Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo I | Capítulo III | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO II
EL PENSAMIENTO
Las palabras, rótulos de los pensamientos. Su carácter elástico. El pensamiento y su mecanismo. Asociaciones de ideas. La casualidad. Voluntad y determinismo.
9. Entonces -se dirá- necesitamos voluntad, energía, poner en movimiento tales fuerzas, dentro de esa libertad moral que hace al hombre superior a la bestia.
Quisiera poder contentarme con dichas expresiones consagradas, hablar el lenguaje de todo el mundo. No creo tener tendencia alguna a singularizarme, y en cuanto al espíritu de contradicción que todos poseemos, no me parece que haya alcanzado en mí un grado enfermizo.
Pero las palabras sólo son rótulos de los pensamientos y resulta peligroso servirse de ellas sin saber bien lo que representan. Cuando nos dedicamos a este análisis echamos de ver que la rotulación no corresponde siempre al contenido. Hay vocablos que conservaron a través de las edades la significación que tenían al ser creados y que servían tan sólo para designar un hecho sin explicar sus causas. Existen, en cambio, expresiones a las que se desvió de su sentido primitivo. Harían falta continuos cambios o retoques en las denominaciones, y no los hacemos. Por lo demás, los términos son elásticos y se deforman en la mente de cada cual bajo la presión de las palabras-ideas que preexisten en el intelecto del que piensa. Las dicciones representan a menudo dos aspectos de una realidad única, a veces ideas opuestas, y el desacuerdo existente sobre el sentido exacto de las voces empleadas da lugar a estériles discusiones.
10. Utilizamos nuestras piernas sin saber nada en lo tocante a la anatomía y fisiología de los órganos de la locomoción. Nos servimos perfectamente de los ojos sin conocer las leyes de la óptica fisiológica, si bien esta ciencia nos es de gran ayuda para corregir los defectos de nuestra vista. Asimismo, en muchos dominios piensa el hombre con toda sensatez sin tener nociones de psicología, pero el mecanismo del pensamiento es harto más complicado que el del ojo y, si nos aventuramos en el terreno del análisis moral, surge la necesidad de conocer el instrumento de que nos servimos, la razón, y de que nos entendamos previamente acerca del valor de las palabras que empleamos.
Examinemos desde este punto de vista el término pensamiento.
El ser humano abriga una extraña ilusión cuando imagina poder pensar en lo que quiere y lo que quiere. Jamás hombre alguno, por genial que fuese, tuvo un pensamiento completamente personal, hizo brotar una idea de su augusta frente. Por complejo que sea, el pensamiento resulta de asociaciones de ideas que no sufren de ningún modo el yugo de una voluntad soberana. Nuestros pensamientos se imponen a nosotros, se suceden en la mente sin que nos sea dable invertir su orden, expulsar los que son importunos y detenernos voluntariamente en los que nos placen. Todos ellos derivan de excitaciones fortuitas, físicas o psíquicas, provenientes de fuera, extrínsecas en relación a nuestro yo íntimo, inclusive cuando tal excitación tiene su asiento en el organismo. No dirigimos nuestro pensamiento sino que lo engendra la excitación. Las ideas que tenemos son producto de la experiencia personal y de la que los demás nos transmiten mediante la palabra o el libro, por todos los medios de expresión que nos dan nuestros cinco sentidos. Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu, sigue siendo la proposición fundamental de la psicología.
11. En consecuencia, no pensamos por nosotros mismos, en el sentido estricto de la expresión. Diría yo que asistimos pasivamente al funcionamiento de nuestro calidoscopio mental, en el que se suceden las imágenes bajo el influjo de los golpes que del exterior recibe. El movimiento provocado continúa en la vigilia, prosigue durante el sueño en forma de ensueños, y ni de día ni de noche podemos oponernos a ese incesante flujo de pensamientos. La dirección e intensidad de dicha corriente sólo dependen de los obstáculos que halle en su camino; en realidad, de las ideas anteriores almacenadas en nuestra memoria, las que han nacido asimismo de manera accidental, por medio de la experiencia sensible. Ya se trate del más vulgar retruécano o bien de una idea genial, para todos nuestros pensamientos encontramos esa concatenación necesaria e independiente de nosotros.
La idea que expreso es de tal modo extraña a la mentalidad común, que me veo forzado a explicarla mejor, aun cuando la conceptúe yo una verdad que salta a los ojos.
