Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VII

EGOÍSMO Y ALTRUISMO

El altruismo, egoísmo perfeccionado. Hacer el bien reporta placer. Es muy bueno ser honesto. La caridad. Definición del bien y del mal. El amor, poesía del egoísmo. Amor maternal y filial. Del llorar a los muertos. Aliviemos a quienes sufren. El sacrificio. Cumplir con alegría nuestro deber. Religión y filosofía. Moral de la solidaridad.


90. Existe un egoísmo que nunca se recomendará lo bastante, y es el altruismo. Cuando este vocablo un tanto bárbaro vino a reemplazar al de caridad, cierto pastor protestante, poco caritativo para con aquellos que no pensaban como él, creyó dar en tierra con el racionalismo diciendo: El altruismo sólo es un egoísmo perfeccionado. Pero no echaba de ver cuánta verdad había en sus palabras y qué aplicable es esta definición a la caridad misma. Porque, en efecto, no podemos dejar de pensar exclusivamente en nosotros, y en última instancia todo recae sobre nuestro yo. Existe una preocupación por sí mismo, un verdadero goce hasta en el sacrificio. De ahí que no se haya visto jamás que los pintores de temas religiosos den a los mártires la expresión del sufrimiento pueril; antes bien, iluminan de júbilo sus ojos levantados al cielo.

La expresión es más agradable dar que recibir muestra lo mucho que el espíritu popular comprende esta noción del goce que en la práctica del bien radica.

¿De modo que es muy bueno ser honesto?, hace decir Hector Malot (escritor francés -1830-1907- muy prolífico, autor de Sin Familia) a uno de los pilletes que en sus novelas presenta. Efectivamente, es bonísimo, por eso hay todavía tantas personas honradas en todas las clases sociales y sobre todo en el pueblo, que sufre y ama.

Hasta el chiste ha ilustrado este pensamiento cuando atribuye a un avaro las siguientes palabras: La caridad es un placer del que hay que saber privarse. Pues no, señor mío, no debemos privarnos de él, sino que es necesario sabrosearlo, beber hasta la última gota de esta copa que no tiene heces.

91. Extraña confusión se origina al oponer el egoísmo al altruismo. La Rochefoucauld ha criticado justamente el egoísmo humano, pero exageró al localizarlo con agudeza en las acciones más honestas. En efecto, resulta fácil encontrar dondequiera esta preocupación última por sí mismo, pero es erróneo ver en ella un amor propio de mala ley.

En su sentido reprensible, el egoísmo consiste en pensar sólo en sí. El altruismo, por el contrario, nos lleva a pensar en los demás, en la humanidad toda, comprendidos nosotros en ella. No es posible que trabajemos en pro del bien general sin crear nuestra propia dicha. Cierto que podrá acarrearnos su porción de sufrimientos, pero constituirá la felicidad de nuestro yo más íntimo.

En la existencia cotidiana hay multitud de ocasiones en que podemos entregarnos sin escrúpulos al más completo egoísmo: es cuando nuestra acción sólo a nosotros concierne y no tiene importancia alguna en lo que hace al bienestar material o moral de los demás. Empero, dentro de ese dominio del egoísmo lícito acaso seamos llamados a renunciar a un placer por razón de que el mismo obsta la libertad de nuestros semejantes.

92. En la familia debemos tener miramientos para con los demás miembros, y de esta suerte el círculo de nuestras preocupaciones se amplía, extendiéndose a cierto número de seres amados. Hay altruismo en este sentimiento, pero priva en él el egoísmo de dos o el familiar, que es muy poco más elevado que el amor de sí, de modo que el círculo sigue siendo todavía sobremanera pequeño. Al perfeccionar nuestro pensamiento llegamos a preocuparnos por parientes más lejanos, nuestros amigos, la clase social a que pertenecemos, la ciudad en que residimos, y por nuestro país. Mediante círculos concéntricos se extiende cada vez más el pensamiento altruista y crea la solidaridad para con el linaje humano entero. La idea sigue siendo concreta a despecho de su extensión, pues se aplica al mundo real que conocemos. A la postre, se eleva hasta la abstracción y desemboca en las ideas del bien y del mal.

