Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Introducción | Capítulo II | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO I
LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD
El deseo de ser feliz. Necesitamos un arte de vivir. Goce y felicidad. El triunfo. Vicisitudes de la existencia. El cultivo de nuestro yo moral. Educación de sí mismo.
1. Y ¿a qué ese empeño, esa continua preocupación por modificar la propia mentalidad y obrar sobre la de los demás? Simplemente, para procurarse la mayor suma de felicidad posible en el mundo.
El único móvil de todas las acciones del hombre es el deseo de ser feliz. Se ha considerado como instinto primordial de toda criatura animada al de conservación, pero ello no es siempre cierto. Ya en los animales el instinto sexual, el deseo de goce inmediato domina y es más fuerte que el hambre y la sed. En la persecución amorosa muestra el irracional la más obstinada indiferencia a los malos tratos que se le infligen.
En el hombre aparece en primer plano ese instinto de querer la felicidad, tanto, que prefiere con frecuencia la muerte a la privación de lo que estima ser la dicha para él. Hallarse satisfecho física, intelectual o moralmente es el único objetivo de todo ser humano, y sean cuales fueren la mentalidad del sujeto y su conducta, sus opiniones y aspiraciones, se encontrará siempre en lo íntimo de su alma tal apetencia primigenia de felicidad. El caso es saber dónde busca el linaje humano esa dicha de que está sediento.
2. Los filósofos se hallan dispuestos a responder e informarnos acerca del sentido de la vida, a mostrarnos su objetivo, su recompensa, ora fundándose en los dogmas de una religión revelada, ora apoyando sobre bases científicas una teoría de la vida. A mayor abundamiento, los metafísicos osan alzar el velo del más allá y nos narran sus sueños más fantásticos sobre la inmortalidad.
Y bien, no me agradan mucho tales tentativas de develarnos lo incognoscible cuando no se está capacitado para saber al respecto más que los otros. Prefiero al padre Weiss, ese dominico de Friburgo (Suiza), que consagra un excelente volumen a... El Arte de Vivir (Die Kunst zu leben von Fr. Albert Maria Weiss, O. Pr. Freiburg im Breisgau, Herdersche Verlagshandlung, 1901.)
He aquí lo que necesitamos. La vida sólo tiene una finalidad y es ser vivida, así que nos hace falta un arte de vivirla bien, de extraer de ella la suma de felicidad a que aspiran todos con pasión, desde el gozador, que se vicia en seguida, hasta el idealista religioso o filosófico, que con iluminado deleite contempla ante sí el amor.
Con un entusiasmo poco menos que mundano, que no creeríamos hallar en un clérigo, reconoce este eclesiástico todo lo que a la labor científica del siglo XIX debemos, pero nos desilusiona haciéndonos notar que todos los progresos obtenidos no dieron en modo alguno paz y felicidad a nuestro pobre mundo. Y, realmente, ¿ quién se atrevería a contradecirle?
3. En efecto, el hombre no ve con bastante claridad ante sí la ruta que a la dicha conduce. Casi de manera exclusiva la busca en la satisfacción pronta y total de sus múltiples deseos, en los placeres materiales e intelectuales, en la comodidad, el confort y la fortuna. Y tanto se han identificado esos dos conceptos -goce y felicidad- que suele llamarse los felices de este mundo a los privilegiados.
Ahora bien, penetrad en esas mansiones donde se enseñorea el lujo e incluso la cultura del espíritu, así como todo lo que parece haber sido hecho para otorgar encanto a la existencia, y a menudo encontraréis allí la desgracia, más quizá que en la choza del pobre. Como decía el buen padre Gaime a J. J. Rousseau adolescente: Si cada hombre pudiera leer en los corazones de todos los otros, serían más las personas deseosas de descender que las que quisieran subir.
