excitación.
- ¡Escúchele, escúchele!
Karabánov, haciéndole coro, daba unos pasos de hopak (1) y vociferaba por todo el dormitorio:
- ¡Oh! ¡Que me traigan a Verjola!
Los colonos nos rodearon.
El muchacho resultó ser un komsomol de Gonchárovka.
- ¿Hay en Gonchárovka muchos miembros de las Juventudes Comunistas?
- Somos únicamente tres.
- ¿Únicamente tres?
- ¿Sabe usted? La situación es difícil para nosotros -explicó el joven-. La aldea está llena de kulaks; predominan los caseríos ricos. Los muchachos me envían para decirles a ustedes que apresuren su traslado; entonces las cosas marcharán bien, ¡ya lo creo! Sus muchachos son unos águilas. ¡Ah, si nosotros tuviéramos unos muchachos así!
- Pero el asunto de la tierra marcha mal.
- Por eso he venido. Tomen ustedes la tierra por la fuerza. No hagan caso a ese diablo pelirrojo de Luká. ¿Sabe usted de quién es la tierra que les ha sido asignada?
- ¿De quién?
- ¡Dilo, dilo, Spiridón!

Spiridón comenzó a doblar los dedos:
- De Andréi Kárpovich Grechani...
- ¿Del abuelo Andréi? Pero si aquí también tiene tierra...
- Sí, así es... De Piotr Grechani, de Onopri Grechani, de Serguéi Stomuja, el que vive junto a la iglesia, de Yavtuj Stomuja, del propio Luká Semiónovich. En total, seis personas.
- Pero, ¿qué me dice? ¿Cómo ha podido ocurrir eso? ¿Y dónde está su Comité de campesinos pobres?
- Nuestro Comité es pequeño. Y la cosa ha ocurrido así: la tierra quedó aneja a la hacienda. Se disponían a hacer algo, pero, como el Soviet rural estaba en sus manos, se repartieron la tierra.
- ¡Bueno, ahora la cosa va a ser más divertida! -gritó Karabánov-. ¡Agárrate, Luká!

Un día de principios de septiembre yo volvía de la ciudad. Serían, más o menos, las dos de la tarde. Nuestra carreta de tres pisos avanzaba lentamente. En tono adormecedor hablaba Antón acerca del carácter del Pelirrojo y, mientras tanto, yo pensaba en los diversos problemas de la colonia.

De pronto, Brátchenko enmudeció, miró fijamente a lo largo del camino, se incorporó en su asiento, fustigó al caballo y, en medio de un estrépito enorme, nos lanzamos por el empedrado. Antón castigaba al Pelirrojo, cosa que no hacía nunca, y me gritaba algo. Por fin, pude entender de qué se trataba:
- ¡Los nuestros... con una sembradora!

En el recodo, ya antes de llegar a la colonia, faltó poco para que tropezáramos con una sembradora que volaba vertiginosamente, emitiendo un raro sonido de hojalata. Dos caballitos bayos, horrorizados por el estrépito del carro, tan poco frecuente para ellos, corrían como locos. La sembradora salió ruidosamente del empedrado, susurró por la arena y de nuevo empezó a trepidar, ya por el camino de la colonia. Antón saltó de la carreta y echó a correr detrás de la sembradora, abandonando las riendas en mi mano. Sobre la sembradora, aferrándose a los cabos de las riendas tirantes, Karabánov y Prijodko se mantenían de milagro. Antón detuvo difícilmente a aquel extraño vehículo. Karabánov, ahogándose de entusiasmo y de fatiga, nos relató lo ocurrido.

- Estábamos ordenando los ladrillos en el patio cuando, de pronto, vimos que salían dándose importancia cinco personas y la sembradora. Entonces nos dirigimos a ellos y les ordenamos: ¡Fuera de aquí! Nosotros éramos cuatro: estaba también Chóbot y... ¿quién más?
- Soroka -contestó Prijodko.
- Eso, Soroka.
Largaos -les dije-, porque, de todas formas, no vais a sembrar nada. Y uno negro como un gitano que estaba allí... usted le conoce... fue y le soltó un latigazo a Chóbot. Por supuesto, Chóbot le dio en los dientes. De repente vimos que Burún venía corriendo con un palo. Yo sujeté al caballo por las riendas y el presidente me cogió del pecho...
- ¿Qué presidente?
- ¡Cuál va a ser! El nuestro, el pelirrojo, Luká Semiónovich. Pero Prijodko le golpeó por detrás y le tiró de hocicos contra la tierra. Entonces yo le dije a Prijodko:
Súbete a la sembradora y andando. Al pasar por Gonchárovka, unos mozos nos salieron al encuentro. ¿Qué íbamos a hacer? Yo arreé a los caballos, que nos llevaron al galope hasta el puente y de allí pasamos ya a la carretera... Tres de los nuestros han quedado allí. Seguramente les han dado una buena paliza...

Karabánov vibraba en el entusiasmo de la victoria. Prijodko, inmutable, liaba un cigarrillo y sonreía. Yo me imaginé los capítulos siguientes de esta amena historia: la investigación, los interrogatorios, los viajes...