El bien es lo que, hecho por todos, cooperaría a la felicidad de todos, al paso que el mal consiste en aquello otro que, hecho asimismo por todos, destruiría esa felicidad.

Sea cual fuere el concepto que nos formemos de la dicha, y ya se la busque en la tierra o en el más allá, tales definiciones me parecen conservar en todos los casos su validez.

En el examen de sí mismo nada es más difícil que identificar exactamente la naturaleza de los sentimientos que nos impulsan a obrar; saber si obedecemos a un pensamiento egoísta o si entramos en la vía de ese constante altruismo que tan necesario es para nuestra felicidad.

93. Por naturales y legítimos que sean, nuestros afectos no son siempre tan nobles como parecen. El amor que los poetas celebran se halla asaz lejos del ideal moral, por eso un vate alemán pudo con razón decir: El amor es la poesía del egoísmo. En modo alguno me propongo denigrar esta pasión, mas no nos engañemos a su respecto. Antes bien, reconozcamos su origen animal y el carácter felino de sus caricias. En suma, no hagamos de él una virtud. Tan poco tiene de tal, que en sus exageraciones -enfermizas, es cierto- lleva en derechura al acto culposo, a la violencia, al asesinato impulsivo del ser amado.

El más puro es el amor maternal, que se traduce en el sacrificio y en un completo olvido de sí. Ahora bien, su valor no disminuye un punto por el hecho de comprobar que es instintivo y automático, que deriva de una sensibilidad común a los animales y al ser humano (Cuando Collum suprimió por entero el manganeso en la alimentación de las ratas, ello dio por resultado que perdieran el amor maternal. En cambio, al suministrarse prolactina a ratas vírgenes, construían nidos y protegían a ratillas que adoptaban por hijas (véase Alexis Carrel, La Conducta en la Vida, Cap. II, § 11. N.d.T.). De ahí que se le vea subsistir en personas carentes de todo sentimiento altruista. Mas este tan conmovedor sentimiento no ha bastado para moralizar a la especie humana, y el amor filial, que es su recíproco, pudo persistir sin por ello crear la solidaridad, única que sería capaz de difundir la dicha.

94. Curioso es ver cuántas personas se engañan en lo tocante a la naturaleza de los sentimientos que experimentan respecto de los demás y desconocen por completo el hecho de que sea el egoísmo la base de tales sentimientos. Así, cierta jovencita que debía hacerse una cura de aislamiento y cuya madre, agotada por los cuidados que le prodigara durante largos meses, confiaba en disfrutar de algún descanso, me rogó que llamase de inmediato a ésta a su lado. Cuando le pregunté por qué iba a hacerla acudir, respondió: ¡Es que la amo tanto! Bonito modo, en verdad, de exteriorizar el amor que profesaba a su madre, turbando un reposo que necesitaba ella con urgencia...

La enferma debiera haber dicho: Aún no tengo valor para vivir sin mi madre. En tal caso habría excusado yo ese sentimiento, aunque no lo aprobase. En cambio, se asombró de que no quisiera admitir el carácter altruista de sus preocupaciones.

Personas hay que parecen gloriarse de las lágrimas que vierten y los lamentos que exhalan con ocasión de la muerte de un ser amado. Hacen ostentación de su duelo... No pretendo que no lloren, pero podrían aceptar que su dolor tiene un origen puramente egoísta. No nos apiadamos de los muertos, que no sufren ya, sino de nosotros mismos, por el aislamiento en que quedamos. Lo cual es tan natural y legítimo como lanzar un grito cuando se experimenta un dolor. Mas no queramos hacer pasar por virtud ese sentimiento, en el que no hay ni valeroso estoicismo, ni altruismo, ni bondad.

