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CAPÍTULO IV
LA CONCIENCIA
Definición de la conciencia. Probidad. ¿Existe una moralidad innata? El niño. La noción de justicia. Voluntad y memoria. Libertad. Las tres clases de responsabilidad que podemos concebir.
40. ¿Qué es la conciencia? El conjunto de conceptos morales que en determinado momento existen en el intelecto de un hombre y le sirven de guía para la conducta de su vida.
Decimos de alguien, que carece de conciencia, y de tal otro que tiene una conciencia delicada. Y si es cierto que a menudo esa conciencia se atrofia, también lo es que se cultiva y pule mediante la educación individual y colectiva. Como el carácter, varía según los individuos y difiere de pueblo a pueblo, conforme a la mentalidad de cada uno.
La probidad comercial no suele ser en todas partes idéntica. Existen poblaciones poco cultivadas desde ciertos puntos de vista, en que aquélla es escrupulosa. Las hay asimismo en que, a despecho del desarrollo científico, artístico y literario que han alcanzado, la conciencia moral semeja estar atrofiada. Y determinado pueblo cuya honradez en los negocios es proverbial, tiene en cambio una conciencia muy elástica en lo que hace a la moral sexual.
41. Dichos estados de alma individuales y nacionales son a menudo tan invariables que se pudiera atribuirlos lisa y llanamente a la herencia, considerarlos como peculiaridades indelebles de la raza. No obstante, solemos ver que esas mentalidades se modifican, en los individuos por medio de algunos consejos juiciosos, y en los pueblos merced a la influencia de una corriente de ideas nuevas, ya religiosas, ya morales.
La comprobación de hechos de esta índole lleva a conceptuar a la conciencia moral como un producto de la educación, con la reserva de que hay que admitir el influjo de una predisposición innata, debida así a la herencia como al atavismo.
Ahora bien, no escogemos nuestra mentalidad nativa ni nuestra educación, de suerte que sólo por chanza se puede aceptar el consejo popular según el cual tenemos que ser juiciosos al elegir a nuestros padres.
42. En medio de las innumerables representaciones mentales que integran el acervo de nuestra conciencia y que debemos evidentemente a la educación, ¿hay algunas ideas primordiales, un indestructible núcleo de intuición del bien y el mal? ¿Hemos de reconocer que existe una voz de la conciencia, una sed de armonía, una necesidad de justicia, que cierta ley general y absoluta impondría a todos los hombres capaces de pensar, para emplear los términos de un periodista ginebrino que criticaba hace poco las lucubraciones antirreligiosas de Viviani en la Cámara francesa? Me sentiría encantado de ello, pues si en lo profundo de nosotros poseyéramos tal joya de virtud, sólo cometeríamos faltas leves.
En primer término, sería necesario que todos fueran capaces de pensar -y pensar filosóficamente-. Pero es el caso que muchas personas no se hallan en condiciones de entregarse a semejante tarea: vedlas, pues, privadas ya de esas nociones que se conceptúan primordiales e indispensables.
43. Hagamos notar que tal conciencia impuesta a los que tienen capacidad de pensar, ese imperativo categórico kantiano, de ningún modo nos daría la libertad. Filosóficamente hablando, constituye el colmo de la servidumbre el hecho de obedecer a una ley ineluctable, por felices que puedan ser los resultados prácticos de tal pasividad. Nada corrobora mejor la idea del determinismo que esa coacción moral a la que no podríamos sustraemos. Mas el asunto no está ahí para nosotros, que admitimos sin reparos tal servidumbre necesaria y buena respecto de los móviles. Poco nos importa que obedezcamos a una idea adquirida en el curso de nuestra existencia o a una idea depositada en nosotros desde que comenzamos a vivir. Cuando uno no adquiere nada por sí mismo, todo lo recibe.
Lo teóricamente interesante consiste en saber si tal o cual idea está en nosotros a priori, a título de don de la Providencia o de la buena Señora Naturaleza, o si la totalidad de las ideas que poseemos son fruto de la experiencia.
44. Cierto príncipe guerrero de la Alemania feudal, cuyo nombre he olvidado, expresó: El hombre tiene sólo dos maestros: la naturaleza y la experiencia. Hubiera podido decir simplemente la experiencia, pues la naturaleza constituye el hecho brutal y la experiencia es nuestro modo de ver e interpretar a aquélla.
