Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisCapítulo IICapítulo IVBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO III

EL ACTO

Determinismo del pensamiento. Libre albedrío. Nuestros juicios. El deseo y el acto. Ortopedia moral. El crimen, su represión y prevención. El criminal nato. Castigo del delincuente. Razones en contra de la pena de muerte.


24.-me han respondido los más de mis interlocutores-, es manifiesto que nuestros pensamientos son suscitados casi siempre por impresiones del todo fortuitas, por sucesos independientes de nosotros, por reminiscencias. Resulta claro que no podemos evocar una idea sino que ésta se impone, nace por concatenación con la que la precedió y choca con las ideas preexistentes a las cuales ha despertado de su sueño. Es fácil representarse este mecanismo automático, que establece la necesaria sucesión de nuestros pensamientos. Pero, ¿ocurre tal cosa con todos ellos? ¿No los hay que son más primordiales, que se hallan en nosotros y a los que podríamos arrojar a la corriente involuntaria de las ideas, como un maestro que, tras haber dejado a los alumnos perderse en sus ensueños, los volviera a la realidad?

25. Nada impide suponer que hay en nosotros, en los hondones de nuestra alma, una voluntad autónoma. Pero me parece que desempeñaría un rol minúsculo, y la comprobación fácil y cotidiana de que nuestras ideas nacen en una serie involuntaria autoriza por lo menos la conjetura de que sea ésta una regla general. A quienes pretenden que hay excepciones, que existen ideas voluntarias, cumple aportar la prueba de ello. De mí sé decir que desafío a quienquiera a que me indique tales excepciones.

Examinad cada una de vuestras ideas actuales, de vuestras representaciones mentales presentes, y encontraréis siempre, o el capirotazo que las ha puesto en movimiento (hechos casuales), o la idea antigua que desvió al impulso primero, principio moral que surge en nosotros porque con toda naturalidad se asocia con la idea precedente.

La última objeción que suele oponerse al determinismo del pensamiento es que a la postre tenemos siempre el poder de escoger, decidir, ceder a un móvil o resistirle; que disponemos, en suma, de nuestro libre albedrío.

26. Sí, bien es verdad que apreciamos el valor de los motivos y que al obrar hemos resuelto previamente hacerlo. Nos estimamos libres cuando nada extraño a nosotros viene a oponerse a la puesta en práctica de nuestras resoluciones. Si los términos libertad y libre albedrío sólo han de designar la posibilidad de juzgar sin impedimentos que provengan de los demás -de fuera-, no hay inconveniente alguno en que se les conserve.

Pero analicemos más a fondo lo que ocurre en nuestro intelecto. ¿Somos, pues, dueños de tener acerca de un asunto cualquier opinión y modificarla mediante la intervención de una voluntad libre? No.

Todos sabemos cuán hondamente grabados en nosotros están los signos morales de nuestra educación, cuánto nos cuesta apartarnos de las opiniones preconcebidas, cómo en nuestros juicios -que ganarían si fuesen más racionales- nos dejamos influir por los sentimientos. Nada más raro de hallar que la independencia de criterio frente a las sugestiones extrañas, y no podemos incluso sustraernos a ellas aunque reconozcamos sufrir su influjo. No consideramos lo bastante el yugo interior que dimana de ideas tan adoptadas por nosotros que nos parecen nuestras. Esto mismo expresaba Spinoza al decir: Los hombres sólo se juzgan libres porque ven bien sus actos, pero no paran mientes en los motivos que los han determinado.

27. Así que nace en nosotros un deseo, tiende a su realización inmediata, y el acto pensado se cumplirá necesaria e inevitablemente si nada viene a obstarlo. Aquello que le detiene o le hace mudar de dirección no es una fuerza que hagamos intervenir nosotros -una voluntad- sino la aparición, en el campo de la conciencia y mediante asociaciones de ideas, de una representación mental contraria. Ante nuestros ojos se traba entonces una lucha entre dos adversarios. Creemos de veras que nos corresponde adjudicar el premio, pero olvidamos que al juzgar aportamos nuestro carácter y prevenciones; en resumen, que juzgamos con nuestra mente y que no nos la hemos hecho nosotros. Escogemos entre las ideas así como elegimos un sombrero, esto es, sin que los demás nos fuercen a resolvernos por tal o cual, pero guiados, sí, por nuestro gusto. Ahora bien, hay personas que tienen mal gusto, mas estimo que no son responsables de ello...

