Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo IX | Capítulo XI | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO X
INDULGENCIA
Indulgencia y tolerancia. Responsabilidad y falta. Comprenderlo todo es perdonarlo todo. Dificultades de la educación. Los cambios de humor. Indulgencia determinista. Impresionables e incomprendidos. Presente, pasado, porvenir. El determinismo no es un impedimento para la moral.
129. La indulgencia es con relación a la conducta de los demás lo que la tolerancia respecto de sus opiniones. Deriva del mismo principio: el determinismo del pensamiento, que implica necesariamente el de los actos.
La intolerancia es causa de continuos rozamientos que en bien de todos podríamos evitar. Pero estos inconvenientes suelen ser soportables. Cuando no tengamos que enrostrar a otros más que sus opiniones, podremos perdonárselas en homenaje a nuestra tranquilidad y la de ellos.
La falta de indulgencia perturba más profundamente aún las relaciones socíales. Arrastra a las peores injusticias y crea situaciones a menudo trágicas.
El educador que permanece aprisionado por la idea imprecisa de la responsabilidad a secas no puede llegar sino a una indulgencia tornadiza, accidental y por lo mismo injusta en grado sumo. Acumula reproches sobre el culpable y le hace sentir toda su ignominia. Pero a veces, comprendiendo que ha ido demasiado lejos realiza, si así vale decirlo, un esfuerzo de bondad: suaviza el tono y semeja perdonar, mas a condición de que no se reincida en la falta. Exige obediencia a normas morales cuyo carácter imperativo afirma sin establecer las razones que deben hacer amar ese Ideal moral. En lo que mira al culpable, experimenta éste la rudeza de la admonición y cae con facilidad en ese estado de rebeldía que tan desfavorable es a toda obra de corrección de sí mismo.
130. Nada más triste que la existencia de esos desdichados a quienes no supieron tomar y dirigir por la buena senda. Se acudió a la autoridad -siempre mala, pese a los buenos éxitos momentáneos que pueda proporcionar- en vez de valerse de la persuasión benévola. A menudo, tras haber perdido años valiosos, nos vemos en la precisión de admitir que hemos tomado por una ruta falsa. Se renuncia a la idea de hallarse frente a un carácter defectuoso para admitir un estado enfermizo -neurastenia, desequilibrio-, sin advertir que se establece así una distinción por entero artificial.
Todo cambia de aspecto y se torna claro -sin que haya el menor corte en el pensamiento- cuando se ha comprendido el determinismo y se reconoce que el acto sólo constituye la desembocadura de la idea y que en el momento en que obra no puede el hombre obedecer a otra idea que a aquella que al presente le visita, por mala que fuere.
Sí -me escribe un amigo-, la noción del determinismo es motivo de indulgencia infinita para con los demás y constituye, por tanto, un venero de bondad. Mas ¿no corremos el riesgo de que nos haga sobremanera indulgentes para con nosotros mismos? En efecto, tan impregnados estamos de la vana idea de responsabilidad y de la no menos imprecisa noción de falta, que se experimenta cierta dificultad para pensar en todos los casos conforme a los datos del determinismo. Hay que romper con hábitos añejos para acostumbrarse a esta noción. Hasta pareciera necesario modificar el lenguaje, lo cual sería a la vez muy difícil y completamente inútil.
131. Repito que podemos conservar el término libertad si con él queremos significar que nuestra actividad no es obstada por ningún impedimento ajeno al propio yo pensante, vale decir por imposibilidades materiales: una enfermedad corpórea o aun una dolencia mental cierta, que turbe por un lapso más o menos prolongado el mecanismo de nuestro pensamiento.
Acepto plenamente la voz responsabilidad con tal que se distingan y precisen las sanciones sin las cuales aquélla no existe. En vez de una he admitido tres responsabilidades .(Véanse los §§ 52 a 55. N.d.T.) No pido que quiten del diccionario el vocablo voluntad, pero precisa que se explique lo que quiere decir. Fácil es ver que el motivo, que no creamos nosotros, precede a la volición, y que esta última es determinada por el motivo. (Véase el § 51. N.d.T.)
La dicción falta conserva todo su valor, pero se hace necesario especificar su significado. Epicteto ha dicho: Engañarse es una falta. Para evitar todas las faltas de esta índole se aplicará el estoico al estudio de los silogismos, a la resolución de los razonamientos capciosos y a la más sutil dialéctica. (Manual de Epicteto, p. XXIII, trad. [al francés] de Guyau, Ch. Delagrave, París.) Vale expresar que para esto es menester la inteligencia moral, que se adquiere mediante la voluntad pero que no nos conferimos voluntariamente.