- ¡Que el diablo os lleve! ¡De nuevo nos habéis metido en un lío!
Karabánov se desanimó increíblemente al ver mi disgusto:
- ¡Pero si han empezado ellos!...
- Bien, bien, vamos a la colonia: allí veremos.

En la colonia nos recibió Burún. Lucía en la frente un cardenal enorme, y los muchachos se reían alrededor de él. Junto a un tonel de agua se lavaban Soroka y Chóbot.
Karabánov asió de los hombros a Burún:
- ¿Qué? ¿Te has escapado? ¡Eres un valiente!
- Ellos se lanzaron al principio detrás de la sembradora, pero después, al comprender que no conseguirían nada, optaron por lanzarse detrás de nosotros. ¡Oh, cómo hemos corrido!
- ¿Y dónde están ellos?
- Nosotros hemos pasado el río en la lancha y ellos se han quedado en la otra orilla, insultándonos. Allí les hemos dejado.
- ¿Ha quedado algún chico en la colonia? -pregunté yo.
- Los pequeños: Toska y dos más. No les tocarán.

Una hora más tarde, Luká Semiónovich se presentó en la colonia con dos campesinos. Los muchachos les recibieron afablemente:
- ¿Qué? ¿Vienen por la sembradora?
En mi despacho no podía uno moverse por la aglomeración de ciudadanos interesados. La situación era embarazosa.
Luká Semiónovich tomó asiento frente a la mesa y comenzó:
- Llame usted a los muchachos que me han pegado a mí y a dos personas más.
- Mire, Luká Semiónovich -repliqué yo-, si le han pegado, vaya a quejarse donde quiera. Yo ahora no pienso llamar a nadie. Dígame qué más necesita y para qué ha venido a la colonia.
- Entonces, ¿usted se niega a llamarles?
- Me niego.
- ¡Ah! Entonces se niega. Si es así, hablaremos en otro sitio.
- De acuerdo.
- ¿Quién devolverá la sembradora?
- ¿A quién?
- A su dueño, aquí presente.
Señaló a un hombre con cara de gitano, moreno, desmelenado y sombrío.

- ¿La sembradora es suya?
- Sí.
- Pues mire usted: voy a mandarla a la milicia como capturada durante el trabajo arbitrario en una tierra ajena y le ruego que me diga su apellido.
- ¿Mi apellido? Grechani, Onopri. Pero, ¿qué es eso de tierra ajena? Es mi tierra. Mía y de nadie más...
- Bueno, de eso no hay por qué hablar aquí. Ahora vamos a levantar un acta acerca de la ocupación arbitraria de una tierra ajena y del apaleamiento de los educandos que trabajaban en ella...
Burún dio un paso adelante:
- Ése es el que a poco me mata.
- Pero, ¿a quién le haces tú falta? ¿Matarte a ti? ¡Ojalá te hundas!

Durante mucho tiempo estuvimos hablando en ese tono. Ya me había olvidado yo de que era la hora de comer y de cenar, ya habían tocado a silencio en la colonia, pero nosotros seguíamos con los aldeanos y, bien pacíficamente, bien amenazadores y excitados, bien irónicos y astutos, dialogábamos con ellos.

Yo me mantenía firme: no devolvía la sembradora y exigía que se levantase un acta. Por fortuna, los aldeanos no tenían la menor huella de la pelea, mientras que los colonos exhibían sus cardenales y arañazos. Zadórov fue quien decidió el asunto. Golpeó la mesa con la palma de la mano y pronunció el siguiente discurso:
- Vamos a dejar de discutir. La tierra es nuestra, y os irá mejor sin meteros con nosotros. No os dejaremos trabajar en nuestro campo. Somos cincuenta muchachos de cuidado.
Luká Semiónovich reflexionó largo tiempo. Por fin, se atusó la barba y carraspeó:
- Bien... ¡Que el diablo os lleve! Pagadnos aunque no sea más que por la labranza.
- No -repliqué yo fríamente-. Ya les previne que no pagaríamos nada.
Volvió a hacerse el silencio.
- En tal caso, devolvednos la sembradora.
- Firme usted el acta de los agrimensores.
- Bueno... Démela.

En otoño, a pesar de todo, sembramos centeno en la segunda colonia. Todos hicimos de agrónomos. Kalina Ivánovich entendía poco de agricultura y los restantes entendían menos aún, pero todos tenían deseos de trabajar tras el arado y la sembradora, a excepción de Brátchenko, que sufría y se enrabiaba, maldiciendo la tierra, y el centeno, y nuestro entusiasmo.

- Les parece poco el trigo. ¡Además, quieren centeno!
En octubre ocho desiatinas verdeaban con sus brotes brillantes. Kalina Ivánovich señaló orgullosamente con su bastón de punta de goma algún lugar del horizonte, hacia el Este:
- ¿Sabes? Tenemos que sembrar lentejas. La lenteja es una cosa buena.
El Pelirrojo y la Banditka trabajaban en los sembrados de primavera, y Zadórov volvía por la noche rendido y polvoriento.
- Que se vaya al diablo ese trajín de campesinos. Yo me vuelvo a la fragua.

La nieve nos sorprendió a medio trabajo. Por ser la primera vez, se podía resistir.

**NOTA**

(1).- Baile popular ucraniano.

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