Entre el deseo y el acto que aquél trae consigo puede encontrarse despejado el camino, en cuyo caso la transformación de la idea en acto se verifica inmediata y fatalmente. Pero a menudo surgen obstáculos, a saber, ideas que irrumpen en el círculo de nuestras asociaciones, ora porque las tengamos ya presentes en la memoria, de resultas de la educación anterior, ora debido a que nuestros semejantes nos las introducen en la cabeza por medio de sus consejos.

28. Con frecuencia se ha comparado al hombre con una balanza, que se inclina siempre hacia el lado en que se encuentra el mayor peso, sin embargo, esta imagen no es por entero exacta. Veamos:
La balanza material, en efecto, se inclina siempre hacia el lado en que el peso es mayor. El valor del mismo se especifica en kilogramos, medida invariable y obligatoria para todos. Pero la balanza del espíritu humano se inclina hacia el lado en que el peso parece ser mayor. Es como si esta balanza poseyese en la extremidad del fiel una cabecilla consciente de sus movimientos y que a cada oscilación dijera para su coleto: Me inclino hacia la derecha, porque el peso que está en el platillo de ese lado me parece ser mayor.

Ahora bien, cada cabezuela de tales balanzas humanas se halla hecha de modo diferente a las demás, en virtud de las disposiciones hereditarias y de la educación recibida. Sólo le es posible juzgar con lo que tiene, y si se trata de una cabeza china puede darse el caso de que se incline hacia la izquierda cuando la nuestra lo haría a la derecha.

Partiendo del concepto de voluntad-fuerza se habla a menudo de esfuerzo moral. En el lenguaje determinista dicho esfuerzo es tan sólo la indecisión dolorosa que se apodera de nuestro yo pensante cuando grandes pesos cargan los platillos de la balanza hasta el punto de quebrantar su astil.
Apliquemos estos datos a un caso imaginario.

29. Tres personas andan en día de calor por un camino polvoriento bordeado de viñas. La primera de ellas es un hombre bien educado en quien el respeto por la propiedad ajena se encuentra tan afirmado que obra de manera automática. Se cuidará, pues, de extender la mano hacia el tan tentador fruto, y buscará al viñador para comprarle uvas. Si no le halla, aguantará la sed. Porque a él le parece más imperativo el móvil de la razón que el de la sensibilidad.

La segunda, en cambio, es un individuo menos delicado, siempre como consecuencia de su educación, en el más amplio sentido de la palabra. Tomó ya un racimo y sin escrúpulos se dispone a comerlo, pues en ese momento el motivo de la razón se le ocurre de menos peso que el atractivo del placer. Pero, como quiera que ha visto más escrupuloso a su camarada de ruta ocasional, despertó a tiempo en él la idea del respeto hacia el bien ajeno, y vedlo ya imitando el ejemplo del primero.

El tercer paseante es un pillete, que no comprende en absoluto el estado de espíritu de los otros dos. La probidad de éstos le hace encogerse de hombros. Se embolsa los racimos que arrancó de la planta y los comerá en lugar seguro, con la más perfecta tranquilidad de conciencia.

En este último el camino se encontraba llano y libre de escollos morales entre el deseo y el acto. Por lo que toca al segundo, la valla moral sólo se levantó en él por el contagio del ejemplo fortuito, ya que tales personas recorrían la misma ruta por casualidad. Y en cuanto al primero de los viandantes, a la vista del fruto surgió la idea moral por la puesta en marcha de una idea antigua que en lo hondo de él dormitaba.

