Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo VCapítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VI

DISCERNIMIENTO MORAL

Pensamiento y acción. Las ideas-fuerzas. Pasiones y emociones. Los sentimientos y el corazón. Razón y sentimiento. La educación no debe imponer sino proponer. El ideal de bien. Fe y religiosidad. La moral utilitaria.


78. La única libertad de que goza el hombre es la de poder reaccionar bajo la influencia de una idea y obedecer, bien a los móviles de su sensiblidad -esto es, a sus pasiones-, bien a los motivos de la razón. Consentimos tal obediencia, de ahí que la califiquemos de libre. Pero ese asentimiento depende de nuestra mentalidad innata y adquirida. Para luchar contra la fuerza de las pasiones necesitamos no de una inútil libertad sino de un conjunto de convicciones morales que hagan inclinar la balanza mental hacia el lado bueno. Precisa que la cabezuela pensante que hemos supuesto colocada en la extremidad del fiel tenga una mirada aguda y visión clara de lo que es el bien y de aquello otro que constituye el mal.

La sola educación, en su sentido más amplio, puede darnos ese discernimiento moral que en la concepción determinista sustituye a la noción de voluntad. Hay que ver el camino antes de internarse en él. Dicha educación de la conciencia moral se hace mediante nuestra propia experiencia sensible y moral o por la de los otros. Comienza con la receptividad a las enseñanzas de nuestros educadores, hasta que la cultura que poseamos sea suficiente para permitimos poner por obra el trabajo llamado personal. Esa cultura continua nos lleva no a la libertad, pero sí al dominio de nosotros mismos, vale significar, a una bienhechora servidumbre respecto de los sentimientos morales que se han impuesto a nuestro espíritu. Aquí se pudiera hablar de un imperativo categórico, no innato y limitado a un imperceptible núcleo de conciencia, sino adquirido y fundado con solidez en el conocimiento. Dentro de esta noble idea del determinismo ético pudo decir el inmortal Guyau: El que no obra conforme a lo que piensa, piensa incompletamente.

79. Al analizar el determinismo del pensamiento hice notar que toda representación mental de un acto acarrea inmediatamente el cumplimiento del mismo, si no es obstado por una representación mental contraria. Es éste un hecho psicológico directamente comprobable, pero cuya expresión debe completarse. Para que la idea desemboque en la acción ha menester que la representación mental encienda un deseo. Porque la pura idea intelectual no es motriz, y únicamente lo será por medio de la agregación de un elemento emotivo, pasional. Tan sólo entonces se trueca en idea-fuerza, según la justa expresión de Fouillée, o sentimiento, pasión, de acuerdo con el lenguaje popular.

He ahí lo que algunos espíritus muy esclarecidos no han visto, tan habituados nos hallamos a admitir una diferencia fundamental entre la razón y el sentimiento, a ignorar el vínculo que les une. Ved lo que expresa Pascal, ese neurasténico místico que tan bien escribía pero con tanta frecuencia pensaba incompletamente: La conversión del hombre es impedida por su pereza, sus pasiones, su orgullo: en una palabra, por el amor a sí mismo. No se ha de pretender vencer tal sentimiento por medio de una idea, pues que una pasión sólo a otra pasión cede.

Bien es verdad, una pasión sólo a otra pasión cede, y un sentimiento no cede sino a otro sentimiento. No se pudiera decirlo mejor. Pero, ¿cómo no vio Pascal que todas nuestras pasiones -dejadas aparte las meramente animales: hambre y sed, deseos genésicos, necesidad de bienestar físico- son ideas convertidas en sentimientos de puro haberse impuesto a nuestro intelecto? La pasión que quería oponer Pascal a las humanas, al egoísmo que de continuo renace, era la pasión religiosa, esto es, una idea que había hecho apasionada a fuerza de clavársela a macha martillo en la cabeza.

80. Cierto es, el hombre no obra directamente bajo el imperio de sus ideas sino que le mueven sus sentimientos. Hace falta que el acto tenga para él un atractivo, y si se trata de una idea compleja, de un concepto moral, precisa que se entusiasme por él, que se convierta en su apóstol. A veces nos hallamos en presencia de la idea ética como frente a una belleza femenina clásica: permanecemos fríos ante el cuerpo de diosa, el porte elegante, la nariz griega. No nos enamoricamos. Empero, trabemos más amplio conocimiento con ella y le reconoceremos gracia, cualidades del corazón y del espíritu. No despertará en nosotros acaso la pasión fulminante, pero será un sentimiento más duradero, al que estamos ya encadenados.

