Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo VIICapítulo IXBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIII

PENSAMIENTO MEDITATIVO

La máquina mental. Trabajo y descanso. Necesidad de formar el carácter. Hay que reflexionar antes, durante y después de la acción. Distracciones y deportes. Lecturas. Los filósofos antiguos. Critiquémonos a nosotros mismos, no al prójimo. Urge la enseñanza moral.


103. No es preciso incitar al hombre a que piense. Suponiendo que duerma ocho horas, piensa sin interrupción las dieciséis restantes de la jornada. Y cuando duerme sueña todavía con lo que constituyó antes el objeto de sus preocupaciones.

A veces fuera de desear un instante de reposo para esta máquina mental en perpetuo movimiento. El corazón, esclavo condenado a dar sus latidos regulares todos los días y noches de una vida, pudiera mover a piedad, pero por lo menos él no siente, ya que, al modo del animal doméstico, no tiene conciencia de su miseria. En cambio el alma, por desdicha, se siente pensar. Se compadece de su propia suerte cuando se halla sumida en la tristeza, y si goza, empaña la alegría de lo presente con la pena del pasado y el temor de lo por venir. Nuestro pobre cerebro no lleva una vida fácil, y lo que me sorprende no es que haya tantos desequilibrados sino que nuestra mente resista al continuo rodar de ideas y a las emociones que las acompañan; en resumen, a esa actividad febril y con frecuencia desordenada.

104. Hay que vivir, ganarse la vida, de ahí que el pensamiento del hombre se concentre ante todo en su actividad profesional. No bien despierta por la mañana se apoderan de él los cuidados de la existencia y le empujan al trabajo. Se pueblan las calles de personas afanosas, preocupadas las unas, que parecen aceptar su tarea sólo como una molesta carga, y las otras mejor dispuestas, que marchan al trabajo como si fueran hacia un placer.

Porque en sí mismo trae deleites el trabajo. Satisface así las aspiraciones ambiciosas como las preferencias artísticas y los sentimientos altruistas de deber. Con él se mezcla la bienhechora costumbre, que hace cada vez más fácil la actividad y disminuye la fatiga.

En los instantes de descanso en que escapa el hombre a su carga cotidiana se vuelve niño y se divierte con una nadería. Corre hasta perder la respiración para asistir al paso de cuatro individuos precedidos de un tambor. Se suma a un grupo de curiosos que miran hacia el río sin ver nada inusitado. Gusta sobremodo de cualquier espectáculo, de disfrutes materiales: banquetea y se achispa, flirtea o juega. Divide la jornada entre el necesario trabajo y el solaz, a menudo pueril y en ocasiones culpable.

Los mejor dotados son aristócratas en sus placeres: se interesan por las bellas artes, por las cosas serias. Saben hallar algunas rosas entre las espinas y, sin embargo, con frecuencia se aburren más que esos otros que, menos evolucionados, gozan candorosamente de la vida. Aquéllos sufren todavía más con todas esas contradicciones íntimas a las que se ha llamado desarmonías de la existencia.

105. Para nuestra dicha no son suficientes ni el pensamiento vulgar, poco elevado, que dirige nuestra actividad profesional, ni esa tensión de espíritu y la asiduidad que hace de cada uno de nosotros un estadista o científico, un artista o industrial, un comerciante o artesano. No basta que ejerzamos nuestro oficio, que cumplamos la labor material como soldados del regimiento humano. Tampoco es suficiente haber hallado algún modo de distraerse sin caer en el vicio.

No. Algo hay más necesario aún, más útil para la felicidad de todos, y este algo es adquirir las virtudes que facilitan las relaciones humanas y nos procuran la satisfacción íntima, superior a todos los goces epidérmicos y contingentes. En una palabra: se trata de formar nuestro carácter.

106. En un librito muy sugestivo (El Carácter. Librería de la Viuda de Ch. Poussielgue. París, 1905.) el padre Guibert, superior del Seminario del Instituto Católico de París, escribe:
Llegamos a definir el carácter como la resulta habitual de las múltiples propensiones que se disputan la vida de un hombre. Dar a las tendencias favorables al bien preponderancia sobre las inclinaciones viciosas, tal será, pues, la regla fundamental que se plantee para la formación del carácter.
Y más adélante agrega:
A los seres mundanos, de ordinario tan dispersos en la frivolidad o tan absorbidos por el trabajo, el mejor consejo que pudiéramos ofrecerles es que se impongan como inviolable deber un cuarto de hora de reflexión por la mañana y cinco minutos, cuando menos, al concluir la jornada.

