Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo IV | Capítulo VI | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO V
LA EDUCACIÓN
Fundamento de la educación. Servidumbre del bien y servidumbre del mal. Libertad y autoridad. La educación por procedimientos persuasivos. Inteligencia. Necesitamos una escuela que forme hombres. La Iglesia y la moral cristiana. Fe y razón. El niño y su carácter. Educación de sí mismo. Permanencia de las ideas morales. Racionalismo.
56. La educación está fundada enteramente en la idea del determinismo. En efecto, tiene siempre por finalidad la de que el sujeto acepte ideas que determinarán su conducta ulterior. Si se dirige mal, refuerza los móviles de la sensibilidad y torna al individuo esclavo de sus pasiones. En cambio, orientada en el sentido de la ética, implanta las vallas morales que, interponiéndose entre la idea malsana y el acto, impiden hacer el mal. Y desarrolla la conciencia. Desde el punto de vista psicológico, se trata asimismo de una servidumbre, pero servidumbre útil, puesto que contribuye tanto a nuestra felicidad como a la de los demás.
Sentimos la cadena a que estamos aherrojados cuando los que nos guían nos hacen tomar una dirección contraria a nuestro actual deseo íntimo, y nos quejamos de esa violencia que a nuestros sentimientos se hace. Por el contrario, nos conceptuamos libres no bien se nos lleva en la dirección que deseábamos ir; tal lo que expresa con mucho acierto Guyau (Éducation et Hérédité. Estudio sociológico por M. GUYAU. Ed. Félix Alcan, París, 1889.) cuando escribe: Un perro al que su amo sujeta de la traílla, pero cuyo amo quiere precisamente ir a dondequiera desee ir también el animal y tan rápido como éste, se creerá completamente libre.
El joven que no experimentó aún el atractivo de la virtud se resiste a aceptar los dictámenes de un mentor, indignándose al verse encadenado, y no advierte que los consejos que se le dan, si es muy cierto que restringen su libertad, no lo es menos que constituyen un bien para él. Mas cuando llegue a tener discernimiento moral se le despertará otro deseo: el del bien. Se pondrá entonces en su seguimiento, y aunque asimismo atraillado por la idea que de él se apoderó, pensará que la cadena ya no lo sujeta y se forjará la ilusión de la libertad, como el perro que, guiado por un incentivo, sigue exactamente a su amo. Si en su ardor se adelanta a éste, creerá arrastrarle y haberse convertido en guía de él. Esclavo de sus pasiones, primero, el hombre se torna más tarde siervo de la idea moral.
57. La consideración del objetivo ático por alcanzar -en bien del individuo tanto como de la humanidad- hace establecer la distinción entre ambas servidumbres: la del mal y la del bien. En este análisis psicológico se olvida harto a menudo al último. De ahí que en el lenguaje ordinario se declare esclavo a quien obedece a sus impulsos pasionales, egoístas, y se conceptúe como libertad suprema la obediencia a principios morales. Hazte esclavo de la filosofía y gozarás de la verdadera libertad, expresaba Epicuro. Por su parte, Schiller repetía: El hombre moral es el único verdaderamente libre. ¡Y pensar que las más de las personas imaginan serlo!
Para nosotros el caso no es ser libres; antes por el contrario, se trata de hallar la buena senda, como el turista que intenta escalar la cumbre anhelada. Buscará su camino aprovechando todas sus experiencias personales, recabará informes de aquellos que le precedieron, y cuando le haya encontrado no dirá quiero tomarlo sino que lo tomará. Esto mismo expresaba con elegancia una inteligente enferma al decir: La voluntad cae pasivamente en el bache que la razón le hace.
58. El hombre no realiza voluntariamente el mal sino que se extravía, como con tanto acierto pensaba Sócrates, y toda la educación tiene por finalidad mostrarle el buen camino. Estad seguros de que si no lo toma es porque duda todavía de la exactitud de vuestras indicaciones. Le parece quizá el más corto, pero no el más agradable. Cuestión de gustos...