A ejemplo de Kant, quien se esforzó por demostrar el carácter apriorístico de las nociones de tiempo y espacio, parece admitirse que hay en la psique humana una moralidad innata, gérmenes de ideas que tenderían a persistir pese a las influencias desfavorables.
No veo muy bien lo que pudiera haber en la mente del niño cuando nace. Se diría que al llegar al mundo sólo tuviese instintos, sensualidades, necesidades materiales. Fuera osado afirmar que posee ya ideas y, sobre todo, ideas tan complejas como la sed de armonía o la necesidad de justicia. En todo caso, no sería más que una sed de armonía orgánica, una necesidad de sentirse físicamente satisfecho.
45. Pero desde los días iniciales de la vida comienza la educación, la educación mediante la experiencia sensible, por medio de las sensaciones de bienestar y malestar debidas a influjos físicos: calor y frío, impresiones sensoriales moderadas o demasiado vivas para la sensibilidad del sistema nervioso. Tales sensaciones influyen desde el primer vagido en la mentalidad naciente, y se comprende que una serie de impresiones penosas pueda modificar el carácter del niño, crear esa disposición melancólica que con tanta frecuencia echamos de ver en las criaturas que han sufrido enfermedades o malos tratos. Tal tacha es a veces indeleble. Y quién sabe si esa educación por los sentidos no comienza antes del nacimiento, en el claustro materno, donde ya el feto puede encontrar condiciones desfavorables al logro de su bienestar y sufrir impresiones penosas...
46. Poco a poco, por la experiencia personal, y más tarde -cuando esté en condiciones de comprender- por la ajena, obtiene el niño nuevas nociones, sale de su mentalidad animal para formar su alma humana, accesible a los conceptos abstractos, a la idea moral. Adquiere la noción de espacio al ver ante él los objetos y la extensión que ocupan. Concibe la de tiempo observando la sucesión de los hechos. Aprende a conocer el mundo. Busca ante todo lo que le resulta agradable, y evita aquello otro que le disgusta. Gozando de la bondad de los demás -de una madre o nodriza- llega a la noción de bondad, que aprecia, justamente, de una manera del todo egoísta. La noción de justicia se impone a él más tarde, siempre desde el punto de vista personal, cuando ha experimentado el mal que la injusticia le causa.
Incluso en su concepción sobremanera estrecha de la moral del interés personal pudo Epicuro extraer sin dificultad la noción de justicia. El derecho natural -dice- no es otra cosa que un pacto de utilidad cuyo objeto consiste en que no nos perjudiquemos reciprocamente y no seamos perjudicados. Cada cual, al protegerse de los demás, protege a los demás de él mismo.
47. Hay en ello como un contrato social tácito. Esta noción es accesible al más vulgar buen sentido, aunque Rousseau haya debido afanarse grandemente para exponerla en términos científicos.
El niño no tiene necesidad de un análisis filosófico, imposible a sus años, para asentar tal dato sobre un razonamiento impecable. La lógica engendra repulsión a la injusticia por el solo hecho de que se la ha experimentado o que se adivina el dolor que la misma provoca. No hay una asociación de ideas más simple que la que se da por contraste: la idea de justicia hace surgir la de injusticia. Como dice Rousseau en el Émile: El primer sentimiento de justicia no nos viene de la que debemos a los demás sino de la que ellos nos deben.
48. De tal modo creamos, sin ayuda de los psicólogos, conceptos morales que aquéllos encuentran cierta dificultad para explicar mediante silogismos. Hay cosas tan simples que disminuyen de valor al ser analizadas, y ello sucede no porque sean nociones a priori sino debido a que constituyen el fruto de comprobaciones inmediatas, y la ley deriva de ellas con toda naturalidad. Lo propio ocurre con ciertas nociones científicas. Nuestros matemáticos inician el álgebra con esta proposición:
Toda cantidad es igual a sí misma. El espíritu del niño queda con frecuencia confundido por esa aseveración científica, pues él ha verificado ya el hecho y le parece tan pueril que no ve la utilidad de expresarlo. Por otra parte, dicha proposición es más fácil de admitir que de demostrar.