132. La indulgencia racional no se dirige en modo alguno al acto en sí considerado como malo. No se trata de una indiferencia frente al mal, como la de esos escépticos a quienes no anima ningún deseo de moralización y que, disuadiendo de todas las iniciativas a los demás, repiten esta frase vulgar al marcharse: Hay que ser indulgente con los jóvenes. Y también: Adonde fueres, haz lo que vieres. O si no: Homo homini lupus. (El hombre es un lobo para el hombre. Pensamiento de Plauto. Asinaria, II, 4., 38. N.d.T.) Preferiría la expresión misericordia para todos los pecados, siempre que no la empleasen con el objeto de excusar por anticipado la totalidad de los vicios.
El determinista conserva, al contrario, intacto en sí el horror al mal y la noción ideal del bien, cuya realización busca imperturbable, tanto para sí propio como para los demás. Quiere cooperar con todas sus fuerzas -y pese a cuantos fracasos pueda experimentar- al perfeccionamiento ético de la personalidad humana. Ante sus ojos brilla el faro del Ideal moral con fulgor que aumenta a medida que su conciencia se va enriqueciendo con las verificaciones de la experiencia.
Ante el culpable, el caído, encuentra el determinista toda su indulgencia y olvida el pasado, por horrible que éste pueda ser, para no pensar sino en lo futuro. De una ojeada advierte los influjos físicos, intelectuales y morales y las contingencias del medio que hicieron del individuo lo que hasta ahora ha sido, sin que de esto infiera que tales influjos y contingencias van a continuar obrando en él más adelante. Impelido por la clara y sana visión del determinismo, pasa con amplio ademán la esponja de la indulgencia plenaria sobre el pasado ajeno. Comprenderlo todo es perdonarlo todo, ha dicho el padre Lacordaire.
133. El culpable está ya castigado, o lo será... Ha de sufrir los efectos de la responsabilidad frente a la sociedad, la cual debe punir, tanto porque necesita defenderse a sí propia como para determinar -cierto es que por medios todavía sumarios- la obediencia a leyes necesarias. Según su mentalidad, el culpable sufrirá colérico tales sanciones o las aceptará reconociendo el mérito de las nociones morales que las han dictado.
El mismo delincuente padece, bien en lo físico, bien en lo moral, por causa de su situación, ya sea debido a que experimenta las consecuencias naturales del acto culposo, ya por razón de que siente ese remordimiento que con más frecuencia de la que se cree carcome al culpable, mientras que a los ojos de los demás hace gala de cínica indiferencia.
De acuerdo con lo que piensan los creyentes, sufrirá en otro mundo las sanciones desconocidas que su acto pueda merecer, asunto éste que no estamos en condiciones de tratar ni siquiera someramente, tan temerario sería prejuzgar los designios de una Divinidad. Pero ¿por qué añadir el inútil desprecio a los sufrimientos que tarde o temprano alcanzarán al culpable y que le han trabajado ya el ánimo? ¿No es éste un cobarde insulto de que se hace víctima a quien no puede defenderse?
Sabiéndolo o no, cada uno de nosotros cumple en la vida el rol de educador. Los padres lo ejercen para con sus hijos, los maestros respecto de sus alumnos, los clérigos con relación a sus fieles. Tal influencia educativa interviene -si bien menos reconocida- así entre cónyuges como entre hermanos y hermanas y también entre amigos. En ocasiones es subrepticia y se ejercita en sentido opuesto, en cuyo caso los hijos obran en sus progenitores y Mentor sufre sin darse cuenta el yugo de Telémaco.
134. Goza el médico de una posición privilegiada para apreciar las dificultades de la educación, descubrir los hilos ocultos que mueven al títere humano y tirar de los que corresponden, esto es, de aquellos que producen los movimientos adecuados al papel que se representa. Cuando no se confina en la cirugía -arte manual- ni se complace en esa medicina artificial que sólo recurre a los agentes físicos o a la farmacia, comprende el rol inmenso que desempeña la mentalidad, no únicamente en la conducta moral sino además en los estados patológicos que son consecuencia de ésta. Pronto advierte que no siempre le llevan verdaderos enfermos sino personas sanas que piensan mal, no sólo dementes comprobados sino esos otros a quienes se denomina hoy semilocos. Y su lógica le fuerza a afirmar que cuando se habla de semi habría que pensar en fracciones cada vez más pequeñas, por donde infiere que no hay otra cosa que grados (y no una diferencia esencial) entre un carácter defectuoso y la enfermedad psíquica.