El carácter determinista de la educación se muestra claramente cuando tal educación recurre a la autoridad en todas sus formas. Fuera ridículo hablar de la libertad del niño al cual educan para el bien mediante golpes, de la libertad de pensar de aquel a quien imponen una opinión. Éstos son métodos de ortopedia moral aún demasiado en uso en ambientes que apelan al libre albedrío, y parece que no se cayera en la cuenta de la antinomia que existe entre esas dos nociones, autoridad y libertad.
Psicológicamente hablando, la libertad no es mayor cuando cedemos a cualesquiera sugestiones. Para apreciar con justeza la libertad de juicio del hombre, basta haber asistido en estado de vigilia a sesiones de hipnotismo o sugestión y saber que el noventa y siete por ciento de las personas son aptas para sufrir tales influencias en virtud de su credulidad.
59. La persuasión mediante los argumentos más lógicos no concede mayor libertad real al individuo. Es cierto que no impone nada, que incluso afirma expresamente: Sois libres. Escuchadme y apreciad los motivos. Pero si la idea que se expone al sujeto es aceptada por él -y dicha aceptación no depende de su voluntad sino de su facultad de comprender- se torna imperiosa, tiránica, y le arrastra con tanta más fuerza cuanto más convencido esté. Si, por el contrario, resiste a la dialéctica del maestro, es porque no comprende a fondo la idea que le presenta, debido a que ésta no encuentra lugar en anaqueles ya ocupados, y el sujeto sigue siendo esclavo de su opinión anterior. Todos sabemos cuán penoso es sentir esa resistencia de la mentalidad de otro cuando nos proponemos favorecerle haciéndole compartir nuestros opiniones.
La educación por medio de los procedimientos persuasivos es la única que respeta la libertad aparente del individuo, que pone a su consideración los motivos, dejándole juzgar del valor de los mismos conforme a sus propios recursos intelectuales.
60. Todo procedimiento que recurre a la autoridad es malo en sus esencias, aun cuando tenga la ventaja de dar un resultado útil y rápido. El fin nunca justifica los medios. Una idea nos toma del cuello y nos fuerza a obedecer tanto como el látigo, aunque sea más agradable que este último. Tampoco es detestable la violencia de la autoridad por el hecho de que provenga de los demás, ya que las ideas que nos mueven dimanan asimismo de los demás -de nuestros padres y maestros, como las palmadas que nos dieron quizá-, sino que lo malo de la autoridad es que no desarrolla nuestro discernimiento, nuestra perspicacia.
Lo que necesitamos en la vida no es la voluntad -que tantas personas pretenden tener, cuando no son más que voluntariosas, esto es, esclavas de sus impulsos- sino inteligencia. Spinoza
grabó esta idea en las palabras siguientes: Inteligencia y voluntad no son sino una sola y misma cosa.
61. El que interprete a derechas esta fórmula comprenderá al punto toda la cuestión del determinismo, pues la inteligencia constituye un don -de Dios o de la naturaleza, como queráis-, y para ser inteligente no basta quererlo. De ahí que sea tan absurdo reprochar a alguien su fealdad moral como inculparle de sus enfermedades físicas.
Se da al vocablo inteligencia una significación sobremanera restringida cuando se califica de inteligentes a quienes han puesto de relieve ciertas aptitudes intelectuales. Fuera menester que se especificase en qué ramo del conocimiento humano merecieron tal distinción, tan pueril como las condecoraciones.
La voz latina intelligere (Intelligere, o mejor intellegere, quiere decir entender; de inter, que en composición se asimila en intellegere, y legere, juntar, elegir. Nemesio Fernández Cuesta, Diccionario de las Lenguas Francesa y Española comparadas. N.d.T.) significa comprender. Ahora bien, todos los días vemos individuos que, tenidos por maestros en el dominio de la ciencia, las artes o la política, no comprenden y, desde el punto de vista ético, son idiotas o débiles de espíritu. Les falta precisamente la inteligencia más necesaria, la que hace hombres. Por desdicha, sólo poseen aquella otra inteligencia -más brillante a los ojos del mundo- que hace sabios, artistas o estadistas, y a menudo también pedantes ingeniosos.