En una aguda conferencia exponía el líder socialista italiano Enrico Ferri con términos muy moderados las reivindicaciones de los humildes y hacía notar que el progreso anhelado se cumpliría por evolución si las clases dirigentes favorecían el movimiento, o por revolución si se obstinaban en resistirlo. Agregó: Señoras y señores: Si he hablado de mejorar la suerte de la clase obrera, no entiendo incluida en ello la dicha individual, ya que ésta es cuestión de temperamento. Hay andrajosos que no saben dónde comerán esta noche, no obstante lo cual son tan felices como los reyes, si los reyes pudieran serIo; existen, por el contrario, quienes poseen todo lo deseable en punto a goces y, sin embargo, son siempre profundamente desdichados.
4. Es que la verdadera felicidad no reside en el cumplimiento de nuestros deseos, por legítimos que sean. A no dudarlo, todos los privilegios que debemos -quién al azar de su nacimiento; quién a las oportunidades que le brindó la vida o a su trabajo personal- nos reportan grandes satisfacciones, una dicha momentánea, y no hay hombre que en ciertos instantes no haya podido decir: Estoy contento, soy feliz; mis asuntos marchan bien, me hallo en buena situación; poseo salud y las alegrías del hogar, etc. Pero se trata de felicidades parciales, contingentes y efímeras, que no son la felicidad.
Es lícito buscar todas esas ventajas, y tal ambición constituye la condición primordial del progreso. El deseo de triunfar pone en movimiento nuestras energías y el triunfo confiere poder, así para el bien como para el mal, de ahí que dicha idea sugiriera a cierto dominico francés un sermón sobre el extraño tema: ¡Haceos ricos! Pero, si un hecho hay, que salta a los ojos, es la fragilidad de todas las felicidades parciales. La fortuna se agota. El renombre científico, literario o artístico, cuando ha podido resistir a la denigración de competidores envidiosos, yendo y viniendo años se esfuma... En política, siempre la roca Tarpeya está cerca del Capitolio.(o, dicho de otro modo, al triunfo le sigue la derrota. Desde la roca Tarpeya solían despeñar en la Antigua Roma a los traidores, al paso que en el Capitolio eran coronados los que triunfaban. N.d.T) La salud se altera y la dicha familiar, conyugal o paterna es tan deleznable como todo lo demás, bien sea porque perdamos a los seres amados, bien por el dolor -más grande aún- de verles aquejados de enfermedades físicas, mentales o morales que deben a sus propias faltas o a las duras necesidades de la existencia. Observad a las familias e individuos a lo largo de su vida -tan breve, en suma- y veréis la dicha y la desdicha entrar y salir de su casa e impedir a los más de los hombres una felicidad duradera.
5. En consecuencia, ¿la felicidad no es de este mundo? ¿ Hemos de renunciar de inmediato a ella, consolándonos con la esperanza de una dicha eterna, la cual compensará al final las injusticias de la suerte que todos sufrimos? Parecería que sí, y sin embargo no puedo resignarme a este desalentarnos de la vida terrestre.
Entre las vicisitudes de nuestra existencia hay muchas evitables, que sólo debemos a nosotros mismos, de manera que no nos cabe el derecho a cruzarnos de brazos y depositar nuestras aspiraciones en las alegrías celestiales que nos estén reservadas. Sin duda, existen catástrofes que al alcanzarnos perturban nuestra vida y somos impotentes para conjurarlas, las cuales obrarán siempre sobre la desventurada humanidad. Pero, ¿destruyen por fuerza nuestra dicha íntima? No.
Si bien muchas personas hay que tienen miedo de vivir, se desesperan al menor fracaso y son desgraciadas, no faltan almas que soporten con valor cualquier sufrimiento, así como la enfermedad y la miseria, la muerte de los suyos o la ruina de todas sus esperanzas. Las desdichas -en plural- llueven sobre sus hombros, mas su felicidad íntima permanece intacta. No se refugian en un desdeñoso estoicismo que denotaría insensibilidad, sino en un contento interior que constituye el goce supremo.