12. He aquí un ejemplo: Dos jóvenes se hallan obligados por las necesidades de la existencia a levantarse a las siete de la mañana para ir al lugar donde trabajan. Entrambos se despiertan en virtud de los influjos poco conocidos (reposo suficiente para el organismo, hábitos, autosugestiones anteriores, excitaciones sensoriales provocadas por la luz, el timbre de un despertador, y demás) que rigen el estado de sueño o de vigilia. Al abrir los ojos, no son en modo alguno libres de pensar en lo que fuere -en el Gran Turco, verbigracia-, sino que sus pensamientos (sin intervención de la voluntad) son llevados hacia los objetos de sus preocupaciones anteriores y dirigidos por circunstancias de todo punto casuales. Uno de ellos comprueba que es pleno día ya y al instante le nace esta idea: ¿Habré dormido demasiado? Y tal idea, con frecuencia turbadora, no es voluntaria sino que se impone. Por asociación de ideas el sujeto se ve forzado a mirar su reloj y, no bien cae en la cuenta de que se le hace tarde, salta de la cama como si lo impulsara un resorte. Acaso el joven en cuestión preferiría no obedecer a tal reflejo psíquico, pero este último ha nacido de resultas de su educación anterior, de la idea fija de que le es preciso concurrir a su trabajo, hecho que se expresa diciendo que obedece al sentimiento del deber.
También el otro mozo echó una ojeada al reloj, pero no reaccionó; antes bien, ha vuelto a arrebujarse: un débil sentimiento del deber, así como la falta de interés por su trabajo, impidieron su reacción. Seguirá durmiendo tranquilamente, al paso que el primero de ellos no hubiera podido permanecer un segundo más en su lecho.
En ambos va a continuar el funcionamiento del pensamiento sin que puedan interrumpir su curso. La ruta que tales asociaciones de ideas seguirán es imposible de prever: ello dependerá a la vez de acontecimientos fortuitos, de las ideas anteriores que en la mentalidad del sujeto preexisten y también de los sentimientos que le agitan en el instante mismo de la excitación contingente.
Las ideas se encadenan, determinan actos, y esas asociaciones se hacen tan inconscientemente que a menudo nos asombramos del camino que han seguido, de suerte que en el discurso de una conversación solemos formularnos la pregunta: ¿Cómo hemos llegado a hablar de esto? 13. Veamos ahora otro ejemplo: Cierto día se nos ha herido en nuestro amor propio. Creemos haber liquidado el asunto tomando nuestra decisión al respecto y lo afirmamos con toda sinceridad. Pero he aquí que el encuentro de determinada persona y un nombre que se pronuncia ante nosotros provocan el recuerdo de aquel episodio ingrato en que se nos ofendió. Experimentamos entonces un agudo dolor moral y durante horas enteras quizá seremos perseguidos por pensamientos tristes y obsesivos, incluso aunque reconozcamos que nuestras preocupaciones son vanas o exageradas y aun cuando bien quisiéramos pensar en otra cosa.
No podemos detener la idea ni el sentimiento que le sucede. No nos resulta posible oponer la voluntad a ese incesante fluir, a la interminable sucesión de imágenes mentales, oriundas siempre de una excitación anterior, sino que lo que se interpone es otra representación mental, que interviene sin que tengamos poder para evocarla.
14. Todos los días, cuando nuestro pensamiento es conducido al examen de una de nuestras acciones, nos vemos obligados a decirnos: No debiera haber hecho eso. Y si nos reprochan que no hayamos obedecido a tal o cual consideración, respondemos: Qué quiere usted, no se me ocurrió. A veces nos replican con bastante rudeza: Precisamente, había que pensar en eso. Lo cual es fácil decirlo luego, demasiado tarde ya, pero antes resultaba de todo punto imposible, puesto que en el instante de la acción no surgió la idea. Lo único que se puede hacer es ver bien, en el momento en que nuestra atención ha sido atraída sobre ese punto, lo que deberíamos haber hecho, no para atormentarnos con inútiles recriminaciones sino a fin de hacerlo mejor la próxima vez. En la conversación tenemos con frecuencia lo que se ha dado en llamar el ingenio al pie de la escalera, esto es, que sólo al salir de una casa se nos ocurre la réplica ingeniosa que debiéramos haber dado a la broma de que se nos hizo objeto allí. No tuvimos la idea de ella sino tardíamente. Lo propio nos acontece en la vida moral, bien sea que los conceptos éticos que dormitan en nosotros no hayan sido fijados lo suficiente por la educación, o bien que el hecho fortuito, que depende de los demás, no haya intervenido a tiempo para mudar el curso de nuestras asociaciones de ideas. A menudo habríamos obrado de otra manera si la carta de un amigo no hubiese sido retrasada por circunstancias independientes de nuestra voluntad.