En todos los casos en que el hombre piensa y obra mal, en que se sale de la vía ideal del bien, el determinista echa de ver las causas que han traído tal desviación. Sabe que no es factible suprimir los errores pasados sino que sólo para el porvenir se puede hacer que intervengan nuevos motivos determinantes.
135. Desde el punto de vista teórico, y dejados aparte los recursos físicos propios para secundar la obra moral (que pueden ser útiles así para el defecto como para la enfermedad), el tratamiento será idéntico. Tiene por objetivo la corrección de la idea falsa, la ortopedia moral, y para perseguir dicha finalidad no disponemos de otra arma que nuestra razón, que el cultivo de sí mismo pule cada vez más.
No lo conseguiremos -o sólo difícilmente- cuando la deformación mental dimane de causas físicas o psíquicas demasiado poderosas, debidas ante todo a la herencia, a la enfermedad cerebral. En cambio, tendremos mejor éxito si el mal sólo se origina en la fatiga, en estados enfermizos pasajeros, en una psicastenia mantenida por condiciones enojosas de educación, de contagio moral.
Apartando al sujeto de la acción del medio, procurándole el reposo que favorece el trabajo del pensamiento, podemos hacer que guste de nociones para él nuevas, no dictándoselas como verdades absolutas sino sometiéndoselas con el carácter de aceptadas por nosotros, como conceptuadas bellas por personas que el sujeto ame y respete, haciendo espejear ante sus ojos las ventajas, a menudo materiales -ora buen éxito en una carrera, ora posición social-, pero sobre todo morales -la felicidad íntima y permanente-, que de su conversión al bien resultarían. A él toca inflamarse, si puede, por esas ideas directrices.
136. Para emplear una palabra de que se abusa hoy, sólo obedecemos a las sugestiones extrañas cuando se han convertido en autosugestiones. No basta que conceptuemos justos los dictámenes que nos someten. Hay grados entre la comprensión y el convencimiento profundo. Precisa que en ello intervenga el sentimiento:
que seamos arrebatados...
Al comparar al hombre frente a las ideas con un príncipe en presencia de varias señoritas entre las que debía elegir con cuál casarse, he dicho que lo haría con la que le gustase. Pero alegan que no es posible imponer el amor. Podemos esforzarnos por estimularlo en aquel a quien deseamos casar, alabarle los encantos de la moza o secretearle al oído a cuánto asciende la dote. En lo que hace al resto, es cosa suya. Escapa a nuestra jurisdicción para volver a entrar en la de su propia mentalidad. He ahí lo que llama el hombre su libertad.
Carecemos de indulgencia y paciencia para con nuestros semejantes cuando, sin hallarse de verdad enfermos, sufren empero esos cambios de humor a que todos estamos más o menos sometidos. Bajo el influjo de una fatiga que no parece justificarse por la cantidad de trabajo hecho, en ciertos estados de malestar orgánico que se deben a fenómenos fisiológicos o patológicos del ser, nos sentimos modificados en lo que atañe a la vida mental. Ponémonos de mal talante y desanimados, sin que existan para ello serios motivos. Nos mostramos rebeldes y malignos, y aunque lo lamentemos, los nervios nos dominan y no logramos expulsar al enemigo que de nosotros se ha enseñoreado.
137. Lo conseguiríamos con más facilidad si quienes nos rodean tuviesen en sus corazones la indulgencia determinista, si supieran reconocer sus propias debilidades. Olvidan que tampoco ellos son siempre lo que querrían ser, y nos atormentan con violencia y dureza. Un verdadero martirio suelen padecer en el seno de su familia las personas impresionables, sujetas a continuas oscilaciones de su estado de ánimo. Son incomprendidas y los reproches que se les hacen -con evidente intención de ortopedia moral- les quitan los últimos vestigios del dominio de sí mismas. Sin duda se puede hacerles bien con la palabra e incluso por medio del reproche, en caso necesario, con tal que sea éste benévolo. El ser impaciente y melancólico sufre, no se encuentra satisfecho, sin que pueda especificar qué le ocurre. Tengámosle por un enfermo que ha menester reposo o alientos y no por un culpable que voluntariamente estuviese de mal humor. Hagamos con nuestros semejantes como esas madres perspicaces que, en lugar de reconvenir con aspereza al niño que se ha puesto irritable, justifican su humor diciendo: Es porque no ha dormido lo bastante. Y vuelven a acostarle con suavidad en la cuna. Ved aquí un determinismo práctico del que mucho necesitaríamos en nuestras relaciones entre adultos.