30. ¿Significa esto que los tres tienen razón? En modo alguno. La razón asiste sólo al primero. Y ¿quiere decir que todos obrarán igual en ulteriores oportunidades? De ninguna manera. El segundo, que reconoció su error, podrá hacer que arraigue en él la idea de honradez; es posible asimismo que tal idea languidezca y que por tanto obre mal en otra ocasión: todo dependerá de los influjos que lo determinen. Nadie puede prever qué móvil le impulsará, si el de la sensibilidad o el motivo de la razón moral. También puede ocurrir que el pillete en cuestión quede con la idea de que ha sido un tunante y, sin embargo, de simple merodeador como era, se convierta en ladrón y hasta en criminal. Acaso tenga la suerte de hallar en su senda a un hombre de bien que le diga:
-¿Te gustaría que te quitaran algo que te pertenece?
- Oh, no, me sentiría muy contrariado de una cosa así.
- Entonces, ¿por qué haces al prójimo lo que no te agradaría que te hiciesen?

Bien se me alcanza que este ensayo de ortopedia moral puede resultar en balde y que el galopín de marras quizás se mofe de él en el círculo de sus compañeros. Mas ¿estáis seguros de que siempre ocurrirá así? En todo caso, vale la pena intentar tal obra de conversión.

-diréis-, significa apelar a la voluntad. Pero yo llamo a esto apelar al discernimiento, lo que no es del todo la misma cosa.

31. Aplicad tal análisis a la totalidad de los actos de vuestra existencia o la ajena, así a las pequeñas determinaciones de la vida habitual como a los hechos morales de la criminalidad, y encontraréis dondequiera idéntico mecanismo: serie ininterrumpida de pensamientos asociados por cualquier vínculo; aparición de una idea que enciende un deseo; rápido transformarse de este impulso en acto si no sobreviene una representación mental contraria, vale expresar, si otro móvil de la sensibilidad o un motivo de la razón no acude a oponerse al impulso primero. El sujeto es quien pesa los motivos y fija en última instancia su valor determinante, mas para ello se sirve de sus propias pesas, o sea que su apreciación dependerá de su mentalidad anterior, a la cual no puede crear sino que la ha recibido de la herencia y la educación.
Tomemos un ejemplo en el orden de la criminalidad.

32. Un obrero italiano se establece en nuestro país, Francia. Posee las cualidades de su casta: es trabajador, económico, sobrio, y envía regularmente a la familia el producto de su ruda tarea. Pero es, además, violento (en su tierra se emplea con facilidad el cuchillo), sin instrucción, y su religiosidad, si la posee, sólo se exterioriza en prácticas supersticiosas, sin ejercer influencia ninguna en su vida moral.

Cierto día, uno de sus camaradas le hace una broma que le hiere en su amor propio personal o nacional, y hete aquí a nuestro hombre apuñalando a su adversario.

No hubo en este individuo obstáculo moral alguno entre el deseo intenso de vengarse y su acto criminal, sino que el último se ha verificado simplemente como un reflejo. El asesino deplorará al punto su acción, ya porque el sentimiento moral surge tardío en su alma y suscita el remordimiento (lo cual suele ocurrir), ya debido a que, una vez preso, se asusta puerilmente del castigo que le aguarda.

El asesinato que ha cometido es resultante inevitable de un concurso de circunstancias accidentales -su traslado a otra nación, el encuentro con un camarada chancero, acaso el influjo momentáneo de la embriaguez- y de causas más duraderas -insuficiencia de instrucción y de desarrollo moral.

33. El ilustre Charcot afirmó que para que se dé el nervosismo son menester dos factores, permanente el uno -la predisposición neurótica- y el otro contingente -los agentes provocadores-. Lo propio pudiera aseverarse de la criminalidad en todos sus grados: se debe a una causa permanente -la mentalidad primitiva- y a causas contingentes -los diversos sucesos de la vida.

Nosotros, que estamos dotados de una mentalidad distinta a la de ese obrero italiano, no reaccionaríamos de igual manera. Por mucho que una burla hiriera nuestro amor propio, la idea de defensa no llegaría hasta el intento homicida, y aun cuando en un alma apasionada naciese, las consideraciones morales tendrían más fuerza para detenerla que el temor a la autoridad.

