Índice de Poema pedagógico Capítulo 11
La sembradora triunfal
Capítulo 13
Osadchi
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 12

BRÁTCHENKO Y EL COMISARIO REGIONAL DE ABASTOS

El desarrollo de nuestra hacienda seguía un camino lleno de milagros y de sufrimientos. De milagro consiguió Kalina Ivánovich, a fuerza de súplicas, una vaca vieja, que, según las palabras del propio Kalina Ivánovich, era estéril por naturaleza; de milagro también obtuvo en una institución ultra bien organizada, distante de nosotros, una yegua negra, no más joven que la vaca, barriguda, epiléptica y perezosa; de milagro, aparecieron bajo nuestros cobertizos carros, carretas y hasta un faetón. El faetón debía ser tirado por dos caballos y, para nuestros gustos de entonces, era bonito y cómodo, pero ningún milagro nos ayudó a encontrar el correspondiente par de caballos.

El jefe de nuestra cochera, Antón Brátchenko, que había pasado a ocupar ese puesto al trasladarse Gud al taller de zapatería y que era un muchacho sumamente enérgico y orgulloso, pasó muchos momentos desagradables desde el pescante de ese magnífico carruaje, que arrastraban el alto y esquelético Pelirrojo y la yegua negra, zamba y rechoncha, bautizada por Antón con el nombre injusto de Banditka. A cada paso, la Banditka pegaba un tropezón y a veces se caía, en cuyo caso era necesario volver a poner en pie nuestro fabuloso cortejo en plena ciudad bajo las pullas de los cocheros y los vagabundos. Antón, que soportaba difícilmente las burlas, entablaba terribles batallas con los espectadores inoportunos, lo que contribuía más aún al descrédito del transporte de la colonia Gorki.

Antón Brátchenko, extraordinariamente aficionado a toda clase de lucha, sabía mantener un duelo verbal con cualquier enemigo. Para ello disponía de una reserva considerable de palabrotas, comparaciones ofensivas y recursos mímicos.

Antón no era un muchacho abandonado. Su padre trabajaba de panadero en la ciudad; también tenía madre, y él era el único vástago de esa familia honorable. Pero, desde la edad más temprana, Antón había sentido aversión por sus penates. Entabló las más amplias relaciones con los golfos y los rateros de la ciudad. Volvía a la casa únicamente de noche. Se distinguió en algunas aventuras audaces y divertidas, fue conducido varias veces a la cárcel y, por último, cayó en la colonia. Tenía sólo quince años. Era un muchacho guapo, esbelto, con el pelo rizado y los ojos azules. Extraordinariamente sociable, no podía permanecer solo ni un minuto. Había aprendido a leer en algún sitio y se sabía de memoria todos los libros de aventuras, pero no experimentaba el menor deseo de estudiar y tuve que sentarle violentamente ante el pupitre. Al principio desaparecía con frecuencia de la colonia, pero regresaba a los dos o tres días sin sentirse culpable. El mismo trataba de vencer en sí su tendencia a la vida vagabunda y me pedía:
- Por favor, Antón Semiónovich, tráteme usted con más severidad: si no, me convertiré obligatoriamente en un vagabundo.

En la colonia no robó nunca nada y le gustaba defender la verdad, pero era absolutamente incapaz de comprender la lógica de la disciplina, que aceptaba sólo en tanto estaba de acuerdo con una u otra tesis en cada caso particular. No reconocía la necesidad de cumplir las reglas de la colonia y no lo ocultaba. A mí me temía un poco, pero jamás escuchaba hasta el fin mis reconvenciones: me interrumpía con un fogoso discurso, en el que siempre acusaba a sus numerosos enemigos de diferentes acciones injustas -de adularme, de murmurar, de ser descuidados-, amenazaba con el látigo en dirección de los enemigos ausentes y, dando un portazo, abandonaba, disgustado, mi despacho. Con los educadores era increíblemente grosero, pero en su grosería había siempre algo simpático, y por eso nuestros educadores no se sentían ofendidos. En su tono no había nunca nada insolente, ni siquiera hostil; dominaba siempre en él una nota profundamente humana y apasionada, jamás se enfadaba por motivos egoístas.

La conducta de Antón en la colonia se determinó pronto por su afición a los caballos y al trabajo de cochero. Era difícil comprender el origen de esta pasión. Por su desarrollo, Antón dejaba atrás a muchos colonos. Hablaba un correcto lenguaje urbano, en el que sólo por presunción intercalaba algún que otro ucranismo. Procuraba ir bien arreglado, leía mucho y le gustaba hablar de libros. Y, sin embargo, todo eso no le impedía pasarse el día y la noche en la cuadra, limpiar el estiércol, enganchar y desenganchar continuamente a los caballos, limpiar la retranca y las riendas, trenzar un látigo, hacer viajes con cualquier tiempo a la ciudad o a la segunda colonia y vivir permanentemente medio hambriento, porque jamás llegaba a tiempo ni a la comida ni a la cena y, si, por olvido, no le guardaban su ración, ni siquiera se acordaba de ella.