Por mi parte, no recomendaré este procedimiento, que recuerda la regla monástica, porque en nuestra agitada existencia no siempre podremos reservar esos pobres veinte minutos, y una meditación tan corta resultaría asaz insuficiente para nuestro desarrollo moral al que precisa dedicar horas enteras de reflexión.

107. Dentro de las veinticuatro horas del día las encontraremos con facilidad sin descuidar en un punto nuestro acostumbrado trabajo. Consagremos a este pensar meditativo no determinado lapso sino esas sobras de tiempo que tan malamente empleamos en las horas de vigilia, los instantes de pensamiento vago en que nuestro espíritu hace rabona y, como el pilluelo que falta a la escuela, no en todos los casos deja de cometer tonterías. Hay que reflexionar siempre: antes, durante y después de la acción.

Preguntaban a Franklin (otros dicen que a Newton) cómo había llegado a ver tan claro en los problemas de la ciencia física. Pensando siempre en ellos, fue su respuesta.

Lo propio ocurre en el orden ético. Sólo nos acercaremos al Ideal pensando siempre en él, examinando todo a su luz. El Ideal alumbra nuestro camino, hace que evitemos las faltas, y aquellas en que incurrimos no son del todo deplorables si, admitiendo haber tomado un rumbo falso, deseamos volver a hallar la buena senda. El comienzo de la salud es el reconocimiento de su falta, dijo Epicuro.

Por ende, necesitamos de un continuo examen de conciencia, y si se hace con sensatez no conducirá en modo alguno al escrúpulo enfermizo, a ese puritanismo de mal talante que viste a la virtud con ropa tan austera que nos sentimos tentados de echarnos en brazos de la amable locura.

108. Cuando nos forjamos nuestro Ideal moral, por haber paladeado el encanto de las virtudes y experimentado la dicha que éstas proporcionan, no obedecemos ya como de mala gana a una regla severa, a un imperativo pedante, sino que seguimos la propensión natural de nuestros deseos y nos dejamos llevar por esa vida virtuosa.

Antes de obrar en cualquier dominio consideramos de un vistazo las consecuencias cercanas y remotas de nuestras acciones. Actuamos, si así vale decirlo, por manera automática, bajo la sola presión de los sentimientos éticos acumulados en lo más íntimo de nuestra mente. En la acción, el detalle de los actos y movimientos que ejecutamos se encuentra en cierto modo regulado de antemano, sin que tengamos que hacer un esfuerzo para acordar nuestras acciones a nuestro pensar habitual.

Una señorita que no tiene en verdad nada que reprocharse pero que, según parece, halla algún encanto en el fantasear, me decía:
- Pero, entonces, ¿hemos de esforzarnos por permanecer siempre en los carriles?
- Sí, señorita, a menos que prefiráis descarrilar...
(Además de la acepción castellana académica de salir fuera del carril un tren, tranvía, etc., el verbo descarrilar (dérailler) tiene en francés otra figurada, que significa salirse de la buena vía, del buen camino. Sin duda en este sentido se emplea aquí y en el párrafo siguiente. N.d.T.)

Por desdicha, todavía seguiremos descarrilando con frecuencia, y no hay temor de que el cultivo de nosotros mismos se torne hasta tal punto eficaz que haga a la virtud vulgar y aburridora. Nunca faltarán temas a los novelistas futuros. Pero evitemos al menos descarrilar por negligencia moral o afición a lo extravagante.

109. Después de la acción, no nos durmamos sobre los laureles que nos hemos adjudicado o que con harta ligereza se nos conceden. Porque entonces debe intervenir útilmente la crítica de sí mismo.

En los sinnúmeros momentos de ociosidad que espigamos en el curso del día, ora al despertar, ora cuando procedemos a nuestro atuendo personal, ya en la calle, ya en las ocupaciones que no exigen que nuestra mente se concentre del todo en ellas, o bien al término de la jornada; en todos esos instantes, lancemos un vistazo sobre lo que hemos hecho. Mas no debemos contentarnos con un rápido satisfecit (Voz latina. Es la atestación que se da en testimonio de satisfacción; parce, cédula que en concepto de premio otorgaban los maestros de gramática a sus discípulos y que les servía como absolución de alguna falta ulterior. N.d.T.) o aceptar sin reservas la aprobación ajena, su reconocimiento. La misma alabanza no debe cegarnos, sino que nos es posible sacar a luz los motivos secretos que nos llevaron a obrar y que no siempre son tan nobles como en el primer momento parecen.