Las nociones de justicia y armonía resultan asimismo sencillísimas. Dimanan del deseo de bienestar, y habría que carecer por completo del don de generalizar para no comprender que el goce que para nosotros deseamos es igualmente deseable para todo el mundo. Solemos olvidar en la vida esta solidaridad, porque detenemos demasiado la mirada en nosotros mismos, pero nos resulta fácil reconocer la legitimidad de los sentimientos altruistas que engendran la idea de justicia.
49. Así como no existe pensamiento voluntario, que escape a lo que he llamado el determinismo del pensamiento, ni acto alguno que no sea determinado por los motivos, tampoco cabe admitir la existencia de nociones innatas, que constituyan un elemento primordial de conciencia moral.
En cada uno de nosotros la conciencia está más o menos desarrollada. Sería -lo dije ya- harto insuficiente si sólo se hallara constituida por ese núcleo hipotético sobre cuya realidad se insiste. Nuestra conciencia se compone de todas las nociones morales que a la experiencia debemos. Algunas se desenvuelven con mucha rapidez y muy temprano, derivando directamente de la vía sensorial. Otras son más complejas y no pueden ser aprehendidas sino mediante el lento desarrollarse del espíritu humano, bajo el influjo de la experiencia adulta más completa y acrisolada, que los educadores de toda índole -religiosos o filósofos- transmiten. Es el aliciente que ha impulsado a estos últimos a la reflexión más profunda, llevándoles a una más clara visión de las cosas: buscadores infatigables, ponen a nuestra disposición las pepitas que en su camino encuentran.
Dicha conciencia moral se completa durante toda la vida por medio de un aporte de ideas nuevas y la corrección de ideas antiguas. Nuestras miras éticas se precisan o cambian, y a cierta edad solemos admirarnos de lo que hemos podido hacer tiempo atrás con plena tranquilidad de alma. Es que en el decurso de la existencia nuestro yo se va poco a poco transformando.
50. Los conceptos morales adquiridos en los primeros años de la vida y completados o modificados por la experiencia ulterior constituyen lo que denominé barandas directrices. Contra ellos vienen a chocar las representaciones mentales que se precipitan sobre nosotros por las vías de los cinco sentidos, o las reminiscencias de excitaciones anteriores. He mostrado ya el carácter -por fuerza contingente e independiente de nosotros- de tales choques primarios, que determinan el continuo funcionar de nuestro pensamiento.
Se ha dicho que la idea del determinismo se impone al espíritu cuando examinamos objetivamente las acciones de los hombres, pero a este razonable modo de ver suele oponérsele la experiencia interna, la cual nos da, por el contrario, la sensación de libertad.
Tal ilusión es inherente a un análisis tan sólo subjetivo de nosotros mismos. El hombre se siente evidentemente libre cuando puede -sin obstáculos que provengan de los demás o que resulten de una enfermedad comprobada- seguir la tendencia de sus deseos, bien que obedezca por predilección (no puedo decir por voluntad) a los móviles de la sensibilidad, o bien que prefiera someterse a los motivos de la razón.
51. Desconoce el hombre la esclavitud interna que dimana de las continuas variaciones de nuestro bienestar físico y mental y, sobre todo, no percibe como violencia la presión de los motivos, ya que éstos nacen en él mismo y determinan su deseo. Precisamente, define como libertad a esa obediencia y olvida que no se piensa lo que se quiere sino lo que se puede.
Conforme he dicho, el pensamiento no es espontáneo; antes bien, sucede a la excitación, siempre fortuita. El determinismo del pensamiento implica el de los actos, pues estos últimos constituyen la salida forzosa de las representaciones mentales. El hombre lleva a cabo ciertos actos o, cuando menos, tiene la intención de realizarlos. A tales intenciones de actos han llamado voliciones los filósofos, que poseen su propio lenguaje. De lo cual se ha concluido que hay en nosotros una fuerza, un poder libre, y se hizo de la voluntad -como de la memoria- una facultad del alma.
Pero la comparación no es exacta. La memoria constituye un hecho biológico, es la facultad de conservar una impresión, un residuo de excitación anterior. La célula mental posee la capacidad de retener una imagen, no de otro modo que como lo hace la placa fotográfica impresionada por la luz. Tanto depende la memoria de la constitución misma del cerebro, que casi no puede ser desarrollada. Quien desde su infancia tiene mala memoria no la poseerá nunca buena: podrá aprender muchas cosas, hasta superar a otros mejor dotados, pero le será preciso dedicar más tiempo y atención al estudio.