No de otro modo se apodera de nosotros una idea y nos sujeta con firmeza entre sus garras. En un artículo acerca de Brunetière mostraba Lamy al ilustre crítico en su marcha hacia el cristianismo, conducido por su lógica como un prisionero por su cadena. La expresión es justa, pues pone de relieve la servidumbre en que nos hallamos respecto de nuestro pensamiento, de nuestra lógica personal, que no es siempre la de los demás. La de Brunetière, hecha de autoridad y de tradicionalismo, le llevaba a Roma, al paso que la de otros muchos les aleja de allá con igual imperio.

81. Líneas atrás he dejado que se me escapara, por costumbre, la expresión cualidades del corazón. Henos aquí otra vez ante una cáscara vacía, uno de esos rótulos que no corresponden ya al contenido.

Desde el comienzo de su vida psíquica ha echado de ver el hombre que ciertos pensamientos le provocaban un movimiento emocional en particular, la extraña sensación del corazón oprimido, de la angustia precordial. Consideró a este órgano -bomba aspirante e impelente destinada a mantener la circulación de la sangre- asociado a nuestras alegrías tanto como a nuestros dolores, y en su lenguaje espontáneo ubicó al punto los sentimientos en el corazón y las ideas en la cabeza.

Poética es la imagen y en tal carácter merece conservarse, mas no hay que confundir comparación con razón.

Los sentimientos no nacen en el corazón, el cual tiene funciones muy distintas, sino que despiertan en el espíritu bajo la forma fría de una representación mental, de una imagen. Aislada, tal idea pudiera no desencadenar la tempestad emotiva, pero no bien surgen las asociaciones de ideas, despiertan otras ya acumuladas en la memoria y los mecanismos fisiológicos se ponen en movimiento, revelando la emoción psíquica. Una cuerda aislada de instrumento musical puede vibrar sola y producir un sonido poco intenso, pero puesta en vibración en medio de otras convenientemente estiradas, transmite a éstas su movimiento y escuchamos un acorde, que nos conmueve más que el sonido único de una cuerda sola.

82. Lo propio ocurre con la vida del espíritu. Pueden sucederse en la mente innumerables ideas, a guisa de cuerdas aisladas que vibran una tras otra sin suscitar movimiento emocional ninguno. Ello sucede, por punto general, en el trabajo científico, no obstante la abundancia de ideas que nuestro espíritu mueve. Pese a un intenso trabajo intelectual, permanecemos indiferentes.

Leemos una carta y en medio de la serie de ideas que ocasiona no nos conmueve nada al principio. Pero de súbito creemos captar un reproche tras cierta expresión que ha querido ser benévola, y enrojecemos y el corazón nos late con más prisa. Porque la idea que surgió ha despertado otras nuevas: la conmoción de una cuerda se transmitió a otras, ganando el sonido en intensidad.

El fenómeno de la emoción se origina por ese despertar de anteriores representaciones mentales convertidas ya en sentimientos, pues estamos habituados a ellas y tocan ante todo nuestro amor propio. La emoción comienza por una idea a la que se encadenan otras y concluye con perturbaciones fisiológicas tales como la palidez o el rubor, lágrimas, palpitaciones, constricción de la garganta o el estómago, insomnio y demás.

83. Entre la idea intelectual fría y el cálido sentimiento existe la misma diferencia que va de la sensación táctil simple a la sensación dolorosa, la cual se acompaña asimismo de fenómenos fisiológícos análogos.

La excitación de los nervios periféricos se torna dolorosa cuando pasa determinado límite, y dicha sensibilidad física varía de un individuo a otro. Si bien es cierto que hay dolores intensos que producen idénticas reacciones en todos los sujetos, existen asimismo otros que son privativos de ciertas personas. Y lo propio se da con la emoción: tal suceso, que deja indiferente a nuestro vecino, nos agita en grado sumo y a menudo no logramos detener esa vibración, aun cuando la sepamos intempestiva y desproporcionada a la causa que la originó. Porque no obedecemos sólo a las representaciones mentales presentes, a los argumentos lógicos momentáneos, sino que ante todo sufrimos el yugo de nuestros sentimientos anteriores, de las ideas almacenadas en los hondones de nuestra personalidad.

También esas ideas fueron en su tiempo sólo intelectuales, mas se han trocado en sentimientos, por causa de que satisfacían nuestras aspiraciones más íntimas. No hay, pues, entre sentimiento y razón la antinomia que se complacen en señalar los poetas, los moralistas, inclusive los psicólogos y, en especial, esos seres impresionables a quienes se designa como nerviosos. El corazón no tiene razones que la razón no comprende. Lo cierto es que la razón del hombre no posee siempre suficiente perspicacia, que el ser humano no piensa completamente y permite que la tormenta emocional estalle, cuando una más justa y pronta reflexión hubiera podido impedirla. Por medio de esta visión clara de las cosas nos oponemos a la emoción naciente, así como detenemos el vibrar de un vaso tocándole con el dedo. Pero mejor fuera no permitirle que nazca.

