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LA CEGUERA MENTAL AFECTIVA

Fué el eminente psicólogo francés Th. Ribot quien puso a la orden del día hace veinticinco años el importante problema de la lógica de los sentimientos. Pero mucho antes se había ya comprobado hasta qué punto el sentimiento es capaz de desfigurar y oscurecer la sana razón, los estragos que causan en el campo de la verdad los criterios cerrados, el orgullo, el odio, en una palabra: todas las pasiones. Ya Bacon, en el Renacimiento, al tratar de sustituir las creencias de la antigüedad y la Edad Media por un método apropiado al descubrimiento de la verdad, denunció la existencia del ídolo de las cavernas como uno de los que cerraban las puertas del espíritu (el individuo es prisionero en la caverna de los prejuicios). Cuarenta años más tarde, hacia 1660, Arnauld y Nicole, de Port-Royal, en su Arte de pensar, consagran a los malos razonamientos que se cometen en la vida civil y en los discursos ordinarios un delicioso capítulo que por su finura debiera reimprimirse en gran tirada y distribuirlo por las esquinas..., si es que con ello pudiera conseguirse algo. Porque, como dice el Arte de pensar, todos padecemos de la misma enfermedad que hace que por principio cada uno crea tener razón.

La lógica de los sentimientos difiere de la lógica general en que en vez de tratar de alcanzar la verdad objetiva tiende solamente a procurar una satisfacción subjetiva. Pero hay todavía un segundo carácter diferencial, derivado del primero: mientras que en la verdadera lógica la conclusión es consecuencia de la argumentación, aquí, por el contrario, ésta es la que está subordinada a la conclusión deseada. En otros términos, el razonamiento no trata en este caso de fundamentar la conclusión, sino simplemente de justificarla.

Lo más interesante de este trastrueque en el curso normal del pensamiento es que el actor y víctima no se percibe de ello. Sostendrá con todo calor que ha razonado justamente, y si alguno pretende mostrarle la realidad no sabrá verla. Esta ceguera psicológica es muy característica, y yo la llamaría ceguera mental afectiva para distinguirla de la originada por una lesión orgánica. En último resultado es a ella a la que deben atribuirse todas las aberraciones del pensar afectivo: el espíritu no ve más que lo que encuadra en el marco de sus aspiraciones momentáneas, se hace insensible a las mayores contradicciones, recurre a los sofismas más imprudentes, siempre que sirvan a su causa. La función que desempeña esta ceguera afectiva es muy clara: constituye una reacción de defensa. Del mismo modo que nuestra mano, de modo reflejo, espanta la mosca que nos inoportuna, el cerebro también rechaza cuanto puede amenazarle. Odiamos la verdad y a quienes nos la dicen. observó Pascal muy acertadamente. De este modo queda automáticamente suprimida (por uno de esos maravillosos mecanismos de autoprotección de los cuales nuestro organismo está tan abundantemente provisto) la visión siempre dolorosa de nuestras faltas o defectos, de las de nuestros familiares, de nuestra patria e incluso las cualidades de nuestros enemigos. En cuanto al mecanismo en sí puede ser concebido fisiológicamente como una inhibición: son bloqueadas y rechazadas todas las impresiones que van en sentido contrario a las tendencias del momento. Se tiene un ejemplo trivial en el hecho de que si nos interesamos por una conversación somos sordos a los demás ruidos.

Ésta es la razón por la cual, como ya señalaba tan acertadamente el Arte de pensar, existe gran número de personas que son incapaces de reconocer ninguna buena cualidad en aquéllos contra quienes han concebido aversión o que han contrariado en algo sus sentimientos, deseos o intereses.

La ceguera mental afectiva produce un doble efecto psicológico: supresión y adición. Suprime las faltas de aquellos que estimamos y las cualidades en quienes son objeto de nuestros odios; ésta es su función inmediata. Pero de modo indirecto favorece a nuestros sentimientos para que artificiosamente adornen y embellezcan la realidad: vestimos a nuestros amigos con los más vivos colores y adjudicamos al enemigo pecados imaginarios.

Todo esto es bien conocido. Pero ¿no es extraño que la humanidad, sabedora de la importancia de los errores de índole afectiva no comprenda con claridad el papel que desempeñan en las crisis porque se atraviesa? Los hombres de hoy son en gran parte su víctima. Si los pueblos hubieran juzgado los acontecimientos fríamente, con objetividad, si se hubiera movilizado la verdad en vez del sentimiento, ¿se habría declarad o ninguna guerra?

Y si esto es así ¿por qué nos conducimos como si se ignorara? Se trata todavía de un engaño debido a la ceguera afectiva: no se autopercibe, es ciega incluso para ella misma. El ciego de los ojos no niega su defecto orgánico, no habla de colores; por el contrario, quien es ciego para el sentimiento rehusa en absoluto aceptar tal situación de hecho. Se excusa su indudable buena fe; realmente no se da cuenta de ello. De ahí que esta afección tenga un carácter particularmente grave.

Una de las causas más serias de la falta de comprensión entre los hombres es que en los momentos de crisis se envenenan los debates y suscitan los peores antagonismos gracias al reproche de mala fe que se dirigen mutuamente los adversarios, y que en la mayoría de los casos son inmerecidos. Dos contrincantes pueden expresar opiniones totalmente opuestas acerca del mismo acontecimiento sin que ninguno de ellos tenga que ser necesariamente un embustero. Es casi imposible que dos partidos contrarios vean un problema bajo idéntico ángulo. Dos personas que examinen una montaña desde el lado Norte la primera, y desde el Sur la segunda, ¿acaso disputan y se acusan mutuamente de falsos porque uno ha visto nieve y el otro solamente peñascos? Es, sin embargo, lo que ocurre, si en vez de tratarse de una montaña nos referimos a un acontecimiento político o social. Tomemos como ejemplo el origen de la guerra. Cualesquiera que sean los hechos objetivos -¿y quién puede vanagloriarse de saber la pura realidad?-, lo cierto es que en virtud de una situación totalmente opuesta, del medio ambiente distinto, de sentimientos y experiencias dispares, los partidos A y B no los percibirán de la misma manera. Cada uno será ciego para ciertas actitudes, que por el contrario, atraerán la atención del otro o incluso serán inconscientemente exageradas. Cada uno alegará, especialmente, haber sido atacado, negando que el enemigo haya tomado las armas con el exclusivo objeto de defenderse. Semejante divergencia de opiniones deriva de la naturaleza de las cosas; el peligro está en no querer darse cuenta de ello.

Sin embargo, esto no indica que un reproche hecho por A a B deje de tener fundamento real. Pero aún no inventando el por qué de la censura, B puede ser de una perfecta sinceridad, gracias al fenómeno de la ceguera mental efectiva. Y si reconoce esta buena fe, su contradictor introducirá en el debate la condición indispensable no sólo para restablecer la verdad, sino también para lograr la reconciliación de los espíritus.

Enseñando a los pueblos a conocerse mejor, abriendo los ojos acerca de las causas ilusorias de su recíproca desconfianza, trabajando en la curación de la ceguera mental efectiva, la Sociedad de las Naciones y todas las instituciones internacionales que se formaron a su alrededor y con su apoyo, contribuyen a suprimir de las relaciones entre los pueblos, la más peligrosa de las causas de conflicto bélico.

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