Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo XI | Capítulo XIII | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO XII
MODERACIÓN
La vida sencilla. Diógenes y su tonel. Ambición y arrivismo. Carta de Séneca a Lucilio. Todo lo que reanima al alma fortifica a la vez al cuerpo. Los hipocondríacos. Médicos y medicina. Progresos de la cirugía. Dieta y alimentación. Las perturbaciones gastrointestinales y la emotividad. Falsos gastrópatas. Se debe ser el sano imaginario.
157.¿Queréis enriquecer a Pitocles? No le deis más riquezas sino quitadle deseos.
¡Qué acierto de expresión en este consejo que ofrecía Epicuro a Idomenea!
En todo tiempo se han predicado las ventajas de una vida sencilla, exenta de ambiciones, los encantos de la aurea mediocritas (Medianía de oro. Significa que lo mejor es una medianía tranquila. Expresión debida a Horacio, Odas, II, 10, 5. N.d.T.). Pero nos sentimos siempre tentados de sospechar ante tal renunciamiento a los bienes del mundo cuando quienes lo recomiendan se encuentran en buena situación. Hasta se bromea con esa medianía de oro insinuando que no debe de ser más que dorada...
Se enrostró a Séneca el que haya ensalzado los beneficios de la pobreza mientras acumulaba tesoros, y nos vienen ganas de responder a tales pregoneros de virtud: Tenéis razón. Debemos saber conformamos con nuestra suerte... cuando es buena.
Efectivamente, hay límites para todo, de modo que en esta época, no sentiremos deseo alguno de imitar a Diógenes y vivir en un tonel, [Coincide en esto con Lin Yutang, el cual dice al respecto: Diógenes representa para nosotros, los modernos, un ideal muy opuesto al nuestro, que parece medir el progreso por el número de necesidades y lujos del hombre... y más adelante: Un Diógenes puede exhalar cierta fragancia espiritual en un libro de relatos, pero un Diógenes como compañero de cama sería una historia diferente. (véase L. Y., Amor e Ironía, 9, trad. de A. Weiss y H. F. Miri, Ed. Biblioteca Nueva, Bs. As., 1949). § En cuanto al famoso tonel de Diógenes, parece ser una inexactitud histórica de la que se hacen eco no sólo los escritores sino también los diccionarios tenidos por serios, como por ejemplo el Nouveau Petit Larousse, el cual en su edición de París, 1947, expresa que Diógenes tenía por vivienda habitual un tonel [tonneau], que se hizo popular en toda Grecia. Pues bien, ya en la vieja revista italiana Natura ed Arte (Roma-Milán, 1º de junio de 1893) se afirma que en tiempos de Diógenes ignoraba Grecia la existencia del tonel, que es de origen gálico, y los helenos almacenaban sus vinos en recipientes de barro muy parecidos a las tinajas. Aserto que corrobora Lucio Ambruzzi en su Nuovo Dizionario Italiano-Spagnolo (Turín, 1949), donde refiriéndose a esta cuestión escribe: Los griegos no conocían el tonel: sería tal vez una tinaja de boca ancha. N.d.T] pese a que ello nos ahorraría muchas molestias con el casero. No conviene llegar a semejante simplificación de la vida, que habría de llevarnos a la dejadez del lazzarone napolitano. (Con esta voz se designa en Nápoles a los hombres de la clase inferior del pueblo. En italiano es sinónimo de gandul, poltrón, y al parecer se trata de un aumentativo derivado del español lázaro, que significa pobre andrajoso. N.d.T.)
En sus diversas formas, el deseo es el único resorte de la actividad humana: hay que estirarlo -diré así- hasta el máximo posible, a fin de que ponga en funcionamiento la energía de vivir. Pero algo debe dirigir a esta fuerza sin disminuirla, y ese algo (que con harta frecuencia se olvida) es la solidaridad.
158. Preveamos las consecuencias probables de todos nuestros actos, no sólo en lo que toca a nosotros mismos sino también en lo referente a los demás, al linaje humano entero. Sólo entonces nuestra actividad se hará fructífera para el conjunto, al modo de la de esos pioneros que han sabido hacer fortuna abriendo a sus semejantes un inmenso campo de actividad.
Pero que el egoísmo no levante la cerviz y se muestre dominante, pues esto quitaría al resultado gran parte de su mérito. En tal caso se censura ese egoísmo que quiere aparecer altruista. De ahí que sea raro que el comerciante o industrial que se enriquece coseche el agradecimiento de aquellos cuyo pan asegura. Pero no todo es baja envidia en la ingratitud de las clases obreras. No recuerdo ya, quién escribió que un hombre de talento y de buen corazón sólo hace fortuna sin darse cuenta.