¿Es decir que no se debe castigar a ese hombre, so color de que, habiendo reaccionado como pudo en el instante de montar en cólera, no tiene reproche alguno que hacerse? De ningún modo: su acto es contrario a la dicha de la sociedad, y cumple a ésta el derecho de reprimirlo -de penarlo, incluso-, tanto para despertar en el culpable el discernimiento moral que le faltó, cuanto para hacer una saludable advertencia a quienes estuviesen tentados de obedecer, como él, a los meros móviles de la sensibilidad.

34. No hay que machacar con el pasado del asesino. Fue lo que pudo ser. Sabemos que hubiera podido ser otro, de haber tenido principios éticos, si rindiera culto apasionado a la belleza moral o, más simplemente, si hubiese visto de una sola ojeada las consecuencias lejanas de su acto: el encarcelamiento, el dolor y la miseria de los suyos, la injusticia infligida a otros. En efecto, resulta apenas creíble que un hombre no haya pensado nunca que no debe hacer a los demás lo que no querría que se le hiciese. Pero, por desgracia, todo esto no se presentó al espíritu de ese criminal. Tras un delito o falta, sólo nos interesa lo por venir; el pasado no puede servirnos más que de enseñanza, de ahí que en la necesaria represión haya que encarar de inmediato la labor educativa que a la sociedad atañe.

El público culto suele equivocarse extrañamente acerca de esta cuestión de la criminalidad, y frente a las teorías modernas se pone de relieve una injustificada desconfianza. Han sido mal interpretadas las opiniones de Lombroso, por lo que muchas personas ven con inquietud reunirse los congresos de antropología criminal. Hasta se han permitido la chuscada de decir que éstos eran en verdad criminales. ¿Por qué? Porque dichos congresos miran a establecer que ciertos estigmas corpóreos, intelectuales y morales, denotan en gran número de delincuentes una predisposición al crimen que la expresión criminal nato expresa de manera sobrado absoluta.

35. No hay criminales natos, inevitablemente predestinados al homicidio, pero es claro que existen individuos que deben al atavismo, la herencia y la degeneración causada por el alcoholismo y la miseria, una mentalidad especial, una falta más o menos completa de sentimientos morales. Y tal amoralidad se halla tan ligada a su constitución, que se revela físicamente en la bestialidad de la expresión, en el prognatismo del rostro, en la frente angosta o deprimida y en incontables malformaciones -que se han denominado estigmas de la degeneración- del sistema óseo y de los diversos órganos. Mucho antes que los sabios antropólogos, había visto el gran público en las audiencias esas cabezas de criminales sin comprender la idea determinista que dicha comprobación subrayaba.

Esos seres son fieras. Pueden permanecer inofensivos si las circunstancias no acuden a despertar sus instintos, y suele verse a personas muy buenas que tienen una cabeza de criminal. Pero, cuando las contingencias de la vida y la falta de educación moral propician el brote de los malos instintos, la bestia humana se desencadena y asistimos a esos crímenes horribles, cuya causa determinante parece escapar a la mentalidad normal.

36. Los criminales de esta índole deben ser internados, puestos en la imposibilidad de dañar. Bajo el influjo de la emoción reclama para ellos el gran público la pena de muerte y hace ruidosas manifestaciones contra el derecho de gracia. A más de esto, ciertos hombres cultos -científicos que tienen nociones vagas de determinismo- se atreven a alentar ese espíritu de venganza. He visto a algunos que justificaban con razones de economía el uso de tal medio sumario, evidentemente menos dispendioso para el Estado que la cárcel.

Rechazo esta solución: primero, porque no nos asiste derecho alguno de llevar hasta tal grado nuestro rol necesario pero siempre poco seguro de jueces; segundo, debido a que la pena capital suprime toda posibilidad de revisión, si ha habido error de juicio; tercero, a causa de que no cumple su finalidad preventiva, puesto que el asesino obra (incluso en el crimen largamente premeditado) en un estado de ánimo pasional, en cuyo transcurso la cuestión de las penas a que se expone sólo interviene raramente y de manera asaz secundaria; cuarto, por la razón de que, llevada a cabo en público o en el patio de una cárcel, tal ejecución desarrolla en las naturalezas bajas que integran las muchedumbres el instinto sanguinario y el deseo de venganza cruel. La sola idea de ese asesinato en frío hace pasar por las almas un soplo de salvajez mucho más desmoralizador que el ejemplo de un crimen. ¿Quién, entre nosotros, querría desempeñar las funciones de verdugo?