Es posible, y hasta probable, que quienes viven una intensa vida religiosa sean más a menudo capaces de adquirir ese don de soportar las pruebas. ¿Acaso no tienen para sostenerles (y ello pudiera quizá disminuir el mérito de tal virtud) la esperanza de inefables recompensas? Pero, por punto general esas almas bien dotadas no llegan tan lejos en sus sueños y no especifican el objeto que persiguen, sino que obran de modo espontáneo, con una intuición que les hace descubrir la felicidad allí donde otros no la encuentran. Tales almas sienten así, y eso es todo.
6. Podemos hallar idéntica disposición de espíritu, el mismo poder de resistencia moral, en personas que no pensaron en entregarse a una fe o incluso en aquellas cuyas reflexiones y experiencia de la vida las han llevado al agnosticismo, esto es, a ese escepticismo racional que nos impide dar a las hipótesis -por agradables que sean- el carácter de certidumbres.
Sí, nos asiste el derecho de perseguir sin vanos escrúpulos cuanto pueda satisfacer nuestros anhelos de bienestar material o espiritual. En nuestro interés y en el de los demás debemos trabajar por mejorar la suerte del género humano, y los progresos debidos a la ciencia pueden contribuir a ello en gran manera. El bienestar no constituye en sí mismo un mal, pues manteniendo a la humanidad en la medianía no se contribuirá a hacerla dichosa; antes bien, con un desarrollo económico incesante -y nótese que no digo por medio de ese desarrollo- se logra el progreso intelectual y moral.
Pero, guardémonos de confiar toda nuestra felicidad a cartas que los otros jugadores puedan anular a cada instante o a las cuales el menor soplo de viento arrebate. Desde este punto de vista tengo muy poca confianza en los beneficios de la civilización en tanto nos traiga sólo ventajas materiales, mayor bienestar en lo que atañe a la vivienda y la alimentación, y goces del espíritu, por nobles que sean.
7. No estriba en eso la felicidad sino que reside en lo más hondo de nosotros mismos, en nuestro yo íntimo, y sólo puede hallar su razón de ser en la satisfacción más completa de nuestras aspiraciones ideales, en el culto de la Verdad, el Bien y la Belleza.
Tal estado de ánimo no puede ser creado si no es por medio de un constante cultivo de nuestro yo moral. Jamás alcanzaremos aquella perfección, pero al menos marchamos por la senda que a ella conduce, y nuestra felicidad -la única verdadera e invulnerable- está en relación directa de nuestro desarrollo moral.
Por grande que sea la obra titánica del hombre, que merced a su inteligencia e incansable trabajo ha descubierto tantos secretos de la naturaleza y subyugado las fuerzas naturales para hacerlas cooperar a sus fines, permanece no obstante en la desdicha que él mismo se forja. Y tanto más cruel parece su miseria cuanto que contrasta con las riquezas acumuladas por la ciencia y la industria.
8. Quienquiera piense en esto concluirá que no hay dicha posible fuera del desarrollo moral de la personalidad humana. Ahora bien, se cae de su peso que las virtudes cuya práctica -conforme las doctrinas religiosas aseveran- debe asegurar nuestra felicidad en una vida futura, son precisamente las que nos harían dichosos en la tierra. Cosa curiosa, el hombre desconoce esta verdad primaria o -falta más grave aún- se declara acto continuo incapaz de realizar tal aspiración.
En lo que hace al desarrollo de la personalidad moral, sólo resulta posible mediante LA EDUCACIÓN DE SÍ MISMO. Cada paso que en este camino damos contribuye a nuestra dicha y arrastra a aquellos que, voluntaria o inconscientemente, sufren nuestra influencia. Así se educa a las muchedumbres, pues sólo el progreso individual es capaz de disminuir la antinomía ya mencionada entre la mentalidad de las aglomeraciones humanas y la del individuo aislado.
Para llegar a tal desarrollo necesario no disponemos de otro medio que el pensamiento, el cual constituye la sola luz que nos permite iluminar el sendero.
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