95. Con la piedad sucede a menudo lo propio. Para que ésta sea sana debe resultar útil, engrandecernos y sugerirnos prontamente los medios de consolar a quienes sufren. La misericordia que nos enerva y que sumiéndonos en vana emoción nos impide obrar, constituye una debilidad. Es esa deplorable pusilanimidad que con tanta frecuencia se echa de ver en los neuróticos, quienes no pueden leer el relato de un accidente sin que se apoderen de ellos pueriles terrores. Los hay incluso que juzgan ser un mérito esa sensibilidad, como si fuese una expresión de amor al prójimo.

Cierto señor aquejado de fobias diversas -miedo a los microbios, a los rateros, a la muerte-, que tenía siempre puesta la atención en su querida persona, me decía:
- He sufrido mucho al enterarme de la catástrofe de la Martinica. Soy tan sensible a la desgracia ajena, que debí renunciar a leer esas descripciones.
- Y ¿creéis
-le repliqué- que en ello obedecisteis a un sentimiento de altruismo?
- Claro que sí. ¿Qué otra cosa podía ser?
- Perdonadme, pero sólo se trataba del vulgar
pánico. Tenéis continuo miedo a la muerte, el menor malestar os atemoriza. La narración de esa desgracia no ha hecho sino despertar vuestros terrores, recordándoos cuán frágil es la existencia humana, la vuestra ante todo. Apuesto a que no disteis un centavo para las víctimas del cataclismo...
- En efecto
-respondió, sonriendo-, no se me ocurrió.

96. La compasión que en cada caso sentimos, sometámosla a la crítica de la razón y descubriremos con facilidad la presencia del indestructible egoísmo en medio de aquellos de nuestros dolores que fingen ser altruistas. Lo cual no significa que podamos resistir siempre a tales emociones ni que éstas sean en sí vituperables. Cábenos el derecho de llorar a los que hemos perdido, así como de sufrir con el prójimo. No podemos impedir en todos los casos que el temor se apodere de nosotros. Pero hemos de confesar también que nada confortativo tiene esa pena y que una vez pasado el primer momento de estupor debiéramos ocuparnos en el único objeto valedero, esto es, aliviar a los que padecen en lugar de ofrecerles el espectáculo de nuestro enloquecimiento.

¿Qué dirían de un médico o de una Hermana de la Caridad que en la ambulancia, un día de combate, cuando los heridos llegan en masa, se pusiera a sollozar en vez de cumplir con su deber? Como en un campo de batalla estamos en la vida: llueven en torno de nosotros los sufrimientos y recogemos por millares los heridos de la existencia. Enjuguemos, pues, las lágrimas inútiles y curemos las llagas con una sonrisa consolatoria para quienes sufren. No se trata de una tarea reservada exclusivamente a los médicos; antes por el contrario, todos deben participar en esa obra caritativa, que es recíproca y de la cual tiene necesidad cada uno de nosotros.

Idéntica confusión existe en nuestro espíritu en lo que mira al concepto del deber. A menudo lo cumplimos con desagrado, al modo del niño que realiza de mala gana las tareas escolares que se le encomiendan hacer en casa.

Cuando se ha comprendido la esencia del deber supremo se cumple con alegría, ya que engendra placer en nuestra alma, y precisamente esta apetencia nos impele a hacerlo, a pesar de los sacrificios que pueda exigirnos.

97. Una dama dotada de alma bella y de superior inteligencia me expresaba cierto día:
- Tengo una amiga cuyo deseo más íntimo ha sido siempre el de meterse a monja. Pero, al fallecer el padre y quedar sola su madre para educar a muchos hijos, mi amiga renunció valientemente a su vocación a fin de secundar a la madre en su labor.
- Eso está muy bien. He aquí una moza que eligió la buena senda...
- Sí
-prosiguió mi interlocutora diciendo-, mas sufre cruelmente por el sacrificio que hizo.
- Entonces, no entiendo nada. Si me hubierais dicho que el día en que tomó su resolución tuvo un desgarramiento, si me hubieseis descrito las luchas morales que hubo de sostener mientras deliberaba, comprendería yo sin dificultad su estado de ánimo. Pero, una vez consumado el sacrificio, no cabe ya sufrimiento. Vuestra amiga se formó un concepto erróneo del deber y no ha apreciado su dulzura.