62. El objeto de la educación que impartimos al prójimo o de él recibimos debiera consistir, ante todo, en formar esa inteligencia moral que nos permite discernir el bien del mal e iluminar nuestra marcha por el camino de la vida, bordeado de despeñaderos.
Inferiores son todas las otras formas de inteligencia. Pueden procurar ventajas personales a quienes las poseen, hacer que disfruten los demás con ellas y cooperar, por tanto, a la institución de esa felicidad -siempre contingente y precaria- que se resume en los términos de beneficios de la civilización. Mas no se necesita ser muy erudito para caer en la cuenta de que todo eso no constituye la felicidad. Tales inteligencias, brillantes pero fragmentarias, causan a menudo tanto daño moral que el bien que reportan no lo compensa.
Poseemos bastantes escuelas de toda índole, que nos dan conocimientos generales y especializados y pueden hacer de nosotros muy buenos técnicos en todos los campos de la humana actividad, mas nos haría falta una escuela que formara hombres.
63. Al escribir estas palabras me figuro asaltado por una muchedumbre de adeptos de las religiones existentes, que me gritan:
Pero ¡si esa escuela existe ya! Es la Iglesia. Y quedo un tanto cortado en presencia de todas esas buenas gentes que sólo ven la salvación en una religión de autoridad.
No rechazo en modo alguno su ayuda ni pongo en tela de juicio sus excelentes intenciones. Incluso estoy persuadido de que la aplicación de la moral de Cristo hubiera traído a la tierra la felicidad que anhelamos. Es lo que decía Omer Joly de Fleury en su fulminante exposición contra el libro De l'Esprit: ¿Qué hombres serían más dichosos que los cristianos si éstos se sometieran en todo a la moral del Evangelio? Si así fuese, ¡cuánta dulzura habría en las costumbres, qué de cordialidad en las relaciones sociales, y regla, honradez y justicia en todas nuestras acciones!(L'âme ou le Système des Matérialistes soumis aux seules Lumières de la raison, por el padre ***. Aviñón, 1759.)
Sí, muy bello sería, pero confieso humildemente no admirarme del resultado que al cabo de diecinueve siglos se ha obtenido. Tengo la profunda convicción de que si Jesús volviese a esta nuestra tierra se taparía la cara al contemplar la Cristiandad que a Él apela. Tal vez su dolor no aumentase mucho al visitar a aquellos a quienes designaban en su tiempo los gentiles.
64. Por otra parte, el respeto a la autoridad va desapareciendo. Se lo hacía notar yo a un excelente padre jesuíta, a quien manifesté:
El buen cura de aldea ejerce sin duda una influencia más beneficiosa sobre sus fieles. Sin embargo, veo a muchos de ellos que se quejan de predicar en desierto. Incluso hay sobrados que recurren a la autoridad y amenazan con las penas eternas, sin poner en ello el ingenio del párroco de Cucugnan.
65. Tal impotencia de la Iglesia para obrar en ciertas almas ha sido bien reconocida por una religiosa, la hermana María del Sagrado Corazón, cuando dice: Gran número de personas que educamos en la idea religiosa se separan de nosotros en el transcurso de su vida, bajo la influencia de los contagios sociales, y abandonan junto con los dogmas la moral a éstos ligada. Por tanto, si queremos actuar sobre esas almas tendremos que instituir cursos de moral racional.
Es cierto. La educación moral racional, basada en la experiencia de todos que a todos se transmite, parece dirigirse principalmente a quienes no pueden aceptar el conjunto de los dogmas de la religión. Pero esto no quiere decir que los cristianos puedan prescindir de ella. Aun cuando aceptan una moral emanada de lo Alto, revelada, que fundan en la fe, a fin de poder aplicarla les hace falta comprender la utilidad de esos preceptos, ya sea para su felicidad relativa en la tierra, ya para adquirir la dicha eterna. Vedlos, pues, obligados también a comprender. Precisan la inteligencia moral.