84. Muchos de mis enfermos, cuya emotividad es su principal defecto, se me presentan diciéndome: Mis sentimientos forman un grupo aparte y mi razón subsiste al lado de ellos. Entre esos dos compartimientos hay tabiques que los tornan estancos y que impiden a mi razón poner orden en mis sentimientos.

Os engañáis -les respondo-, ya que no existen sentimientos primarios. Todos ellos están ligados a una representación mental de índole intelectual, accesible a la crítica de la razón. De ahí que haya una lógica de los sentimientos, los cuales sólo deben penetrar en nuestra alma y persistir en ella cuando han recibido el asenso de la razón. Vuestra tendencia a separar esos dos dominios equivale a la tan pueril y vana afirmación de que es más fuerte que yo. Con tal estado de ánimo no se alcanza la victoria...

A nuestras pasiones no podemos oponerles sino ideas, pero es menester que sean lo bastante claras para asirnos e impelernos: entonces se transforman a su vez en sentimientos, en pasiones, y bajo esa orden imperiosa actuamos por manera automática.

Tales ideas directrices, que deben servirnos de guía, no las escogemos voluntariamente en lo que se ha denominado la voluntad de indiferencia, sino que la elección que hacemos la determinan nuestras simpatías o, mejor dicho, nuestra propensión moral.

85. Frente al cortejo de ideas que desfilan de continuo ante nuestros ojos, nos asemejamos a un príncipe al que quieren casar, por cuyo motivo le presentan algunas muchachas, diciéndole con finura: Sois libre, elegid. Olvidan que sólo le han puesto en contacto con cierto número de señoritas de su propia clase social, así que la elección estará por fuerza restringida. ¿Cuál va a escoger? Pues, la que más le agrade. ¿Se dejará subyugar por un bonito semblante o por la careta de una feúcha? ¿Obrará bajo la coacción moral del padre, que sólo de palabra le deja libre? Ello depende de su mentalidad, y por muy príncipe que sea no ha escapado a los efectos de la herencia ni a las sugestiones de su educación.

Personas hay que en verdad tienen suerte en este bajo mundo. Han nacido en un medio moralizador, fueron educadas en la dulzura y la benevolencia por sus afectuosos padres, con la palabra y con el ejemplo, más poderoso aún. Han aprendido a conocer las ideas morales y captado su belleza y ventajas. Se supo educarlas con ese acierto que la sinceridad otorga, sin imponerles la elección. Los constreñimientos exteriores han desaparecido y el individuo ya no cede sino a sus simpatías personales. Se siente libre. ¿Qué de extraño tiene si adopta esas ideas que ama y de la mano de ellas marcha por la vida?

Otros individuos han tenido iguales ventajas y escogieron mal. Al modo de un hijo de familia libertino a quien presentan honradas mozas como candidatas a casarse con él, pero que prefiere a una mujer de mala vida, dichos individuos desdeñan las virtudes. Quizá se las presentaron ataviadas como cuáqueras un tanto severas, o acaso sean ellos incorregibles, anormales, incapaces de gustar los más efectivos encantos.

Otras personas, por último, no han sido educadas con esa solicitud, pero, semejantes a esos jóvenes que carecen de conocimientos en la sociedad femenina y encuentran sin embargo una esposa encantadora, se prendan de la virtud sin que se les empuje hacia ella.

De esa suerte se descarría el uno, a pesar de todas las influencias educativas propicias que semejaban haber obrado en él, al paso que el otro encuentra enteramente por sí solo la buena senda.

86. La educación nada debe imponer, pues que el constreñimiento engendra oposición. Puede en cambio proponer, presentar ideas, demostrar sus ventajas, hacer que nazca amor hacia ellas, sin sugerirlas con una insistencia tal que resulte enfadosa.

En la educación de nosotros mismos nos parecemos al que piensa contraer enlace y que, de vuelta a su hogar, pasa mentalmente revista a las candidatas que le han propuesto, descubre hechizos nuevos en la imagen de una y cualidades más serias en otra. Nos enamoricamos de igual modo de ideas que son sometidas a nuestro juicio. Por desgracia, con harta frecuencia les somos infieles, cuando haría falta que, una vez realizada la elección, ese amor pudiera crecer y tornarse indisoluble el vínculo.

Cuando obtiene buen éxito, la educación de nosotros mismos nos liga a un Ideal de bien. Podemos tomar de un cuerpo de doctrina las ideas directrices, obedecer a una religión que admitamos como revelada, a esas leyes morales que Le Play llamaba Decálogo Eterno. Existen incluso muchos que necesitan de la autoridad, que gustan inclinarse ante ella tanto como imponerla a los demás. Huelga decir que no me cuento entre ellos.

Podemos asimismo construir ese ideal mediante el pensamiento, aficionándonos cada vez más a las concepciones que nos parecen buenas y útiles, así a nosotros mismos como a nuestros semejantes: al género humano todo, en suma...