Mi interlocutora no parecía aún persuadida de la justeza de mi observación. Me comprendió cuando le presenté un ejemplo más sencillo y demostrativo:
- Supongamos que debéis concurrir esta noche a un baile y desde hace tiempo ello os regocija. En el momento en que os estáis arreglando, vuestra madre cae enferma de gravedad. Heos aquí, pues, forzada a permanecer junto a ella con el objeto de atenderla. No hay duda de que se trata de un contratiempo, y nadie os exigiría que no os disgustaseis, al menos por un instante. Pero admitid que sería asimismo muy natural que vuestro pensamiento se dejara llevar hacia vuestra madre, en un sentimiento dulcísimo: la simpatía. Como os conozco, harto me asombraría si dicho sentimiento no sofoca al anterior.
- Por lo demás, sólo con tal condición podría vuestra madre consentir en el sacrificio que hacéis y entregarse a vuestra filial ayuda. Mas si cae en la cuenta de que os apesaráis todavía por no haber asistido al baile, de que todos vuestros pensamientos vuelan hacia él y contempláis con tristeza vuestros perifollos, entonces sufrirá y podrá deciros:
- Ve al baile, hija, que yo me contentaré con una enfermera. Ahora bien, si fueseis, ¿os sentiríais feliz junto a vuestra pareja?

98. Por más dolor que cause el renunciamiento inicial y por penoso que el deber resulte, debemos cumplirlo alegremente. Si consentimos en él, todo padecimiento desaparece, como cuando a un niño le sustituyen, con un placer mayor y más duradero, un goce al que debió renunciar. A no dudarlo, en el curso de una vida consagrada al deber pueden sobrevenir hesitaciones que despierten los sufrimientos de la renuncia. En cuyo caso torna a comenzar la deliberación. Cuando hemos llegado a elegir el camino debe la tranquilidad renacer.

La noción del deber no es completa ni se ha comprendido del todo en tanto se mezcle con ella la menor idea de esfuerzo molesto, de carga. No nos es posible disfrutar con un sacrificio que hayan realizado en obsequio nuestro cuando sentimos que no se hizo de buen grado.

A decir verdad, resulta extraño que el concepto del deber alegre se haya difundido tan poco. Las más de las personas cumplen su deber sólo con visible esfuerzo, de tan mal talante que aquel por quien se sacrifican prefiere prescindir de tal manifestación de simpatía.

99. Volvemos a hallar en esto el criterio estrecho del hombre, que no sabe prolongar su pensamiento llevándole hasta el linde del Ideal. Se detiene en la consideración de su propia persona y a veces amplía su afecto a quienes le interesan de cerca, pero es incapaz de elevarse lo bastante -por medio del pensamiento racional, que engendra el sentimiento y la pasión- hasta el altruismo, que en común amor abarca a toda criatura animada. A la manera de un niño que sólo comprende los ejemplos sencillos, practica con harta facilidad el altruismo cuando salta a los ojos el provecho que habrá de proporcionarle. Así pues, en una sociedad pequeña que persiga un objeto cooperativo sabe renunciar a una ventaja personal, abonar el importe de su acción y pensar en el bien de la sociedad, porque advierte claramente que disfrutará de los beneficios comunes.

¿Acaso no sería factible generalizar este punto de vista, aplicándolo así al bienestar moral como a las ventajas materiales, y trazar en contorno de uno mismo círculos cada vez mayores, olvidándonos, si sufre decirse, de que constituimos su centro?

Religión y filosofía se enrostran mutuamente el poner razones personales y egoístas en el fondo de sus esfuerzos hacia el bien. Dicen que, igual que el epicureísmo, el estoicismo constituye una manifestación egoísta. Con valentía a la que se suma el orgullo, suprime el sufrimiento al despreciarlo. Se trata, para los fuertes, de una manera cómoda de proporcionarse la tranquilidad.