138. En esta obra educativa todo sentimiento de irritación, desprecio y repugnancia hacia el culpable constituye un obstáculo. No existe crimen lo suficientemente grande para que deslicemos sobre el individuo la repulsión moral legítima que su acto nos inspira. Al proceder de esta suerte cometeríamos no solamente una torpe falta de táctica educacional sino incluso una injusticia flagrante.
Algunos amigos míos que no podían negar el hecho del determinismo temían no obstante que esta concepción originase una dejadez moral, una como negligencia fundada en la idea de que somos impotentes para todo. Ahora bien, cuando la idea del determinismo se ha interpretado a derechas este peligro no existe.
Porque el determinismo no constituye una predestinación. Sólo consigna los hechos pasados y las circunstancias materiales y morales que los determinaron. Siendo todavía incógnito el porvenir, el hombre es en consecuencia libre, no en el sentido filosófico del término sino en el de que podrá obedecer en adelante -instruido por su propia experiencia o por consejos ajenos- a las ideas nuevas que tengan para él un atractivo.
139. Al reflexionar, reconocemos que no existe un presente para lo que se mueve y, por ende, para lo que vive. Lo presente sólo es aplicable a aquello que se encuentra en estado estático o de reposo. Un tren detenido en una estación constituye presente. Pero este término pierde su sentido cuando el tren sólo pasa por ella. Tomando como límite una línea hipotética, los vagones que están a la derecha del observador son pasado, mientras que los de la izquierda constituyen futuro. Igualmente, tampoco en nuestra existencia hay presente sino trozos de pasado y trozos de porvenir. Lo que por punto general denominamos presente es el porvenir más inmediato. Y como desconocemos siempre este último, la indulgencia sólo puede aplicarse al pasado.
140. Pongamos un ejemplo: Me envían a cierto joven porque se entrega a la bebida. Deseoso de curarse, ha accedido a consultarme. Con la indulgencia plenaria que a esos extraviados debemos, le expongo las varias razones que hacen desear que renuncie a su afición: el cuidado de su salud física, de su porvenir material y moral, los remordimientos que le tornan infeliz. Lo comprometo a que recobre el valor y se entusiasme por una vida más digna, que devuelva la dicha al seno de su familia.
Tras escucharme, me responde con tristeza:
141. Estos principios resultan aplicables a todas las faltas. En lugar de debilitar la idea moral, la tornan cada vez más clara e imperiosa. Dan al educador la indulgencia y la infatigable paciencia de que necesita su obra, encienden el deseo del bien así en él como en su discípulo, y en esta comunión de aspiraciones morales radica su armonía intelectual. Tomados de la mano se adelantan entrambos hacia el Ideal que persiguen. Para volver a poner a un descarriado en el camino recto es mejor acompañarlo que no señalarle con gesto de mal humor la ruta que debe tomar.
Es un error considerar que el determinismo sea un impedimento para la moral. Más invita a la pereza la concepción del pecado original, que nos impide para siempre seguir la vía del bien a menos de obtener gracias que no se pueden reclamar.
Cierto día en que expresaba a una esforzada Hermana de la Caridad mi asombro de ver a uno de mis pacientes, que era clérigo, esclavo de las más vulgares pusilanimidades, ella me respondió: Qué queréis, es un hombre como los demás. Yo pensaba entre mí: Harto me lo sé. Y no estoy para admirarme de las humanas flaquezas. Pero lo que me sorprendía era como probar que una piedad sincera no sirviese sino para fines ulteriores y quedara sin empleo en la práctica de la vida.
142. Otra vez, alentando a un inteligente sacerdote, me sentí avergonzado, pues se me ocurría que lo que estaba diciéndole era sobremanera simple y que exponer esta ética a un teólogo equivalía a (como suele decirse) echar agua en el mar.
Entonces me excusé de haberle expuesto razones que me parecían superfluas. Y me replicó: Sí, doctor, todo eso me mortifica tan bien como a vos; hasta he enseñado tales verdades, pero no había advertido que tuviesen una aplicación tan práctica.