66. Esa necesidad del control de la razón la vio muv bien Channing, y con él los unitarios norteamericanos. Aun permaneciendo cristiano, admite que revelación y razón, entrambas dadas al hombre para guiarle, se hallan necesariamente en acuerdo y no pueden jamás contradecirse. Las dos, según su metáfora, constituyen una misma luz, con la diferencia que va del alba al mediodía. La una es perfección y no oposición de la otra. La completa, no la destruye. Channing acepta los dogmas con tal que puedan recibir el asenso de la razón. Inclusive para quienes no son capaces de elevarse hasta ese racionalismo cristiano sigue siendo palmario que la moral puede basarse en la razón y que fuera dable establecer perfecta armonía -desde el punto de vista de la conducta en la vida- entre los que tienen fe religiosa y aquellos otros que buscan su apoyo en la filosofía. Signo de los
tiempos es que se haya fundado poco hace una sociedad de librepensadores y librecreyentes.
Diré que para lanzarse a la vida precisa partir de una plataforma que soporte el esfuerzo de nuestro impulso. Los cristianos suspenden del cielo dicha plataforma mediante las cadenas de un dogmatismo, y no niego que pueda servir de sostén a las pocas personas lo bastante dotadas en lo moral para vivir de verdad una existencia cristiana. En cambio, quienes no creen, edifican tal plataforma sobre una base amplia, esto es, los sólidos cimientos de la razón. No tengo motivo para admitir a priori que este edificio sea más frágil que el otro. Ha habido, por lo demás, bastantes racionalistas virtuosos para que se creara la audaz expresión de santos laicos.
67. De suerte que sólo mediante la influencia persuasiva, mostrando la senda del Bien, la Verdad y la Belleza, podemos obrar sobre los demás, y ellos deben recurrir a idénticos medios para lograr nuestra educación. Por desgracia, el resultado de esa tan deseada educación no es siempre el que esperábamos. En efecto, suele chocar la misma contra muchos obstáculos.
Así como se malogra la simiente que en terreno mal preparado se arrojó, lo propio sucede con la idea moral en mentalidades falseadas por la herencia y el atavismo. A más de esto, operan subrepticiamente ciertas influencias educadoras fortuitas, del mismo modo que determinadas circunstancias meteorológicas imprevistas obran en una planta y desconciertan al cultivador.
Suele tomarse la palabra educación en un sentido mucho más restricto cuando (también en esto para dejar a salvo la libertad) se objeta:
No se aprecia a este último, como si voluntariamente se hubiera tapado los oídos de su inteligencia para no escuchar los excelentes consejos que se le daban.
68. En este caso se comete el error en que incurriría un jardinero que dijese: Mirad estas dos plantas que en el mismo terreno sembré y que cultivé con idéntico cuidado. La primera se desarrolló bien, al paso que la segunda es una bribona que no obedece.
Entre aquellos dos hermanos que a primera vista semejan halIarse tan distantes el uno del otro, hay quizá menos diferencia moral de lo que creemos, y hubiera bastado cualquier circunstancia fortuita para invertir los papeles.
Al lado de la educación deseada y dirigida existen multitud de influjos secretos, que operan en el ser desde el primer día de vida y pueden orientarle por una mala senda. A diario sufrimos tales influencias, inmersos como nos hallamos en el medio, expuestos al contagio de todos los gérmenes del vicio que en el aire moral que respiramos pululan y que nos son inoculados así por la palabra, como por el libro y, en especial, por el ejemplo. Sucede con la educación lo que con las precauciones que adoptamos para preservar a nuestros niños de las enfermedades contagiosas, tales como la escarlatina y la rubéola. A veces creemos haber tenido buen éxito, hasta el día en que uno de ellos vuelve con la rubéola, al paso que su hermano, el cual se sienta en el mismo banco de la escuela, no la contrajo.