Por vía de ejemplo pongamos a un médico que ha atendido abnegadamente a cierto enfermo, pues, como todos los días repiten los periódicos, los médicos son siempre pródigos en sus cuidados. El enfermo en cuestión está contento y atestigua su gratitud de palabra o por medio de una carta conmovedora. Muy bien, pero ¿esto es todo? ¿Le basta al doctor embolsar esos cumplimientos y pavonearse con la conciencia de su propio mérito?

En modo alguno. No tema este profesional hacer la crítica de sí mismo. Quizá compruebe que la situación social de su cliente no ha dejado de influir en la solicitud, tan altruista en apariencia, con que le atendió. Y otro día se sorprenderá incluso en flagrante delito de vanidad, por haber sido su preocupación mayor el formular un diagnóstico científico y poner de relieve su superioridad sobre ciertos colegas que están en candelero.

110. Pero esto es humano -dicen- y excusable. Cierto. Mas sólo excusamos luego de haber acusado. No por ello deja de ser tarea de todos el depurar de continuo nuestros motivos de acción.

¿Es cosa en extremo difícil? ¿Requiere una aptitud especial para el análisis psicológico, accesible tan sólo a ciertos espíritus?

No. Todos tenemos increíble agudeza crítica cuando se trata de inquirir no nuestra propia conducta sino la del prójimo. Todos somos unos La Rochefoucauld en miniatura cuando nos ponemos a rebajar a los demás, a denunciar en sus actos los móviles egoístas que les atribuimos.

Ahora bien, ¿no resulta sospechoso el conocimiento del corazón humano que de tal manera demostramos? ¿No será que hemos estudiado en nosotros mismos esos feos defectos? Y ¿es caritativo que los atribuyamos tan de ligero a los demás? Son éstas otras tantas cuestiones que a diario debemos resolver cuando hemos comprendido el valor de dicha meditación moralizadora. Y no se objete que nos falta tiempo, puesto que tan bien sabemos encontrarle para hablar mal del prójimo.

111. Me asombran las horas qqe cotidianamente se dedican a adquirir virtuosismos menos urgentes, al paso que se piensa tan poco en esa obra necesaria que se denomina la formación del carácter. Nuestras jovencitas se esfuerzan por aprender a tocar el piano, entregándose horas enteras a ejercicios tan fastidiosos para ellas como para sus vecinos. Lo cual estaría bien si por lo menos alcanzaran su objetivo y lograran producir placer, pero la mayoría renuncian, a menudo muy tarde ya, a ese estudio desprovisto de toda utilidad. Las hay también que se apasionan por la pintura y no hacen sino aumentar el número de los mamarrachos pictóricos. Elegantes ridículos de uno y otro sexo se afanan en el tenis, mas no he visto que en la práctica de dicho deporte adquieran la gracia y belleza de los jóvenes atenienses que de la palestra retornaban.

En cuanto a los obsesionados por la ambición de la virilidad, de la educación a la inglesa, se entregan al fútbol, al remo o al ciclismo, y los diarios relatan sus partidos con equipos nacionales o extranjeros. Hacen esgrima, gimnasia sueca u otra... ¡qué sé yo cuánto más! Hasta se me ha dicho que hay cursos para enseñar a trinchar aves.

112. Lejos de mí el propósito de querer condenar las más de tales distracciones, que tienen su utilidad. Pero confesemos que de ningún modo incitan al pensamiento meditativo de que tanto necesitamos y el cual no resulta hacedero ni en medio de la agitación deportiva ni en el rumor de los salones mundanos. Precisamos más soledad, más reflexión íntima y personal.

Y menos lecturas. Claro está que conviene conocer lo que otros han pensado, pero, dentro de esa cultura literaria habría que acudir menos a los novelistas -que con tanta frecuencia engalanan el vicio- que a los moralistas de todos los tiempos, y en especial modo a los filósofos antiguos, quienes han descrito el alma del hombre como los artistas de su época fijaron en el mármol las formas ideales del cuerpo humano.