87. El Ideal es la idea llevada hasta lo infinito. Procedemos al establecimiento de ese concepto como el matemático que traza una línea finita en el pizarrón y nos invita a considerarla infinita, suponiendo que continúa indefinidamente.

Nadie en el mundo, por menesteroso que fuere, ha dejado de experimentar los beneficios de la bondad de una madre o un amigo, de cualquier ser humano, aunque sólo sea de un perro fiel. Pues bien, desde ese momento mismo tiene el concepto de dicha virtud. Le resulta fácil imaginar a alguien mejor que su bienhechor, y tras ése, a un ser más perfecto aún. Este cada vez mejor nos lleva en derechura a lo infinito, al ideal de la bondad. De idéntica manera concebiremos el ideal de otras virtudes cuya belleza hayamos captado, y tales luces reunidas integrarán el faro de nuestro Ideal.

Por desdicha, dejamos a menudo que se extinga ese faro, al cual debiéramos ciudadosamente mantener y hacer cada vez más luminoso, añadiéndole el ideal de alguna otra virtud. Existen virtudes cuya hermosura no reconocemos en seguida, de ahí que se tenga en poco la humildad y que la castidad sea puesta en ridículo. Precisa cierta madurez de espíritu para llegar a la paciencia y la indulgencia, las cuales no son virtudes que posean los jóvenes. La mayor falta del hombre consiste en rebajar su Ideal, cuando nunca se pudiera poner lo bastante alto. No se trata de un objetivo que esté a nuestro alcance sino de una estrella del firmamento que guía nuestra marcha. A no dudarlo, nos extraviamos con frecuencia, olvidamos alzar la mirada hasta el astro que debe conducirnos, pero siempre está él allá en lo alto. ¡Levantemos, pues, la frente! No vayamos a desanimarnos y tomar por conductor (para facilitarnos la tarea) un objeto más cercano a nosotros, un fuego fatuo que esté a pique de desaparecer, la luz de una casa pronta a apagarse, o a un viajero que no conozca el camino.

88. No se transige con una virtud, pues con ese cielo no caben componendas. Y dicho Ideal parece faltar a las generaciones de hogaño. La fe se disipa, sofocada bajo el fárrago de las supersticiones. Sólo enfervoriza hoy a algunas almas aisladas en quienes la educación desarrolló el tradicionalismo. Se asocia de buen grado a otros dogmatismos, a la adhesión fiel a caducas formas políticas, a un orden social inmutable. La fe es el ideal de los temperamentos profundamente conservadores, perdidos en este agitado siglo en que todo se enjuicia y en el que la duda corroe la totalidad de nuestras ideas. De ese estado de alma transitorio dimana indecible malestar, así que para nuestra felicidad es necesario que volvamos a la posesión de una fe, vale decir, de un entusiasmo.

Algunos pensadores conservan un valiente optimismo religioso y confían en que, tras sobrados descarríos, las ovejas acudirán con docilidad a congregarse en torno al cayado del pastor. Creo que el reloj de tales pensadores atrasa, como ocurre con el de aquel gran literato pero espíritu falto de rectitud que fue Brunetière. No hay que olvidar a los millones de almas que la Reforma separó de Roma, esos prósperos pueblos que en la educación de sí mismos, en una religión del espíritu encontraron el más firme apoyo. No nos forjemos ilusiones en la religiosidad de las masas que permanecieron exteriormente fieles. La autoritaria Iglesia las ha educado tan sólo para una obediencia aparente. Desarrolló en ellas no necesidades religiosas sino hábitos del culto sin influjo moralizador. Más fácil es someterse a ritos, asistir a misa o al sermón, comer de vigilia o ayunar, que mudar el propio corazón y ser hoy mejor que ayer.

89. Lo que necesita el hombre es fe en un ideal de belleza moral, una adhesión cada vez más completa a concepciones éticas que cooperen a proporcionarle felicidad en esta tierra. Mas no esa dicha contingente que de las circunstancias depende, sino la felicidad íntima, que sólo resulta de la cada vez más estrecha armonía entre la conducta y la aspiración ideal.

Se habla con desdén de esa moral utilitaria que consiste en la búsqueda de la felicidad. Ahora bien, los mismos que se mofan de ella serían incapaces de citar un solo acto de su existencia que no haya sido llevado a cabo por el influjo de ese indesarraigable deseo.

Una moral que no fuese utilitaria correría harto riesgo de ser sin utilidad ni fuerza. La crítica que se le suele hacer sería justa si el interés personal guiase a esta moral independiente. Pero se necesitaría ser ciego para fundar la moral en el egoísmo. Mas he aquí una palabra sobre cuyo sentido hemos de entendernos antes de discutir el tema....

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