Es lícito que cada cual busque los bienes que desea y aplique a dicha persecución todas las energías de que dispone. Mas no ponga en olvido el pensamiento ético. Los provechos que obtenga le darán poder para el bien, facultad de ayudar a los menos favorecidos por la fortuna, la inteligencia o el discernimiento moral. Estas últimas cualidades no se compran con dinero, aunque no por ello dejan de ser de difícil adquisición. Recordemos que somos privilegiados, tanto cuando nos cabe en suerte no estar demasiadamente aquejados de miopía moral como cuando poseemos inteligencia, salud física o dinero.
Nazca al punto en nosotros la piedad hacia esos incontables desdichados a quienes cruelmente reprochamos, si no su pobreza, al menos su estupidez y en especial modo su amoralidad.
159. Dicen que la moza más bonita sólo puede dar lo que posee. De igual manera el hombre no puede emplear sino los dones que ha recibido. Enriquezcamos, pues, a nuestros semejantes con conceptos morales al mismo tiempo que los ayudamos materialmente. Tendamos la mano al prójimo para que suba a la galera -lujosa con frecuencia- a cuyo bordo emprendemos el viaje de la vida, en vez de golpear con el remo en la cabeza del que está en el agua, en un tris de ahogarse...
Por legítimas que sean las aspiraciones al bienestar que han creado la civilización, guardémonos de dejarnos dominar por ellas. Nuestro deber para con los demás consiste en reprimir la ambición personal, aun en interés de nuestra tranquilidad. El dolor de no triunfar es tanto más amargo cuanto más vivo sea su deseo. Cesad de esperar y cesaréis de temer, manifestaba Hecatón. Cierto, pues que el temor, ese sentimiento tan opuesto a nuestra felicidad, se mezcla siempre con la esperanza que abrigamos y nace de la irresolución, de la turbación en que lo futuro nos pone. Nos envenenamos la vida presente con tales aprensiones al par que con el recuerdo inútil de nuestras pasadas desdichas.
160. En su Art de Vivre cuenta el doctor Toulouse que existe en China un dicho aplicable a las situaciones penosas. Es éste: Achicarse el corazón. Si tan pintoresca expresión alentara la indiferencia egoísta, la aridez de corazón, muy poco admiraría esta muestra de la sabiduría china. Pero puede significar asimismo que para atravesar los escollos de la existencia no hemos de recargar el corazón de ambiciones y hacerlo sobremanera pesado. En cuyo caso este consejo vale tanto como el de Epicuro.
En sus admirables conferencias sobre temas morales, C. Wagner (La Vie Simple, Ed. A. Colin & Cía., París.) bien ha puesto de relieve la necesidad de que volvamos a una existencia sencilla, a esa moderación en el deseo que no sólo asegura la satisfacción del mismo sino que nos permite sortear el obstáculo de los placeres funestos, ocultos bajo las flores del lujo elegante.
Sobre todo, no olvidemos nunca a los demás. No existe posesión agradable si no se comparte, decían los filósofos antiguos, con la nitidez de su pensamiento grecolatino. En las cartas de Séneca a Lucilio destellan esas perlas de enseñanza moral.
Más deletérea aún se torna la ambición cuando busca obtener honores y notoriedad, así como dominar a los otros. Esta sed de popularidad de mala ley se asocia a la esperanza del lucro fácil y altera la mentalidad de los hombres que parecen mejor dotados. Engendra el escepticismo tocante a todo lo que sea virtud, destruye la veracidad y difunde en las masas, tan tontamente sugestionables, la ávida propensión al arrivismo. 161. Países enteros se contagian de tal corrupción, y nos preguntamos cómo saldrán de semejante estado. Las aglomeraciones cada vez mayores de las grandes ciudades propician la extensión del mal, que inficiona también los pequeños centros provinciales, sin proporcionarles en pago de ello riqueza en vida artística y literaria ni esa cultura delicada que, pese a sus desviaciones, conserva su valor moralizante.
Las profesiones liberales, científicas o artísticas, no están libres de esas ambiciones mundanas, de la búsqueda egoísta del buen éxito personal. Un mercantilismo desvergonzado se introduce en las carreras que parecerían deber desarrollar el altruismo. Con esa preocupación por triunfar, por sobrepasar a los demás, se pierde la sinceridad, cuando por el contrario las aptitudes que nos cabe en suerte poseer deberían ponerse en común, explotarse en bien de todos. Nobleza obliga, tendría que ser el adagio de cuantos gozan de privilegios.
