Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo VIIICapítulo XBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO IX

TOLERANCIA

En vez de lucha por la vida, armonía para la vida. La discusión. El y el creo. Intolerancia de Rousseau. La verdad y lo verdadero. Opiniones. Las relaciones familiares. Mal humor e intolerancia. Determinismo del pensamiento. La verdadera tolerancia. Crítica de sí mismo.


116. La tolerancia es virtud que reclamamos con energía de nuestros adversarios y que nos rehusamos a practicar con ellos. Mucho facilitaría, sin embargo, las relaciones humanas. Más valiera que la pusiésemos en práctica un poco cada día en vez de imprimir en los diarios de Navidad la leyenda: Paz en la tierra y benevolencia entre los hombres. Pronto hará dos mil años que esto se repite, sin que la situación del mundo haya cambiado.

Cuando falta tolerancia hay perpetua guerra, entre los individuos tanto como entre los grupos sociales y los pueblos. En resolución, se trata del célebre struggle for life (lucha por la vida) que Darwin observó entre los animales y que se ha adoptado como línea de conducta para la especie humana. Pareciera haberse encontrado en esta ley natural -que tiene, no obstante, numerosas excepciones- una justificación cómoda de nuestro egoísmo. En cambio, de reinar la tolerancia existirían la paz y el progreso obtenidos con el concurso de todos, la armonía para la vida sustituyendo a la lucha, como con tanto acierto lo expresa la señora J. Hudry-Menos.

117. Con las personas que no piensan igual que nosotros fuera posible discutir, y de la discusión surgiría la luz. No irritándonos por las injurias de los demás, someteríamos sus ideas a la crítica benévola de nuestra razón. A veces permaneceríamos con nuestras opiniones por conceptuarlas fundadas, pero en otras ocasiones nos dejaríamos persuadir, calmando nuestra cólera y moderándonos. Comprenderíamos a los adversarios y expondríamos nuestros motivos sin acudir a ese áspero con el que ocultamos nuestra ignorancia, ni a ese otro creo al cual el adversario no tiene sino que responder: ¡Buen provecho os haga lo que creéis!.

Deteneos a pensar un momento en cómo cambiaría el aspecto del mundo si esa virtud que todos reconocen ser deseable obtuviera algo más que un buen éxito de estima. No veríamos ya personas inteligentes que se asombran mucho al saber que hay algo monstruoso en el conjunto de palabras guerras de religión tanto como en el de guillotina y culto de la diosa Razón. Hombres de muy opuestos pareceres -por fuerza los habría menos, ya que nos entenderíamos con mayor frecuencia- sabrían hacer caso omiso de sus divergencias, buscarían lo que les uniera y se ayudarían mutuamente en la persecución de un Ideal común.

Una forma de tolerancia, que es patrimonio de las personas bien educadas, es la consistente en no reñir con quienes no piensan igual que uno. Mas ¡cuán desdeñosa es esta tolerancia aristocrática! Hay una manera cortés pero más hiriente que una bofetada de dar a entender a los otros que son unos imbéciles.

118. A veces la tolerancia se debe sólo a un eclecticismo escéptico, un modo de no creer en nada. Tal tolerancia hace decir a los hombres inteligentes: En el fondo, lo mismo me da. Ahora bien, esta cortés indulgencia no es tenaz sino que desaparece así como las pasiones -en política, religión o filosofía- acuden a turbar el juicio.

Suele suceder lo propio con esa tolerancia que resulta de la vida en común con personas de opiniones diferentes: no siempre engendra verdadero respeto hacia las ideas de los demás sino que la imponen las circunstancias. Tocante a esto me escribía hace poco un clérigo, con cínica franqueza, que sólo aprobaba la tolerancia religiosa -en los países donde hay varias confesiones- cuando no se pudiera obrar de otro modo por razón del poder que el adversario tiene.

Los partidos políticos justifican su intransigencia alegando las necesidades de la defensa y el bien del país. Casi nadie se atreve a pregonar ya la intolerancia, pero siempre se halla forma de justificarla y excusarla, aunque no sea más que a título de represalia.