69. Sin resquicio a dudas, interviene la educación que intencionalmente nos imparten hace mucho en pro de nuestro desarrollo ulterior, mas no olvidemos los influjos materiales y morales que actúan sin nosotros saberlo. He dicho ya que desde la vida fetal pueden esas influencias obrar sobre el carácter del niño y encaminarle a la tristeza y el desabrimiento.
En el instante en que redacto estas líneas, de un hábil médico francés recibo la observacioncilla siguiente:
70. No vaya a creerse que sea éste un caso raro, de padres poco inteligentes. Antes por el contrario, es un ejemplo típico de lo que bajo formas diversas ocurre tanto en las familias como en las casas de expósitos y establecimientos de beneficencia mejor organizados.
A no dudarlo, si en cierto niño hay un estado de enfermedad bien caracterizado, se encontrará siempre almas buenas que le cuiden, pero si es fastidioso sin que se sepa la causa de ello, entonces ¡desdichado de él! Pues no se ama a los niños chillones, que tienen aspecto de mal humor y rechazan las caricias: el afecto se orienta con toda naturalidad hacia el que es mofletudo y, sobre todo, risueño y agraciado. Hasta a una madre le es difícil evitar esas preferencias, cuando precisamente debiera rodear más viva simpatía al niño menos dotado. Y tales preferencias agravan el mal estado de ánimo del pequeño enfermizo: pronto despiertan en él sentimientos de envidia y su deformación moral se acentúa. Nos mostramos injustos para con aquellos a quienes debiéramos proteger, porque olvidamos que son lo que pueden ser. Nos jactamos de ser caritativos con ellos, cuando en realidad sólo hemos pensado egoístamente en el disgusto que nos causan. Y ¡cuánto más duros somos todavía para con los adultos, que no ejercen sobre nosotros el fascinador hechizo de la infancia!
71. Hay contagios que operan subrepticiamente por otras vías. Cierta palabra pronunciada ante el niño en un momento de receptividad psicológica puede dar al través con toda nuestra ortopedia moral. Tengamos siempre en cuenta esas causas múltiples y poderosas de deformación y no acusemos jamás a quien del camino recto se ha salido.
En esta educación recíproca fuera menester un tacto exquisito, el cual tiene su base lógica en la indulgencia plenaria que la idea determinista trae consigo y en el culto constante del Ideal moral.
La educación que recibimos de los demás no es, en resumen, sino el primer grado, la escuela infantil. Durante los años en que la inteligencia está insuficientemente desarrollada, la persuasión lógica no puede ser rigurosa y una pizca de autoridad se inmiscue por fuerza en dicha enseñanza. Empero, hay que poner en ella lo menos posible de autoridad, pues sólo educa realmente si se completa más tarde con el consejo que hace ver al alumno dónde reside el bien. Así que experimente su atractivo, el alumno lo buscará solo.
72. A la edad de la razón comienza la más eficaz de las educaciones: LA EDUCACIÓN DE SÍ MISMO.
Pero incluso en esto ha menester que nos entendamos.
Así como no existe pensamiento libre, tampoco puede haber una educación de sí mismo verdaderamente libre. Nos resulta imposible querer pensar, querer trabajar por nuestra exclusiva cuenta para concebir una idea nueva. No podemos sino desenvolver los conocimientos adquiridos, profundizar ideas que otros nos inculcaron. La educación obtenida de los demás es la lección del maestro, en tanto que la de sí mismo consiste en el trabajo personal en casa. Se lleva a cabo sobre la base de los datos de una enseñanza anterior. Sólo constituye una repetición, y si a veces le añadimos algo que la lección no contenía, utilizamos para ello nociones que nos han sido proporcionadas por otros o que extraemos de la experiencia, la cual es el maestro de todos.
El alumno no hace esa tarea de desarrollo voluntariamente, por firme resolución de una voluntad soberana, sino que se entrega a tal estudio cada vez más serio sólo a consecuencia del atractivo que el asunto engendra, atractivo que uno no se proporciona sino que se experimenta por el hecho mismo de la cultura anterior.