Antón alternaba su actividad de cochero con interminables disputas. Discutía con Kalina Ivánovich, con los herreros, con los encargados de la despensa y obligatoriamente con todos los que aspiraban a salir de viaje. Cumplía la orden de enganchar para ir a algún sitio únicamente después de un largo escándalo, esmaltado de acusaciones contra el trato cruel de que se hacía víctima a los caballos, recordando que un día el Pelirrojo o el Malish habían vuelto con el cuello rozado y exigiendo, al mismo tiempo, forraje y hierro para las herraduras. A veces, era imposible salir de la colonia, por el simple motivo de que no se encontraba a Antón ni a los caballos y no había la menor traza de dónde podían estar. Después de largas indagaciones, en las que participaba media colonia, aparecían en la finca de los Trepke o en algún prado vecino.

Rodeaba siempre a Antón un séquito constituido por dos o tres muchachos, que estaban tan enamorados de Antón como él lo estaba de los caballos. Brátchenko les hacía observar una disciplina muy rigurosa, y, por ello, en la cuadra reinaba siempre un orden ejemplar: los carros se hallaban perfectamente alineados, los arneses colgaban en sus lugares, sobre las cabezas de los caballos pendían urracas disecadas (1), los caballos estaban limpios, peinadas las crines y las colas trenzadas.

Una noche de junio, ya tarde, vinieron corriendo a avisarme:
- Kósir está enfermo, se muere...
- ¿Cómo que se muere?
- Se muere: está caliente y apenas respira.
Ekaterina Grigórievna confirmó que Kósir sufría un ataque al corazón y que era preciso traer sin tardanza a un médico. Yo envié en busca de Antón. Vino predispuesto a oponerse a cualquier orden mía.
- Antón, engancha inmediatamente; hay que ir a la ciudad...
Antón no me dejó concluir:
- ¡No iré a ningún sitio ni daré caballos!... Todo el día han estado haciéndolos correr. Todavía no se han enfriado... ¡No iré!
- Hay que ir en busca de un doctor, ¿comprendes?
- ¡Me río yo de sus enfermos! También está enfermo el
Pelirrojo, pero a él no le traen ningún doctor.
Me enfurecí:
- ¡Entrega ahora mismo la cuadra a Oprishko! ¡Contigo es imposible trabajar!...
- ¡Pues claro que sí! ¡Valiente cosa! Vamos a ver cómo se arreglan ustedes con Oprishko. Usted se cree todo lo que le dicen:
Está enfermo, se muere. Y ningún cuidado de los caballos: es igual, que revienten... Pues bien: que revienten, pero, de cualquier forma, yo no daré caballos.
- ¿Me has oído? Ya no eres el jefe de la cochera. Entrega la cuadra a Oprishko. ¡Ahora mismo!
- ¡Pues claro que sí!... Que la entregue el que sea, que yo no quiero vivir en la colonia.
- Si no quieres, es igual: nadie te retiene aquí...

Con los ojos anegados en lágrimas, Antón metió la mano en un profundo bolsillo, sacó de él un manojo de llaves y lo depositó sobre la mesa. En la habitación entró Oprishko, el brazo derecho de Antón, y miró, sorprendido, a su lloroso jefe. Brátchenko le contempló despectivamente y quiso decir algo, pero se secó en silencio la nariz con la manga y se fue.

De la colonia se marchó aquella misma noche, sin pasar siquiera por el dormitorio. Cuando nuestra gente iba a la ciudad en busca del doctor le vieron en la carretera. Ni siquiera pidió que le llevasen y respondió a la invitación de subir con un ademán desdeñoso.

Dos días más tarde, Oprishko, lloroso y con la cara ensangrentada, irrumpió en mi habitación. No había tenido yo tiempo de interrogarIe qué había pasado cuando, toda agitada, llegó corriendo Lidia Petrovna, que aquel día se hallaba de guardia en la colonia.
- Antón Semiónovich, vaya usted a la cuadra: allí está Brátchenko. y yo, francamente, no comprendo qué es lo que hace...
Camino de la cuadra, encontramos al segundo cochero, el enorme Fedorenko, que lloraba a todo llorar.
- ¿Qué pasa?
- Pero, ¿cómo... se puede hacer así? Ha tomado las bridas y, ¡zas!, en los morros...
- ¿Quién? ¿Brátchenko?
- Sí, Brátchenko...