15. Los periódicos narraban hace poco el suicidio de un alto funcionario. En su agonía le comunicaron el contenido de una carta que reducía a nada las inquietudes que determinaran su acto de desesperación. Demasiado tarde, murmuró, expirando en seguida.
Una melancólica, obsesionada por la idea de matarse, sube a la torre de una catedral. Monta a la balaustrada y va a precipitarse en el vacío, pero ve entonces al pie de la torre a unos niños que juegan. Temiendo herirlos o simplemente asustarlos, renuncia a esa forma de suicidio y de allí a pocos minutos se arroja al río.
¿Quiere decir que nuestra conducta no depende sino de esas circunstancias enteramente casuales? No: depende a la par de tales sucesos y de las ideas, de las representaciones mentales que preexistían en nuestro intelecto Y que serán despertadas por el funcionamiento involuntario de la mente. Pero dichas ideas y principios morales nos fueron inculcados por otros, de suerte que tornamos a hallar en esto los azares de la vida, de nuestra educación.
16. Con sobrada verdad se ha dicho que la casualidad no existe. En tal sentido es palmario que cuanto ocurre tiene su razón de ser. El trastejador que imprudentemente lanza una teja desde lo alto del techo, obra en virtud de sus impulsos, y yo, que paso por la calle, soy movido por cualquier causa determinante, mas hay casualidad en la coincidencia de los dos hechos, que no se hallaban vinculados por ninguna relación necesaria de causa a efecto y mil veces hubieran podido no coincidir.
El pensamiento no es, pues, espontáneo ni resulta de un esfuerzo interior del ser pensante: es involuntario, automático. Las ideas nos caen como tejas en la cabeza, pero la experiencia puede enseñarnos a no pasar bajo los techos en reparación. No es que queramos no pasar bajo ellos sino que la asociación de ideas generó en nosotros un temor saludable, y os será preciso emplear la violencia para hacer que una persona tome un camino que juzga peligroso. Por tanto, ha menester que conozcamos el peligro, y también en esto tenemos un solo maestro: la experiencia.
Tal automatismo del pensamiento se comprenderá bien si hacemos uso de una comparación objetiva.
17. Supóngase una superficie plana sobre la cual los transeúntes arrojen de continuo bolitas, las que se ubicarán al azar, esto es, sin orden, como consecuencia del impulso que se les dio: avanzarán en línea recta para detenerse cuando hayan perdido su fuerza viva.
Estas bolitas constituyen las representaciones mentales que nacen de excitaciones fortuitas. La superficie sin bordes representa al intelecto de una persona que no tuviese idea anterior alguna, fenómeno del todo imposible. Empero, existen muchos que sólo poseen escasas ideas fijadas en el campo de su conciencia: se trata de impulsivos, que obedecen a la totalidad de sus impresiones, de la manera que la veleta a todos los vientos. Es la anarquía de la mente.
Pongamos ahora en los cuatro lados de dicha superficie plana otros tantos tabiques elásticos como las barandas de la mesa de billar, y el desorden habrá de disminuir. Las bolas impulsadas sobre el paño no se situarán ya al azar; habrá menos en los bordes, porque las que hayan sido empujadas sin fuerza se pararán antes de alcanzar la baranda, y las que la toquen volverán a separarse de ésta.
Añadamos ahora en esa misma superficie algunas barandas oblicuas, como los diques de un río, y al desorden sucederá el orden, pues las bolas, de cualquier punto que sean lanzadas y sea cual fuere la energía que las anime, serán canalizadas y seguirán todas idéntico camino, como si las echasen en un embudo.
18. El espíritu del hombre que ha cultivado poco su mente, vale significar, aquel a quien la experiencia no educó, se asemeja a la mesa de billar con sus cuatro barandas elásticas. En sus asociaciones de ideas hay cierta lógica y posee incluso barandas supernumerarias, pero mal orientadas, que son sus prejuicios, sus conceptos estereotipados, que la presión del medio y la educación falseada fueron maquinalmente acumulando.