162. Un punto hay en el cual casi no se ha reparado al recomendar la moderación del deseo, y es en lo que mira a la salud. De nuevo hemos de recurrir a los antiguos para hallar la noción de paciencia respecto de la enfermedad, esa filosofía estoica que no sólo ayuda a soportar los males sino que los disminuye o cura. Leed esta carta que dirige Séneca a su amigo, un sí es no es neurasténico:
Voy a decirte cuáles fueron mis consuelos, tras haberte expresado, no obstante, cómo los mismos principios sobre que me apoyaba obraron en mí tanto como los medicamentos. Porque los consuelos honrados se truecan en remedios y todo lo que reanima al alma fortifica a la vez al cuerpo. Me han salvado mis estudios. Atribuyo a la filosofía mi restablecimiento, mi vuelta a la salud. Le debo la vida y es ésta la menor de las obligaciones que para con ella tengo.
163. Escribía tan hermosas líneas al salir de grave enfermedad, en cuyo transcurso había pensado en el suicidio liberador. Renunció a él por consideración a su anciano padre.
Concluye con fina sátira de las costumbres médicas de antaño. Si éstas han cambiado, lo fueron para empeorar, visto que se han complicado con multitud de métodos terapéuticos, amén de medicamentos sinnúmeros y de la propaganda.
Séneca prosigue diciendo:
¡Cuán lejos nos encontramos de esta mentalidad! Existe a la hora actual una necesidad de bienestar físico que nos lleva en derechura a convertirnos en alfeñiques e hipocondríacos.
Lleno está el mundo de personas inquietas, que vigilan ansiosas sus funciones orgánicas más ínfimas y ante el menor malestar evocan el horrible espectro de la muerte.
164. En cuanto su salud se altera por causas accidentales y transitorias, tales individuos se creen perdidos y no se conforman con acudir a un médico de confianza que en carácter de amigo sepa tranquilizarles y añadir a su terapéutica (discreta siempre) algunos consejos de índole moral, sino que deambulan de doctor en doctor, ensayan todos los regímenes, tragan droga sobre droga y buscan otras nuevas en esos específicos que la farmacia y la química modernas lanzan al mercado.
Acaso se comprenda mejor hoy que en el siglo XVIII la carta un poco desconcertante que escribía a un colega suyo de Montpellier el doctor Tronchin, médico de Voltaire y Rousseau, donde se preguntaba si la existencia del arte médico constituía un bien para la humanidad. En lo cual se hallaba Tronchin de acuerdo con Rousseau, quien pone cuidadosamente a su Emilio a cubierto de los médicos y escribe:
165. ¡Qué tole suscitaría este pesimismo en el mundo de nuestros modernos esculapios! ¿Es quizá porque la situación cambió, y mediante un trabajo ardoroso habremos pronto hallado remedio para todos los males?
Desgraciadamente, no...
No cabe duda de que el arte médico ha hecho progresos. La cirugía, en particular, habla hoy con orgullo y se atreve con todos los órganos: cerebro, medula espinal, hasta el corazón, que pone al descubierto y repara, tras lo cual sólo resta volver a cerrar la ventana que en el pecho se abrió. Este último no tiene más derechos que el vientre, al que se vacía casi de cuanto encierra.
No abrigo el propósito de desconocer la brillante ascensión de la cirugía. Opino que cuando los cirujanos son capaces de librarnos de un mal o mejorar nuestro estado, cometemos grave error al no consentir en que nos intervengan quirúrgicamente por paralizarnos nuestras flaquezas, el temor al dolor y ese vago e irrazonable espanto que la palabra operación suscita.
166. Debemos conquistas admirables a estos ilustres sucesores de los barberos de otrora, y al presente nos es posible entregarnos a sus manos expertas y escrupulosas. Pero existen multitud de dolencias en que nada hay que operar, aun cuando se tenga la manía del bisturí.
Precisamente aquí interviene la medicina. Ahora bien, si sus medios son numerosos, no se muestran a menudo eficaces: multa sed non multum. Tras haberse extraviado por las sendas de una absurda polifarmacia que justificaba el escepticismo del gran Tronchin, creyó enmendarse volviendo a los recursos físicos: balneoterapia, régimen alimenticio, medidas de higiene.