100. Por otra parte, se suele replicar a los cristianos: Vuestras preocupaciones son de todo punto egoístas. En primer lugar, no parece que desdeñéis en modo alguno la felicidad terrenal. Y, completamente orgullosos de poseer la verdad única, practicáis vuestra religión en lo que tiene de fácil, para reservaros un buen lugarcito en el cielo y evitar las penas eternas.

Injustos son esos juicios, pues hay que saber distinguir. Dentro de las dos concepciones cabe un egoísmo vulgar, pero entrambas son asimismo capaces de levantarse hasta el más noble altruismo.

Sea cristiano o filósofo, el egoísta sólo piensa en sí propio. Ya busque en la tierra provechos materiales o morales, ya espere obtenerlos en otro mundo, el móvil de acción sigue siendo un interés personal. Si ello constituye una moral, será muy poco elevada, porque es común al hombre y a la bestia, la que puede también obedecer al aliciente de una recompensa y al temor de un castigo.

101. El imborrable deseo de ser feliz sólo se torna altruista cuando el hombre procura realizar sus aspiraciones dentro de un ardiente amor al prójimo, cuando traza el círculo alrededor de la humanidad entera. No puede hallarse él fuera de dicho círculo, sino que necesariamente forma parte del mismo, y en esta comprobación no hay egoísmo.

El filósofo agnóstico traza ese círculo de amor en contorno del género humano todo, englobando en él su Ideal abstracto de Bondad infinita. Y en su preocupación altruista se olvida de sí, aunque por la razón sepa que no dejará de beneficiarse con ello.

Lo mismo piensa el verdadero cristiano, pero añadiendo a su noción de Ideal la de un Dios personal a quien ama con todas sus fuerzas.

Sin esa permanente solidaridad, así la religión como la filosofía siguien siendo lisa y llanamente egoístas, sean cuales fueren los presuntos sacrificios y múltiples renuncias a los bienes del mundo por cuyo intermedio se cree comprar la dicha actual o futura. En tal caso la moralidad es sólo aparente y no se manifiesta sino en vanas prácticas. Lo cual me hacía decir a una bonísima señora que aún no había pensado con profundidad:
- Sois más santurrona que religiosa.
Y ella, dibujando una sonrisa, me contestó: - Repetís con los mismos términos lo que hace poco me expresaba mi director espiritual, que es un inteligente padre jesuíta.
- Pues, tanto mejor, ya que nos hallamos de acuerdo.

102. En consecuencia, toda moral es siempre utilitaria -y ello la hace deseable-, mas no se aplica ya al individuo aislado o a un grupillo de egoístas; antes bien, abarca el conjunto y se transforma en la moral de la solidaridad. Se resume en estos dos principios racionales, punto menos que matemáticamente demostrables: No hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti, y su corolario lógico: Haz a los demás lo que querrías que te hicieran a ti. Dicha moral ha sido admirablemente condensada en la sentencia de Cristo que expresa: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (San Mateo, XXII, 39). O, conforme escribe Marco Aurelio: Ama a los hombres con todo el corazón.

Esto se sabe, se dice y se repite, mas suelen objetar: Es muy bello, pero resulta imposible. Tanto valdría entonces no admitirlo...

Sin duda es difícil y constituiría una extraña ilusión el confiar en que semejante Ideal moral se realice en breve. Tan lejos de él nos encontramos, no obstante llevar ya diecinueve siglos de cristianismo, que hasta pareceríamos más distanciados que al comienzo. Pero sólo es hacedero modificar la mentalidad de las masas dirigiéndose a los individuos, despertando sentimientos altruistas en ellos, y como el buen sentido constituye la cualidad maestra de la inteligencia humana, hay que dirigirse a la razón sin desalentarse por su fragilidad, pues la razón se cultiva y no existen obstáculos que impidan por siempre el desarrollo de la inteligencia moral. En su teoría es ciencia, vale expresar, conocimiento, al paso que en la práctica constituye un arte, como toda ciencia aplicada.

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