Porque la mirada del cristiano, fija siempre en el más allá, le hace en ocasiones olvidarse de la vida terrenal. Con frecuencia tiene en poco la sabiduría humana. Ahora bien, ¿no corre el riesgo de excusar sus debilidades al dar por cierta la redención?
Como quiera que el determinismo sólo es aplicable racionalmente al pasado, no autoriza ninguna debilidad futura. Antes por el contrario, espera del porvenir nuevas influencias determinantes. y constituye un elemento de progreso, por cuanto permite a todo culpable comenzar de nuevo y con renovado empeño en página en blanco, guardando con precisión pero sin amargura el recuerdo de las pasadas faltas...
- Qué queréis, doctor, es más fuerte que yo.
- No me hace falta que me lo digáis, estimado señor. Habláis del pasado y éste, en efecto, pasó, de modo que no podemos cambiar ya nada en él. Vuestras pasiones han sido más fuertes que los motivos de la razón. Pero no hablemos más del pasado.
- No, doctor, aludo a lo futuro. Tan a menudo intenté enmendarme sin lograrIo, pese a que había reconocido ya todo el valor de las razones morales que me exponeís...
A lo cual replico:
- Sí, ya veo que del pasado colegís el porvenir, como cuando dicen el que ha bebido, beberá (Proverbio francés con el que se quiere expresar que un defecto convertido en hábito no se corrige. Tiene un significado similar al dicho español el que malas mañas ha, tarde o nunca las perderá.N.d.T) ¿No sabéis por ventura que las sociedades de templanza y abstinencia han logrado que ese proverbio desalentador mienta muchas veces? Por lo demás, en nombre de la lógica os prohibo que os refiráis al porvenir. En todos los casos nos cabe el derecho de decir eso ha sido más fuerte que yo, pero no se puede manifestar será más fuerte que yo. Está claro que el pasado puede hacernos temer lo venidero, pero no olvidéis que este último no nos compete. Es posible que de aquí a mañana, o más tarde, en vuestra vida material, intelectual o moral sobrevengan acontecimientos que determinen en vos otra conducta. Supongamos que reincidierais en el vicio esta noche, mañana y pasado, o con mayor frecuencia aún. Pues bien, cada vez que acudierais a confiarme vuestra falta, conservaría yo la misma indulgencia plenaria respecto de un pasado que nadie puede cambiar. Cada recaída concierne a los trozos pasados de la existencia. En lo que mira al porvenir, nada sabemos aún, ni vos ni yo. Sucede con las faltas de nuestra vida lo que con los accidentes de ferrocarril: ¿Que descarriló un tren? Ello pertenece al pasado y no constituye una razón para que el siguiente descarrile también. ¿No es acaso probable que el guardagujas pescado en falta vigile con mayor eficacia en lo futuro?
- Reflexionad, tratad de ver cada vez con mayor claridad el hecho de que vuestra conducta os lleva barranca abajo, y cuanto mejor advirtáis el peligro, tanto más retrocederéis espantado. Nunca hubo otro modo de enmendarse de un vicio que el reconocer los peligros que para nosotros representa. Y sólo existe una manera de adquirir una cualidad, a saber, que nos demos perfecta cuenta de las ventajas que nos reportaría. Fuera de ello no hay sabiduría posible.
- No continuéis entonces realizando estériles esfuerzos de voluntad -como un hombre que agitara en balde los brazos- sino tratad de adquirir por medio de la reflexión y de mis consejos (que se basan en la experiencia) ese discernimiento moral que asegura nuestra marcha siempre difícil por la senda de la vida. El hombre se abre camino en el mundo moral a la manera del explorador en una región desconocida. A menudo se pierde y para orientarse sólo posee su perspicacia, su experiencia y la de los viajeros que le han precedido. Cuando cae en la cuenta de que se ha extraviado, debe dar marcha atrás y buscar el buen rumbo.
¿Qué pensaríais del que, en vez de informarse, se echara a la orilla del sendero, prorrumpiendo en llanto por sus pasados errores?
- Id, pues, y volved a verme dentro de algunos días. Encontraréis en mí igual benevolencia a vuestro respecto, la misma paciencia, pero también -sabedlo- idénticos argumentos, pues que no hay otros.Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo IX Capítulo XI Biblioteca Virtual Antorcha