Toda nuestra mentalidad se expone a plena luz en las enseñanzas de aquellas dos escuelas rivales que fueron los estoicos y los epicúreos, así en el Manual del esclavo de Epicteto como en los Pensamientos del emperador Marco Aurelio. Y Séneca los resume en sus admirables cartas a Lucilio, en los penetrantes estudios que acerca de la ira y la tranquilidad de ánimo hizo, así como en su tratado De los Beneficios (En castellano puede verse: Lucio Anneo Séneca, El Libro de Oro / seguido de los / Pensamientos Escogidos / y del tratado / De los Beneficios. 2ª edición, Librería Bergua, Madrid, 1936. Estudio biográfico preliminar por Juan B. Bergua. Firma la traducción de los Pensamientos y del tratado De los Beneficios Aurelio Báig Baños. N.d.T) Hay en esta obra de nuestros mayores un tesoro inagotable de pensamiento justo y delicado.

113. Pero, sobre todo, en medio de la agitada existencia que llevamos, indaguemos de continuo en los hondones de nosotros mismos. Critiquémonos sin piedad y corrijamos nuestros defectos. Sepamos reconocer, con total sinceridad ante nuestra conciencia, los secretos resortes que nos mueven a actuar. Renunciemos a la obra tan vana como ruin de practicar esta crítica en lo atañedero a los demás. Volvamos la mirada escrutadora hacia el interior de nosotros. El descubrimiento de nuestras faltas no nos llevará al desánimo si sabemos encarar el porvenir, mejorándole por medio de las enseñanzas del pasado, y vivir teniendo presente siempre nuestro desarrollo moral.

Cuando se ha comprendido a derechas la absoluta urgencia de este cultivo del yo ético, el pensamiento meditativo se torna una necesidad, un hábito moral. La reflexión se asocia tan fácilmente al acto que no retrasa las reacciones psicológicas. Antes al contrario, son ellas tanto más rápidas cuanto que se hacen habituales. El constante desvelo por moralizarse en lo íntimo no disminuye en un punto esta espontaneidad aparente, que resulta de la rapidez con que los pensamientos se suceden los unos a los otros, y el acto a aquéllos.

114. Continuamos obedeciendo a nuestros sentimientos, a esas ideas que se han hecho cálidas de puro haberlas meditado. De suerte que se establece en nosotros un como automatismo psicológico de la virtud.

Dicho automatismo puede verificarse ya en bastantes dominios, en casi todos los individuos que sólo han experimentado la influencia moral más ruda y primitiva. Muchas personas no se abstienen de delinquir tan sólo por temor al gendarme, sino que la idea del robo ni siquiera les pasa por la mente, tan firme ha arraigado en su alma el sentimiento de que no está bien. La mayoría de los hombres somos incapaces de matar, de hurtar cosa alguna al prójimo, de faltar a sabiendas a la palabra empeñada. No necesitamos ningún esfuerzo para combatir esos impulsos innatos que tan poderosos son en el hombre inculto.

¿No podría ocurrir lo propio con un lento cultivo del yo moral y la práctica de otras virtudes, como la tolerancia e indulgencia, la paciencia, castidad y bondad? ¿No adquirirían éstas el carácter de automatismos psicológicos? No veo qué pudiera impedir por completo y siempre el progreso ético, porque tales virtudes, como el respeto hacia el bien ajeno, emanan de bases racionales.

115. En el último siglo de civilización y progreso material se ha descuidado en demasía la moral, que hasta parecería olvidada. Un prelado romano que personifica la intransigencia del clero, comentando la ruptura de Francia con la Iglesia, confesaba:
Debemos reflexionar seriamente acerca de nuestra conducta. Hemos cometido el error de poner en primer plano las preocupaciones dogmáticas, dejando harto poco lugar a la enseñanza moral. Y ahora cosechamos lo que sembráramos.

En bien de la humanidad es menester que se repare tal error y se cultive el terreno descuidado. En este campo toda cooperación es buena, venga de donde viniere, y los racionalistas pueden tender la mano a los creyentes, con tal que estos últimos sean sinceros y sepan ver en la ética la joya del pensamiento religioso o filosófico.

Esforcémonos, pues, en pensar bien; he aquí el principio de la moral, ha dicho Pascal.

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