73. Para ponernos a estudiar piano con fervor, para ejercitarnos en él fuera de las lecciones, tenemos que haber sentido el atractivo de dicho estudio y deleitarnos en esa labor por haber calculado las ventajas que nos reportará. Entonces -sólo entonces- nuestra atención se fija en los consejos del maestro y nos complacemos en seguirlos. Mas ¡cuán numerosos son los que no llegan a conocer el atractivo y abandonan ese estudio! Lo propio acontece con la cultura moral: nos dan sus bases, igual que en la música. Pero ¿cuántos alumnos diligentes continúan su educación? Por desgracia, muchos desertan, y ello se da porque no han paladeado el atractivo. Son como el pillete al cual le agradaría más corretear por el bosque y que sólo bostezando se sienta ante ese piano que detesta. Ahora bien, ¿no sucede esto con frecuencia a causa de que el maestro ha desagradado al alumno?
Por consiguiente, la educación de sí mismo no es voluntaria, espontánea. No nos entregamos a ella sino cuando hemos descubierto el atractivo ligado al trabajo de perfeccionamiento íntimo. La de sí mismo sólo difiere de la que los demás nos ímparten en que nos dirígimos la palabra a nosotros mismos. Atraída por el hechizo, nuestra atención se fija, el pensamiento que recibiéramos de los otros se precisa y desarrolla. Nuestro haber se completa con los intereses acumulados, al modo de un capital en caja de ahorros. Empero, personas hay que prefieren guardar sus economías en una media de lana...
74. También es una ilusión de nuestro espíritu el considerar la educación de nosotros mismos como activa, como el resultado de un querer. Es pasiva en el sentido de que nació de un impulso que recibimos y que sólo seguimos si nos complace. Cuando una idea no nos dice nada, pierde su carácter de idea-fuerza y el movimiento se detiene.
Con tanta naturalidad nacen de la experiencia las ideas morales, que surgieron en los albores del pensamiento humano. De ahí que no agreguemos nada completamente nuevo al capital ético que los siglos nos han legado. Al obedecer a las asociaciones de ideas modernas, expresamos idénticos pensamientos bajo otras formas, escogemos en la vida actual las imágenes que deben otorgar relieve a la idea. Pero, si se observa ello más de cerca, se echará de ver que engalanamos con nuevos perifollos la eterna muñeca.
Ciertas ideas nuevas, una nomenclatura especial, sólo surgen cuando hay un hecho nuevo, que nuestros predecesores no conocieron. Tal sucede en el campo científico, donde la experiencia -las más veces fortuita- nos abre nuevos horizontes. Así, los descubrimientos de la electricidad, los rayos X y el radio hicieron nacer palabras nuevas que rotulan concepciones nuevas también. Por eso bastan pocos años para que un tratado de física se anticue.
75. Al contrario, las ideas morales siguen siendo las mismas a lo largo de toda la civilización (En el siglo cuarenta antes de nuestra era, los egipcios poseían ya un código moral escrito. Alexis Carrel, La Conducta en la Vida, Cap. llI, § V. N.d.T.), y si de los escritos antiguos eliminamos las pocas alusiones que les dan color local, encontraremos que son de todo punto modernas y aplicables a nuestro tiempo así las ideas de Sócrates como las de Epicteto, tanto las de Séneca como las de Marco Aurelio.
En el dominio del pensamiento ético los hombres han permanecido iguales, y la eterna lucha entre los adeptos de un dogmatismo y los racionalistas se halla resumida ya en estas palabras del esclavo estoico: ¿Por qué no hemos de hacer por razón lo que los galileos hacen por rutina? Agrega una crítica que sigue siendo tan valedera hoy como en el siglo I de la era actual, cuando acusa a los cristianos de no llevar una vida conforme a sus doctrinas. Creo que si Epícteto recorriera hoy nuestro mundo civilizado no quitaría un punto de tan justa observación.
Precisamente porque el hombre no piensa lo que quiere sino lo que puede, la educación debe esforzarse por iluminarlo, mostrarle el camino de la dicha íntima que en la satisfacción de su conciencia esclarecida reside.