37. Algunos jurisconsultos han creído reconocer una influencia moralizadora de la pena de muerte en el hecho de que ciertos condenados a quienes se indultó, manifestaron júbilo por conservar aún la cabeza sobre los hombros. Es en verdad exigir mucho de los criminales si se pretende que desprecien la muerte. Frente a la última pena será lícito inclusive preferir el correccional. Pero, en el momento en que perpetra el delito no se entrega el homicida a tales reflexiones. En ese instante obra como impulsivo y no teme sino una cosa, a saber, que lo descubran y castiguen. Sólo más tarde expresará preferencias por tal o cual forma de punición.

En individuos menos degenerados y que parecen poseer una constitución física y psíquica normal, las circunstancias de la vida desempeñan el rol de causas determinantes y crean el criminal ocasional.

También éste debe ser puesto en situación que no le permita dañar: es pasible de pena, no sólo porque la sociedad goza como el individuo del derecho de legítima defensa sino a causa de que esa penalidad hace ver al culpable el carácter delictuoso de su acto y refuerza los motivos de la razón, los que fueron insuficientes cuando ejecutó el crimen, pero podrán ejercer ahora sobre él más imperioso influjo.

No se trata, pues, en manera alguna, de considerar al delincuente como no culpable, de ver en él un enfermo o loco y destinarle al asilo en vez de la casa de corrección. No: es menester que prevengamos el crimen, detenerle en el camino de su ejecución e impedir la reincidencia en él; hay que penar precisamente para volver a erigir esas vallas morales que con sobrada facilidad cedieron al empuje de los impulsos pasionales.

He aquí una obra de corrección que la sociedad emprende, y tanto más sagrado será para ella ese deber cuanto que la misma sociedad es causa de la miseria física, intelectual y moral en que deja corromperse a tantos individuos.

38. Las prisiones seguirán existiendo y no se convertirán en gratos lugares de reposo para los desequilibrados. Pero en tales sitios, donde la pérdida de la libertad constituye siempre para el criminal la pena que más le duele, la influencia moralizadora del director de la penitenciaría, el capellán y el médico; en suma, la de todas las personas de buen corazón, debe emplearse con prodigalidad y con esa indulgencia de buena ley que nace directamente de la idea del determinismo. El sabio -ha escrito Platón- castiga no porque se ha pecado sino para que no se peque más. Pues todo hecho consumado es irrevocable y sólo prevenimos lo por venir.

Sí, claro -suele decirse-, hay en la vida de un asesino acontecimientos fortuitos, independientes de él, que hubieran podido no coincidir. Hubo un eslabonamiento fatal de circunstancias. A no dudarlo, la moralidad de ese hombre tiene por principal causa la falta de cultura moral. Pero existe asimismo un elemento de libertad que hubiera permitido al individuo oponer su voluntad a esos impulsos sucesivos.

39. Respondo igual que como lo hice en lo referente al pensamiento. Es un hecho constante y con facilidad comprobable que nuestros actos son determinados por los móviles de la sensibilidad o por los motivos de la inteligencia. A quienes todavía admiten otra cosa en el hombre, corresponde demostrar que éste oculte en su alma ideas morales que no dimanen de la herencia ni de la educación.

Tal cosa no se ha probado nunca. Nos hemos contentado con afirmar que en el alma humana preexiste una idea más o menos clara del bien y el mal, una pizca de conciencia moral (y tal pizca no bastaría en modo alguno) independiente de las circunstancias. La vaga idea de responsabilidad y la severidad manifestada para con el prójimo, se basan en la existencia hipotética de dicha conciencia primordial.

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