119. Muy otros son los conceptos en que la tolerancia sincera, total e innecesaria se basa. Dimana ésta con naturalidad del conocimiento del determinismo moral. Tan pronto como sé que mi adversario no puede, en el instante en que expone una opinión, profesar otra que la que resulta de su mentalidad innata o adquirida, me resigno a ello, pues fuera enormidad de mi parte exigir que al punto pueda pensar igual que yo.

Si Rousseau hubiera comprendido mejor la idea del determinismo no habría deslucido su Contrato Social con frases como ésta:
Hay que proscribir sin piedad de la República a todos los sectarios que dicen fuera de nuestra iglesia no hay salvación, pues que semejante intolerancia en punto a dogmas acarrea por fuerza la intolerancia en materia civil: la desigualdad, la injusticia y las disensiones.

No echó de ver que incurría justamente en la falta que a sus adversarios reprochaba, y líneas adelante se atrevió a escribir:
El Estado no deberá, por tanto, aceptar entre sus miembros sino a quienes adhieran a ese credo moral y social, y castigará con las mayores penas, incluso la de muerte, a quienquiera, tras haberle aceptado, renegare de él verbalmente o con su conducta.

¡He aquí el colmo de la intolerancia!

120. A cada paso olvidamos que las personas que nos hablan piensan con la cabeza que poseen y no con la nuestra; que ven las cosas desde otro ángulo de mira y con colores distintos. Olvidamos asimismo que pensaríamos como ellas si poseyéramos un temperamento igual al suyo, si hubiésemos experimentado idénticas influencias educativas: físicas, intelectuales y morales.

Podemos asombrarnos y apenarnos por el hecho de hallarlas tan lejos de nosotros y verlas rechazar opiniones que tenemos por fundadas e incuestionables. Pero no nos cabe nunca el derecho de responsabilizarlas de su ignorancia ni manifestarles desprecio, y si nos juzgamos en situación de poder influir en ellas, recordemos que una gota de miel caza más moscas que un galón de hiel. ¿No decía acaso San Francisco de Sales que más vale callar una verdad que expresarla sin dulzura y de mal grado?

Los hombres suelen asemejarse a dos individuos que se encontraran subidos a sendos collados diferentes para observar la campiña. Éste exclama:
- Mira allá lejos, aquel pequeño campanario.
Y el otro: - ¿Un campanario? Pero ¿qué estás diciendo, imbécil? Si es un pino...
- ¡Qué estúpido eres! Confundes virutas con chicharrones. Se trata de un campanario.
- Guárdate tus cumplidos, que es un pino.

Así pues, están a pique de trabarse en riña cuando por fin se les ocurre cambiar de collado, Y helos aquí cayendo en la cuenta de que ambos tienen razón y de que hubieran podido ahorrarse sus injurias, porque desde uno de los collados se divisa un campanario, y un pino desde el otro...

Tendríamos que recordar este pequeño apólogo cuando discutimos con nuestros adversarios. Aun si fueran éstos de mala fe deberían dicho defecto a su educación deficiente, y con malos tratos no se corregirá su espíritu.

121. La sola idea del determinismo moral basta para asegurar nuestra tolerancia. Pero tal virtud se apoya además en otra idea, a saber, la de que no existen verdades absolutas fuera de los hechos.

Se comete un error al considerar la voluntad como una facultad, cuando no es más que un instante en el pensamiento. Y en otra equivocación se incurre al dar sentido concreto a la palabra verdad, la cual sólo constituye una abstracción y designa una relación.

La verdad -expresan los filósofos- es el acuerdo del pensamiento con sus objetos. Con más precisión todavía dijo Leibnitz: Es el acuerdo de las representaciones que están en nuestro espíritu con las cosas.

Por licencia de lenguaje se emplea en esto el sustantivo, por cuanto es el adjetivo el que designa la relación de las cosas. A quien haya juzgado a derechas una situación sería más exacto manifestarle lo que habéis dicho es verdadero que no dijisteis la verdad.

122. Por vía de ejemplo supongamos algunas personas que se pasean y distinguen entre la bruma una masa oscura. La primera dice: Es un coche. La otra, en cambio: Son mulos. Al paso que una tercera cree columbrar a un grupo de hombres. Se trata de otras tantas opiniones, ninguna de las cuales se ha probado. Los paseantes se acercan poco a poco al objeto en cuestión, le alcanzan y verifican ser un coche. De suerte que tenía razón el que habló en primer término: dijo algo verdadero. Por tanto, no existe una verdad sino que hay un hecho material, la presencia del tal coche, y la experiencia ha demostrado que el primer observador había visto bien, que existe una conformidad debidamente comprobada entre su opinión y el hecho.