76. Aquel a quien hayan impresionado en su sensibilidad moral las enseñanzas que se le impartieron en su niñez, experimentará el atractivo poderoso de esos estados de alma: sus asociaciones de ideas se verificarán con toda naturalidad dentro de ese círculo, su pensamiento habrá de fijarse, obsesionado, en dicha labor de perfeccionamiento ético. Vivirá entusiasmado por el bien, ora se apoye en una creencia religiosa que satisface sus aspiraciones a un más allá, ora trate de encontrar su camino por la vía de la razón. Se ha acusado de orgullosos a los racionalistas de todas las épocas, reproche que se justificaría si pretendieran haber hallado por sí propios la verdad única, haberla inventado. Pero su rol es más modesto. No han hecho sino recoger la herencia de las generaciones pasadas y tomaron de ella lo que podían comprender y amar. No se pudiera exigir de un hombre otra cosa que esta adhesión a las ideas que le son sometidas: le asiste el derecho de examinarlas a la luz de su razón, aunque fuere ésta defectuosa, porque es la sola linterna que posee para ir en busca de la verdad.
77. Un padre jesuíta español ha comprendido cabalmente el determinismo que resulta del atractivo que a una idea se liga.
Habla en su libro ( Pratique de la Religion Chrétienne, por el R. P. Alfonso Rodríguez, de la C. de J., traducido del español [al francés] por el padre Regnier-Desmarais. ) de "la estima en que debemos tener las cosas espirituales". Tras haber dicho que la sabiduría que hemos de desear consiste en la perfección cristiana, agrega: Aquél es el mejor medio, ya que el progreso que logre esa estima en nuestro corazón constituirá la medida de nuestro adelanto espiritual. La razón de ello estriba en que sólo deseamos las cosas según las estimamos. Puesto que la voluntad es un poder ciego, que no hace sino seguir lo que el entendimiento le propone, la estima que este último profesa a un objeto se torna necesariamente en la regla de nuestros deseos.
-Pasáis por ser los más hábiles de todos los religiosos. Hasta me decíais no temer las leyes tocantes a las congregaciones, porque habéis sabido arreglar de antemano vuestros asuntillos...
-Es cierto -me respondió, con una expresión satisfecha que no disimulaba-, tenemos esa reputación de hábiles.
-Pues bien, ¿sabéis que os juzgo yo, en cambio, muy torpes?
- ¡¿Cómo?!
-Pues, porque vuestro rol debiera ser el de mantener la grey intacta y unida, pero aunque os afanáis tanto como los perros ovejeros, echo de ver que vuestras ovejas se os escapan y se dispersan en lontananza...
-Verdad es -replicó, con una sonrisa algo amarga-; no nos aman, y en mi propia familia, pese a que son muy creyentes, tengo que hacerme perdonar mi ingreso en la orden.
Ved aquí a dos jóvenes, bien dotados ambos y que recibieron en la familia, la escuela y la iglesia la misma educación. No obstante ello, el uno es un mozo encantador, y un mal sujeto el otro.
Dos niños que conocí vieron la luz a once o doce meses el uno del otro. Al nacer el primero se escogió una excelente nodriza y el chico creció bien, sin dificultades, admirándose los padres de ese robusto infante, fresco y sonrosado, que reía de continuo y no lloraba jamás. Ínterin, llegó a la vida el segundo, y como quiera que la nodriza había sido tan buena, los padres pensaron que lo mejor era confiarle también el amamantamiento de este último. Pero al ama de cría no le quedaba ya suficiente leche, de suerte que el niño se esforzaba en balde por lactar y, hambriento a menudo, aturdía a más y mejor. Le sobrevino una diarrea y los gritos del chico redoblaron en intensidad. Entonces exclamaban los padres: iVed qué mal genio tiene este bribonzuelo! Se le cría como a su hermano, con la misma nodriza, y todo lo que el otro sin darnos trabajo alguno tenía de gracioso, éste lo tiene de gruñón y sin gracia. La conclusión era, invariablemente: ¡Qué pésimo carácter!.Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo IV Capítulo VI Biblioteca Virtual Antorcha