La voluntad no es una facultad. En la larga curva que comienza por una representación mental fortuita y, tras mil hesitaciones, después de todo un trabajo de deliberación, desemboca en el acto, la voluntad no constituye sino un punto matemático, que indica el paso a una volición final, al acto-resultado. Adornamos con el nombre de voluntad a nuestro deseo último.
52. Todo el mundo comprende fácilmente la idea de ese determinismo, que no es hostil a ninguna convicción metafísica, a fe religiosa alguna. Se trata de una simple cuestión de psicología, que de ningún modo abriga la pretensión de resolver los problemas del más allá. De ahí que no podamos oponernos jamás a él por medio del silogismo. Sería, en efecto, trabajo perdido. Pero se reclama la libertad como condición primordial de la responsabilidad, se la postula como fundamento de la moral.
Obligados a reconocer el determinismo en las más de las circunstancias de la vida, los partidarios del libre albedrío califican por eso de relativa la libertad humana. Reducen cada vez más el pedestal sobre que reposa la augusta estatua de la libertad: desde hace mucho tiempo parece ésta encaramada a la punta de una aguja...
53. No es posible la libertad en un ser finito, llamado a la existencia sin haberla deseado, limitado a la duración de sus días, incapaz de llegar a la perfección, dependiendo siempre del medio en que vive, de las múltiples influencias formadoras que sobre su cuerpo y espíritu obran y que se pueden calificar de educativas.
A no dudarlo, la adopción de la tan racional idea del determinismo trae consigo modificaciones en el modo de concebir la responsabilidad. Lo cual es acertado, porque se emplea esta palabra a tontas y a locas, sin ver lo que dicho rótulo pueril encierra. Precisa distinguir.
Toda responsabilidad debe tener su sanción. ¿Cuáles, pues, son las clases de responsabilidad que podemos concebir?
La primera, que salta a los ojos, es la responsabilidad penal, la que la sociedad nos impone como medida de defensa personal. Justa o no, estamos obligados a someternos a ella por tanto tiempo como tengan fuerza de ley las prescripciones penales.
54. A primera vista puede parecer extraño el que se inflija un castigo a quien ha cometido una mala acción, cuando el determinismo sólo ve en tal acto la resultante de una serie de acontecimientos, exteriores los unos y los otros íntimos. Parecería que no hubiera sino que cruzarse de brazos y deplorar esas crueles fatalidades. Se olvida que la pena impuesta es un nuevo motivo de la razón, que se introduce en la mente del sujeto para orientar su vida psíquica e impedir que otras almas se descarríen siguiéndole.
Repito que no es una obra de venganza sino un influjo educativo el que la sociedad debe perseguir. Tales nociones han penetrado ya en todos los ambientes, hasta en aquellos que se rehusan -por una falsa comprensión de las cosas- a admitir la concepción determinista. A dichas nociones debemos las obras de protección para ex presidiarios, los esfuerzos hechos a fin de educar a los delincuentes jóvenes, las leyes relativas a la libertad condicional, y la que debe coronar este pensamiento caritativo: la del indulto.
Las dificultades prácticas de aplicación no han de desanimar cuando se ha comprendido a derechas la idea-madre: el determinismo del pensamiento y el del acto.
55. Dentro de la concepción teísta es posible reconocer una segunda responsabilidad: la que habrá de ponernos en presencia de un juez soberano. En tal caso se trata de un juez absoluto y fuera presunción por nuestra parte el querer adivinar sus decretos y hacer sufrir al culpable no juzgado aún la pena de nuestro desprecio.
Hay, por último, una tercera responsabilidad, del todo personal, y su sola sanción consiste en el daño que a nosotros mismos nos hacemos. Viendo los resultados inmediatos de un acto culposo se pudiera a veces hallar que los delincuentes gozan con él o que su castigo no es suficiente. Tal consideración sólo debería inquietar a los ateos, pues los creyentes apelan, en última instancia, a un alto tribunal de inmutable justicia. Por lo demás, pienso que los goces de los culpables en modo alguno pueden envidiarse. ¿Desearíamos por ventura encontrarnos en su lugar?
Y basta con estas tres responsabilidades, cada una de las cuales está provista de su respectiva sanción y que equivalen a la responsabilidad a secas, de la que se habla siempre sin decir qué se entiende por ella.
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