Por consiguiente, está claro que sólo podemos decir es cierto, habéis dicho la verdad cuando nos es posible ir a ver y establecer sin resquicio a dudas la existencia del hecho.

De modo que la verdad absoluta no puede ser concebida sino en el orden de los hechos materiales directamente verificables o en el dominio de la ciencia matemática, que procede a la demostración por la vía lógica. Son éstas las únicas verdades reconocidas por cuantos se hallen en posesión de su buen sentido: entre los chinos y japoneses el álgebra es por fuerza la misma que entre los europeos.

123. Todas las ideas cuya concordancia con los objetos no puede ser demostrada por la experiencia, el cálculo o esa intuición lógica que se llama buen sentido, son opiniones, ideas personales. Calificarlas de verdades constituye un abuso.

En consecuencia, no tenemos ningún derecho de imponerlas a los demás y censurarlos cuando no las reconozcan. Para uso personal podemos considerarlas verdades, basar en ellas la totalidad de nuestros convencimientos y conducta y sentirnos felices con la aplicación de tales nociones. Cábenos asimismo el derecho de difundirlas, de transmitir al prójimo lo que juzgamos ser útil y saludable; en suma, de hacer prosélitos. Si somos sinceros, nos sentiremos impulsados a ello por altruismo.

No basta ser escéptico y decir, con Voltaire, que todos estamos hechos de debilidades y errores. Perdonémonos mutuamente nuestras tonterías. Es ésta la primera ley de la naturaleza.

124. No podemos tener por tonterías a las opiniones que profesamos en el momento en que nuestra razón nos las dicta. Sin embargo, estemos dispuestos siempre a revisarlas cuando hayamos reconocido nuestro error. Pero, en tanto estimamos pensar con justeza, es lícito que conservemos nuestro convencimiento y le defendamos con calor mediante las corteses y leales armas de la discusión.

Frente a las innumerables incógnitas de los problemas sociales no nos hallamos cerca de entendernos. Cuando la intolerancia de los adversarios nos fuerce a ello habremos de resistir, y en ocasiones hay que oponer la fuerza a la fuerza. En los conflictos entre partidos, así como entre pueblos, la lucha puede tornarse épica, en cuyo caso produce héroes. Por desgracia, el análisis histórico pone de manifiesto que con harta frecuencia el pueblo sugestionable se dejó embaucar por algunos gobernantes y que las guerras han sido determinadas por motivos triviales.

Bien es verdad que hay valentonada en la respuesta que dio un soldado francés a la pregunta: ¿Qué es la bandera? Dijo: Aquello por lo cual marchamos al sacrificio. Pero resulta penoso saber que tantas buenas gentes ofrendaron su vida por un príncipe ambicioso o bien por intrigas diplomáticas en las que sólo intervenía el interés de unas pocas personas o de una clase social.

Y es el colmo que dos beligerantes que desobedezcan a sabiendas los más elementales preceptos de la moral cristiana y racional imploren para sus armas la protección del Dios de los ejércitos. Ello era lógico en la época en que Marte flirteaba con Venus, pero actualmente constituye un anacronismo.

125. Por suerte, los grandes conflictos sociales no se dan con frecuencia sino que rara vez turban la pequeña felicidad burguesa a que aspiramos todos. Incluso existen muchos que en modo alguno se ocupan de política ni del movimiento de las ideas. Y toman su indiferencia por estoicismo.

Pero la guerra se torna desastrosa en las relaciones familiares, en ese santuario donde nos gustaría encontrar descanso. Allí la paz se ve turbada a diario. En gran número de familias rechinan los engranajes y la máquina funciona trabajosamente.

No me refiero a esas catástrofes -frecuentes, sin embargo- que terminan con la ruptura de los lazos familiares y denotan ya en el uno, ya en el otro, o en todos -marido y mujer, padres e hijos, hermanos y hermanas- un verdadero desequilibrio moral. Sólo hablo de esas vidas relativamente felices en que todo discurre dentro del orden y conforme a la moral burguesa; de los hogares en que pareciera inclusive reinar la más bella armonía.