En la cuadra encontré a Brátchenko y a otro cochero más en plena faena. Me saludó secamente, pero, al ver detrás de mí a Oprishko, olvidó que yo estaba delante y se abalanzó sobre él:
- Es mejor que ni siquiera entres, porque, de todas maneras, te daré con el sillín. ¡Vaya con el paseante! ¡Jinete! ¡Mire usted lo que ha hecho con el
Pelirrojo!
Antón agarró con una mano la linterna y con la otra me arrastró hacia el Pelirrojo. El caballo tenía, efectivamente, una terrible rozadura en las cruces, pero sobre la herida había ya un trapito blanco, y Antón lo alzó amorosamente y luego volvió a colocarlo donde estaba.
- Le he puesto xeroformo -me dijo seriamente.
- Pero, vamos a ver, ¿qué derecho tenías tú a venir sin permiso a la cuadra, a castigar a nadie, a pelearte?...
- ¿Usted cree que ya no le pegaré más? Mejor será que no aparezca ante mi vista: de todas maneras, le golpearé.

En la puerta de la cuadra, un tropel de colonos se reía a carcajadas. No me sentí con fuerzas para reprender a Antón: se hallaba demasiado seguro de que él y los caballos estaban en lo justo.
- Escúchame, Antón: por haber pegado a los muchachos, pasarás castigado esta tarde en mi habitación.
- Pero ¿cuándo voy a poder?...
- ¡Basta de hablar! -le grité.
- Bueno. Encima estáte sentado...
Pasó la tarde en mi habitación, leyendo enfadado un libro.

El invierno de 1922 trajo días difíciles para Antón y para mí. El campo de avena sembrado por Kalina Ivánovich en un terreno arenoso y sin abonar casi no nos produjo grano ni paja. Prados no teníamos aún. En enero se nos acabó el forraje. Al principio, nos arreglamos de algún modo, suplicando bien en la ciudad, bien a los vecinos. pero la gente dejó pronto de ayudarnos. ¡Cuántas veces Kalina Ivánovich y yo traspusimos el umbral de las oficinas de Abastos! Fue en vano: no sacamos nada.

Por fin, llegó la catástrofe. Brátchenko me comunicó con lágrimas en los ojos que los caballos llevaban ya dos días sin comer. Yo callé. Llorando y profiriendo juramentos, el muchacho limpiaba la cuadra: ya no tenía otro trabajo. Los caballos estaban tumbados, y Antón insistía, sobre todo, en ello.

Al día siguiente, Kalina Ivánovich regresó, furioso y perplejo, de la ciudad.
- ¿Qué vas a hacerle? No dan nada... ¿Qué hacer?
De pie junto a la puerta, Antón callaba.
Kalina Ivánovich hizo un ademán de impotencia y miró a Brátchenko:
- ¿Que hacer? ¿Ir a robar acaso? Las bestias no saben hablar...
Antón abrió bruscamente la puerta y salió corriendo de la habitación. Una hora más tarde me dijeron que se había marchado de la colonia.
- ¿A dónde?
- ¡Quién lo sabe!... No ha dicho nada a nadie.
Al día siguiente se presentó en la colonia acompañado de un aldeano con un carro de paja. El campesino vestía una chaqueta nueva y se tocaba con un buen gorro. Las ruedas del carro golpeaban rítmicamente, y los caballos tenían un aspecto muy lozano. El campesino tomó a Kalina Ivánovich por el encargado.
- Ese muchacho me ha dicho en la carretera que aquí se recibe el impuesto en especie...
- ¿Qué muchacho?
- Ése que estaba aquí... Hemos venido juntos...
Desde la cuadra, Antón me hacía unas señas incomprensibles.
Kalina Ivánovich sonrió confuso sin dejar de fumar su pipa y me llevó aparte:
- ¿Qué podemos hacer? Vamos a aceptar este carro, y después veremos.
Yo me había dado ya cuenta de qué se trataba.
- ¿Cuánto hay aquí?
- Unos veinte
puds. No lo he pesado.
Antón apareció en el lugar de la acción y objetó:
- Usted mismo me ha dicho por el camino que diecisiete y ahora sale con que veinte. Diecisiete
puds.
- Descárguelos usted y pase a la oficina por el recibo.
En la oficina, es decir, en un pequeño despachito que por aquel entonces me había improvisado entre los locales de la colonia, yo escribí con una mano criminal en papel timbrado que el ciudadano Onufri Vats había entregado a cuenta del impuesto en especie diecisiete
puds de paja de avena. Firmé después y estampé el sello.
Onufri Vats se inclinó profundamente y nos agradeció no sé qué.
Se fue: Brátchenko trabajaba alegremente con toda su compañía en la cuadra; incluso se le oía cantar. Kalina Ivánovich se frotaba las manos y sonreía con un aire culpable.
- ¡Diablos! Te va a caer el pelo por una broma así, pero ¡qué vas a hacerle! ¡No se puede dejar morir a los animales! De todas formas, son del Estado...
- ¿Y por qué se ha ido tan contento ese tipo? -pregunté a Kalina Ivánovich.
- ¿Y tú qué crees? Si no hubiera sido por nosotros, habría tenido que ir a ciudad y hacer cola encima, mientras que aquí el parásito ha dicho que son diecisiete
puds sin haberlo comprobado nadie, y quizá no haya más de quince.