El que -por resultado de su inteligencia innata, de los juiciosos consejos recibidos de sus padres y amigos y de las contingencias de la vida a que todos estamos sometidos- haya colocado bien sus barandas, a saber, sus principios morales, verá que su vivir mental se regulariza. Sus asociaciones de ideas se sucederán en un orden lógico determinando actos normales, adaptados al único fin que el hombre persigue, la felicidad en su más amplio sentido, ya sea en este mundo o en una existencia venidera.
Lo que significa que necesitamos barandas en el campo de nuestra mente, principios directores contra los cuales vengan a estrellarse los pensamientos accidentales, arrojados al azar en nuestro intelecto. Precisa que estos últimos sean desviados cuando son malos y canalizados en una sola dirección, la de una ética favorable no sólo a nosotros mismos y a nuestros parientes sino al género humano todo.
Ahora bien, no nos creamos tales barandas sino que nos las da la experiencia universal, y si esas ideas se fijan en nuestro intelecto es porque tienen para nosotros un poderoso atractivo.
19. La ilusión de libertad, constante en el hombre que no reflexiona sobre el porqué de las cosas, se acentúa sobre todo cuando aplica su pensamiento a un trabajo continuo, que exige esfuerzo. Incluso quienes han comprendido en cierta medida el determinismo y aprehendido la índole casual de nuestros pensamientos sucesivos, responden: Vuestra afirmación es demasiado absoluta. Podemos imponer a nuestra mente cierto orden. De ahí que cuando consagramos una hora a resolver un problema algebraico dirijamos el pensamiento en determinado sentido y alejemos todas las otras ideas que vendrían a turbar el eslabonamiento de nuestras deducciones.
Esto es cierto en apariencia, tanto en lo que respecta al trabajo continuo como en lo concerniente al pensamiento fugitivo, si no tomamos en cuenta las servidumbres internas. Porque no fijamos voluntariamente nuestra atención sino que ella se fija por el incentivo mismo de la tarea que decimos imponernos y que, por el contrario, se impone a nosotros.
Para una clara comprensión del determinismo importa discernir bien el carácter imperioso del motivo que determina nuestra acción. Detengámonos en un ejemplo concreto.
20. Cierta noche comence a leer una obra literaria que me interesó. Al despertar a la mañana siguiente las asociaciones casuales de ideas me hicieron recordar el asunto. Renace entonces el atractivo y siento un deseo intenso de dedicar algunos instantes a dicha lectura. Empero, se apoderan de mí ciertos escrúpulos. Ocupado en otros trabajos, me parece que haría mejor si leyera algo que me fuese de utilidad directa. Heme aquí tergiversando... De súbito, echo de ver sobre mi mesa un gran sobre, que contiene cierto informe médico-legal que debería haber entregado ya. La vista del sobre despierta en mí un remordimiento, porque el retraso de esa tarea puede acarrear consecuencias enojosas a la persona que es objeto de mi informe periciaI. Tal sentimiento se torna tan poderoso que abrevia mis veleidades de consagrarme a la lectura de la obra literaria. Tengo que ponerme a la obra, de modo que durante horas voy a concentrar mi pensamiento en ella. El incentivo determinante no reside en el trabajo mismo, ya que resulta en extremo fastidioso, y de rato en rato la imagen del placer que hubiera experimentado leyendo aquella novela revolotea en contorno de mi cabeza como una mariposa y me perturba. Pero dicha imagen es reemplazada al punto por otra, por la de la necesidad del deber, inclusive por la idea de que sólo podría disfrutar de una lectura agradable cuando hubiera puesto en orden este urgente asunto. El incentivo reside precisamente en la obediencia a los diversos motivos de orden ético. Mi concentración, suponiendo que no sea obstada por una fatiga mental, estará en proporción no de una voluntad libre sino del carácter imperioso que en tales motivos reconozca. Un día sabré apreciarlos en su justo valor y cumpliré mi tarea, pero otra vez hallaré mil excusas para postergarla hasta la jornada siguiente.