Al observarlos de cerca hallamos en esos ambientes apacibles no sólo el choque de las opiniones -lo cual constituiría un bien- sino el mal humor que la intolerancia mutua produce.

126. Nos irritamos cuando otros no comparten nuestro dictamen o preferencias, aunque para defendernos repitamos que sobre gustos y colores no hay nada escrito. Les mostramos -aun cuando no sea más que por la expresión desapacible de la fisonomía- la impaciencia que su oposición nos causa. El humor se altera por una y otra parte y las disensiones se profundizan. Cansados de tanta lucha, dejamos que la indiferencia siente los reales así en el hogar como en el círculo más extenso de la familia y en el grupo de nuestros amigos.

Sin duda, las divergencias de opiniones y modos de sentir son a veces tan hondas que es preferible el rompimiento. Hay uniones familiares o de amigos de las que nada bueno resulta para el uno ni para el otro, como tampoco para nadie. En esos casos es mejor la separación.

A despecho de ello siguen juntos, porque es necesario. .. Y entonces sobreviene la guerrilla, poco peligrosa pero enervante; los alfilerazos de todos los días. Ahora bien, para evitarse este suplicio no basta comprender las ventajas de la tolerancia reciproca y querer ser pacientes. Constituye un loable propósito el que deseemos ser virtuosos, pero fatiga, como sucedería con un esfuerzo muscular continuado, que se sostuviera voluntariamente. Para que pierda el carácter de esfuerzo a la larga imposible precisa que sea automático, como lo que se ha denominado el tono muscular inconsciente. Ha menester que resulte de una idea fundamental, que traiga consigo naturalmente esa tolerancia y la haga cada vez más fácil y menos fortuita.

127. Esta idea-madre -la del determinismo del pensamiento- nos permite comprender que el estado de alma de nuestro interlocutor tiene sus causas profundas e inevitables en su pasado fisiológico y psicológico. Irritarse por el error del prójimo resulta tan absurdo como disgustarse con un tonto por el hecho de que sea tal. La única diferencia reside en que el tonto no se volverá inteligente a pesar de vuestras críticas en tanto que quien piensa mal acaso cambie de opinión. Mas no olvidéis que hace falta que le presentéis la vuestra en una forma aceptable. Y sólo lo conseguiréis respetando lo que con infantil altivez llama su libre albedrío, vale expresar, dejándole que evalúe vuestros argumentos y se apasione por las ideas que hacéis desfilar ante los ojos de su intelecto. Si sigue fiel a las suyas propias, tened la certeza de que no ha podido hacerlo de otra manera. Será preciso que os resignéis ante esta ineluctable divergencia y viváis en paz con vuestro adversario.

128. Empero, la tolerancia no se detiene ahí: no sólo critica benévolamente las opiniones de los demás; antes por el contrario, nos lleva al examen de nuestra mentalidad. Entonces echamos de ver -a menudo con asombro- que somos tan testarudos como el adversario, y que al discutir con él le exigimos un esfuerzo de conversión del cual probablemente seríamos nosotros incapaces.

No en todos los casos concluiremos de aquí que nos corresponde ceder, pero al menos comprenderemos la necesidad de vigilar nuestro espíritu y reanudar de continuo el trabajo de reflexion lógica, ayudándonos precisamente de las opiniones ajenas, por distintas que sean de las nuestras. El que con cualquier pretexto se niega a esta incesante revisión de su pensamiento, despreciando de inmediato el dictamen del prójimo, es un intolerante, que obsta no sólo el progreso intelectual (que se efectuará prescinciendo de él) sino además el moral, que dimana justamente de ese acuerdo cada vez más íntimo entre los hombres.

La verdadera tolerancia nos torna más severos para con nosotros mismos que respecto de los demás, pues nos resulta más fácil influir en nuestra mentalidad que no en la ajena. Podemos autocriticarnos sin miramientos y sin riesgo de lesionar nuestra susceptibilidad.

Usemos, pues, de la ironía, de la dialéctica acerba -que tan bien sabemos manejar para con nuestros adversarios- en corregir la propia mentalidad y rehacer nuestras ideas.

Es éste el modo de ir cada vez más adelante por la senda del perfeccionamiento moral.
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