A los dos días entró en el patio una carreta cargada de heno.
- El impuesto en especie. Vats lo ha entregado aquí...
- ¿Y usted cómo se llama?
- Yo también soy Vats. Stepán Vats.
- Ahora mismo.
Fui en busca de Kalina Ivánovich para pedirle consejo. En el zaguán tropecé con Antón.
- ¿Ves? Tú has indicado el camino, y ahora...
- Recíbalo, Antón Semiónovich; ya nos justificaremos.
Era imposible aceptarlo, pero tampoco podía uno negarse. ¿Por qué, preguntarían, se admitía el impuesto a un Vats y a otro no?
- Anda, recibe tú el heno, mientras yo extiendo el recibo.
Y todavía recibimos dos carros más de forraje y unos cuarenta puds de avena.

Yo esperaba medio muerto el castigo. Antón me contemplaba atentamente y sonreía apenas con la comisura de los labios. Pero había dejado de luchar contra todos los consumidores del transporte, cumplía gustosamente cualquier disposición y trabajaba en la cuadra como un titán.

Por fin, recibí una nota breve, aunque enérgica:
Comunique inmediatamente con qué autorización recibe la colonia el impuesto en especie.
El comisario regional de Abastos Aguéiev.
No hablé de la nota ni con Kalina Ivánovich. y no contesté a ella. ¿Qué podía contestar?

En abril entró velozmente en la colonia una tachanka tirada por un par de caballos negros, y Brátchenko, todo asustado, irrumpió en mi despacho.
- Viene hacia aquí -anunció jadeante.
- ¿Quién?
- Debe ser con motivo de la paja... Viene enfadado.
El muchacho se sentó detrás de la estufa y guardó silencio.
El comisario de Abastos era como todos los comisarios: joven, bien plantado, con cazadora de cuero y revólver.
- ¿Es usted el director?
- Sí.
- ¿Ha recibido mi nota?
- Sí.
- ¿Por qué no me ha contestado? ¿Qué es esto de que deba venir yo mismo? ¿Quién le ha autorizado a recibir el impuesto?
- Lo hemos recibido sin autorización.
El comisario saltó de la silla y empezó a chillar:
- ¿Cómo sin autorización? ¿Sabe usted a qué huele esto? Ahora mismo será detenido, ¿lo sabe?
Yo lo sabía.
- Termine de una vez -pedí al comisario con voz sorda-. No trato de justificarme ni de rehuir nada. Y no grite. Haga lo que crea pertinente.
El comisario recorría en diagonal mi pobre despacho.
- ¡El diablo sabe qué es esto! -refunfuñaba, hablando consigo mismo y resoplando como un caballo.
Antón había salido de su escondite y ahora observaba al enojado comisario. De pronto zumbó en voz baja, lo mismo que un abejorro:
- Nadie habría reparado en el impuesto ni en nada si tuviese a sus caballos cuatro días sin comer. Si sus caballos negros se hubieran pasado cuatro días leyendo periódicos. ¿habrían entrado con tanto brío en la colonia?
Aguéiev se detuvo asombrado:
- ¿Y tú quién eres? ¿Qué necesitas aquí?
- Es nuestro responsable de la cuadra. Más o menos, una persona interesada en el asunto -contesté yo.
El comisario volvió a ir y venir por la habitación y de improviso se detuvo frente a Antón:
- ¿Lo tenéis, por lo menos, anotado? El diablo sabe que...
Antón saltó hacia mi mesa y balbuceó inquieto:
- ¿Está anotado, Antón Semiónovich?
Aguéiev y yo nos echamos a reír.
- Está anotado.
- ¿De dónde ha sacado usted a un muchacho tan majo?
- Los hacemos nosotros mismos -sonreí.
Brátchenko alzó los ojos hacia el comisario y le preguntó entre serio y afable:
- ¿Quiere usted que eche de comer a sus caballos?
- Bien, échales de comer.

**NOTA**

(1).- Una vieja creencia popular aseguraba que las urracas disecadas espantaban al diablo.

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