Por desdicha, a pesar de su palmario deseo de hacer bien, no ha sabido conservar la duda filosófica. De algunas experiencias ha inferido con sobrada rapidez puntos de vista teóricos que se basan en un conocimiento por fuerza incompleto del quimismo orgánico. Erigiendo en dogmas las que sólo eran verdades parciales y generalizando de modo asaz prematuro creó un cuerpo de doctrina que parece imponente, como la fachada de un bello edificio, pero penetrad allí, poned en funcionamiento todos esos aparatos que deben traernos la salud, y echaréis de ver cuán precarios son los resultados.
167. A más de esto, las esperanzas frecuentemente anunciadas al público a son de trompa desarrollaron en él esa continua preocupación por la salud que es plaga de las generaciones actuales. Sobre todo han desenvuelto dicha tendencia las prescripciones de régimen alimenticio, y se puede afirmar que por cada enfermo que los médicos fanáticos de la dieta curan, hay cien a los cuales conducen derechamente a la hipocondría leve y aún a la grave, que no es sino desarrollo de la primera.
Si exceptuamos algunas cuestiones que todavía se discuten, como la de la abstinencia de las bebidas alcohólicas o la oportunidad de un régimen más vegetariano, el problema de la alimentación está más o menos resuelto. Encuentra el hombre en los alimentos más variados la ración que necesita. Pero si es útil prescribir un régimen alimenticio a los pacientes aquejados de una verdadera enfermedad de estómago o intestinos, constituye en cambio un abuso el hacer llevar una vida de valetudinario a todos los nerviosos impresionables cuyas perturbaciones gastrointestinales no son sino el contragolpe de su emotividad. En extremo sugestionables, tales desdichados soportan con angelical paciencia años enteros las más severas restricciones en la alimentación. Y los hay que se acostumbran en tal forma al rol de eternos enfermos, que no parecen ya desear curarse. Sin embargo, ¡cuán fácil es reconducirlos a la vida normal, tan pronto como se sabe descubrir tras esos males aparentemente físicos la pusilanimidad respecto del sufrimiento y la falta de juicio que trae consigo las conclusiones prematuras!
168. Evitemos caer en esa disposición hipocondríaca y vivamos en una fortificante convicción de estar sanos. Sepamos pasar muy por encima de todos esos malestares diarios que en breve cesarían si no los prolongásemos y que fueran leves de no agravarlos nosotros mismos con el temor. En los más de los estados que se denominan neuropáticos se encuentra el vulgar pánico produciendo los falsos gastrópatas que tan numerosos son en esta época, esos enfermos aquejados de las más diversas fobias, seres sin temperamento que retroceden en presencia de cualquier tarea, obsesionados como están por la persuasión previa de su incapacidad.
Sólo en caso necesario hay que decidirse a considerarse enfermo e ingresar en la enfermería o donde fuere. Talleyrand halló la expresión justa cuando dijo que se debe ser el sano imaginario.
También mis amigos han contribuido con mucho a mi curación: sus exhortaciones, cuidados y pláticas me aliviaban. Has de saber, querido amigo, mi bonísimo Lucilio, que no hay cosa que reponga y sostenga tanto a un doliente como las muestras de afecto de sus amigos. Nada más adecuado para alejar de su pensamiento la espera y el temor de la muerte. Se me antojaba que no moriría puesto que me sobrevivirían ellos. Me parecía que iba a vivir, si no con mis amigos, al menos en ellos. No creía exhalar el alma sino transmitírsela. He aquí lo que me resolvió a cuidarme y a soportar todos mis sufrimientos. De otro modo, después de haber tenido el valor de morir, fuera cosa harto miserable no tener el de vivir.
Adopta, pues, este género de tratamiento. El médico te recomendará la marcha y el ejercicio, al paso que te ha de prohibir la inacción, a la cual la mala salud inclina demasiado,
prescribiéndote el leer en alta voz y ejercitar la respiración, cuyas vías y receptáculos se hallan afectados. Te dirá que navegues y sacudas tus entrañas mediante suave ejercicio, te indicará los alimentos que debes injerir, las circunstancias en que has de tomar vino para fortificarte o suspender su uso a fin de no provocar o irritar la tos.
Pero yo no te doy tan sólo un remedio para esa enfermedad, sino uno para toda la vida: desprecia la muerte; nada nos contrista cuando hemos cesado de temerla.
Un cuerpo endeble debilita al alma. De ahí el imperio de la medicina, arte más pernicioso para los hombres que cuantos males pretende curar. Por mi parte, no sé de qué dolencias nos sanan los médicos, pero sé que nos comunican algunas muy funestas, esto es, cobardía y pusilanimidad, credulidad y terror a la muerte. Dado caso que curen el cuerpo, matan en cambio el valor.Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo XI Capítulo XIII Biblioteca Virtual Antorcha