21. Nos sentimos siempre activos y no pasivos en cualquier trabajo, ya se trate de un pensamiento huidero que se traduce en un gesto, o bien de una labor continua, perseverante. Somos libres en el grosero sentido que el hombre vulgar da a esta palabra, pero somos esclavos -filosóficamente hablando- de los motivos que se imponen a nosotros, de resultas de nuestro temperamento.
De ahí que haya personas de las cuales no se logra jamás que entreguen el trabajo prometido y que se hacen desgraciada la existencia por su ineptitud para concluirIo. Los Fragments d'un Journal Intime, de Henri-Frédéric Amiel, arrojan trágica luz sobre esas mentalidades indecisas, para las cuales los motivos de acción no llegan jamás al grado de madurez que los torna eficaces. (En efecto, Amiel, ese triste Hamlet ginebrino, como le llama Rodó, fue por exceso de análisis un divorciado de la acción que pasó buena parte de su vida redactando un diario íntimo con varios miles de páginas manuscritas y del cual sólo se conoce en castellano una reducción harto sumaria. Refiriéndose a su caso escribe el autor mencionado: Este continuo análisis de lo que pasa dentro de nosotros, cuando el análisis no va encaminado a un fin trascendente; esa morosidad ante el espejo de la propia conciencia, [... ] son el sutil veneno que paraliza el espíritu de Amiel y lo reduce a una crítica ineficaz de sus más mínimos hechos de conciencia; [...] Amiel nos dio un ejemplo de contemplación interior sin otro fin que el del melancólico y contradictorio placer que de ella nace. José Enrique Rodó, Motivos de Proteo, XIX. N.d.T) Si quisiéramos llevar hasta el purismo el lenguaje determinista deberíamos decir que hay personas cuya existencia es hecha desgraciada por sus defectos. Pero de nada vale suprimir verbos reflexivos para expresarse mediante la voz pasiva. Cuando nos introducimos el dedo en un ojo somos la única causa de ello, por involuntario que nuestro acto haya sido. De ahí que no nos propongamos evitar en estas páginas todas las expresiones que puedan engendrar la idea de libertad, de falta personal. Basta haber comprendido la naturaleza de los fenómenos mentales.
22. Siempre ha juzgado el hombre conforme a sus sentimientos, inclusive en la elaboración de los conceptos religiosos. En todo tiempo atribuyó a sus dioses algunos de los defectos humanos, les forzó a obrar bajo el impulso de los celos, la venganza o la ira, haciéndoles asimismo esclavos de sus representaciones mentales y de los sentimientos que éstas originan. Con un modo de ver antropomórfico, del cual no podría el alma humana desembarazarse, ha hecho los dioses a su imagen y semejanza. Bien es verdad que el cristianismo ha liberado a su Dios único de tales flaquezas humanas, no le achaca ya las extravagancias pasionales de los dioses olímpicos, pero en ciertos conceptos todavía actuales le deja un muy ruin sentimiento, la cólera, y no sólo la legítima, que se dirige contra la mala acción, sino aquella otra cólera que castiga para toda la eternidad.
Los principios morales que hemos fijado en nuestro espíritu no constituyen siempre barandas elásticas lo bastante firmes sino que con frecuencia ceden a la presión de bolas demasiado grandes y arrojadas con fuerza excesiva, que son nuestros impulsos pasionales. En tales casos nos resta sólo comprobar el desarreglo, reparar nuestras barandas y fijadas con mayor solidez, no mediante una voluntad libre que no puede existir sino por medio de una clara visión de las cosas, que obtenemos merced a nuestra propia experiencia secundada por la de los demás.
23. Tales hechos, fáciles de verificar y analizar, ponen de relieve el determinismo que preside al mecanismo de nuestro pensamiento. Nos permiten comprender el porqué de las cosas, sin que dicha explicación cambie en nada cuanto se refiere a la vida mental. El día en que afirmó Galileo que la tierra gira alrededor del sol, no se modificó cosa alguna en el desplazamiento recíproco de ambos astros. La tierra no esperó a que el tribunal de la Inquisición resolviera. No de otro modo, aunque en los albores del pensamiento humano ciertos filósofos como Sócrates comprendieron la idea del determinismo moral, el hombre continuó pensando y obrando mal o bien. Y pensó peor a raíz de que ignoraba el mecanismo del pensamiento: la omisión de los principios psicológicos lo tornó menos indulgente hacia las faltas del prójimo, sin hacerlo lo bastante severo para con las suyas propias.
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