Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo X | Capítulo XII | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO XI
HUMILDAD
Es virtud desacreditada. Nobleza. Vanidad. Beethoven y Goethe. El self made man. Mérito y demérito. Belleza femenina. Inteligencia. Sabiduría de un pastor inglés. Las aristocracias desaparecerán. La verdadera humildad. Timidez y susceptibilidad. Aprobatividad. El amor propio.
143. Virtud desacreditada es la humildad. Sólo creemos deber inclinarnos ante ella cuando va acompañada del adjetivo cristiana, y aun no se la comprende. Puesto que es tan rara en este mundo, en el que la vanidad representa importante papel, hay que inferir de ello que sea una virtud ajena a la mentalidad nativa. No obstante, es la más racional y fácil de deducir de las comprobaciones más simples.
Su contrario lo constituye el orgullo. Ahora bien, ¿de qué pudiéramos enorgullecernos, visto que todo lo hemos recibido? Si bien suele ser trágica la vida, tiene asimismo su parte de sainete. Nada más grotesco que esa humana vanidad que, al modo de una vulgar coqueta, se emperejila con todos sus perifollos.
Hay quien se envanece del apellido que tiene y de la preposición de que lo precede. Nada hizo para adquirir aquél ni para conservarlo intacto; antes por el contrario, muchas veces ha deslustrado su brillo mundano. Pero siente que le corretea por las venas sangre azul.
Hasta en el caso en que una educación esmerada, actuando sobre aguda inteligencia, ha desembarazado a esta última de la vulgar altivez, casi siempre deja traslucir el sentimiento de su superioridad. Pues bien, suponiendo que los antecesores de este individuo se hayan distinguido en las Cruzadas, opino que nada tiene que ver él con eso.
144. En el mundillo de los bien nacidos se hacen todavía distinciones entre alta y baja nobleza. Esa aristocracia se pavonea cuando el nombre ilustre marcha en coyunda con la fortuna, en tanto que se torna más discreta en los casos en que le falta dinero. Sin embargo, no hesita en volver a dorar su blasón emparentándose con una familia de advenedizos.
El que al nacer se encontró dueño de millones lanza una ojeada desdeñosa a aquel otro que los ganó maquinando negocios vulgares, y éste le devuelve la pelota y gallardea con la convicción de su superioridad intelectual. Por su parte, el artista que triunfó -bien sea pintor o escultor, literato o músico- sonríe compasivo al contemplar a esos estúpidos. ¿Acaso no está él señalado con el sello, del genio?
El buen Beethoven echaba en cara a Goethe (que se hallaba sin embargo muy persuadido del mérito de su persona) la obsequiosidad que ponía éste de relieve en su trato con los personajes de la corte. Le decía: ¿Por ventura no somos superiores a todos esos individuos? No pensaba Beethoven que el genio de que se enorgullecía lo había recibido de la naturaleza: vanidad por vanidad... (Según testimonio del propio Beethoven, las cosas ocurrieron así: Entrambos se paseaban cuando encontraron en el camino a toda la familia imperial. Desprendiéndosele del brazo, Goethe se situó al borde de la carretera, quitóse el sombrero y se inclinó. Beethoven, al contrario, se encasquetó más el suyo, abotonándose la levita, y siguió adelante con las manos cruzadas en la espalda. La Emperatriz y el duque Rodolfo le saludaron. Los reyes y los príncipes -escribe el compositor- pueden muy bien hacer profesores y consejeros privados y colmarlos de títulos y condecoraciones, pero no son capaces de hacer a los grandes hombres, a los espíritus que se elevan por cima del fango del mundo... y cuando están juntos dos hombres como Goethe y yo, esos señores deben de sentir nuestra grandeza (véase Romain Rolland, Vida de Beethoven . N.d.T.)
145. El científico incurre en el mismo error cuando con aparente modestia sonríe de la estupidez del hombre, del vacío que en las inteligencias mundanas comprueba. No por eso deja de buscar los favores de los empingorotados y codicia violentamente las distinciones honoríficas que le colocarán por encima de sus colegas. Dondequiera, aun en los ambientes más intelectuales, se echa de ver esa emulación de mala ley en vez del trabajo desinteresado que se lleva a cabo con ánimo de solidaridad humana.
En efecto -se nos objetará-, es ridículo preciarse demasiado de las superioridades que debemos al azar del nacimiento o a la liberalidad de una Providencia, y hace mucho que la sátira viene cruzando con su látigo esas tiernas vanidades; pero un orgullo legítimo existe y es el del self made man (Hombre que se ha hecho a sí mismo, vale decir, que cuanto es y ha logrado lo debe a su propio esfuerzo. N.d.T.) que, comenzando humildemente, todo lo conquistó merced a su energía. Hay en esto algo de personal, de decidido, un esfuerzo que es preciso admirar y aplaudir. Se debe alentar ese poder de la energía inclinándose ante ella en cualquier parte donde se presente y en la totalidad de las clases sociales.
Y bien, ese juicio me parece injusto, por cuanto somos tan dueños de poseer lo que se llama energía como de nacer ricos...
Nuestras cualidades morales sufren asimismo el yugo de la herencia y se acrecen con la educación, de la manera que el haber que en caja de ahorros poseemos aumenta con los intereses acumulados y las donaciones benévolas que se nos hagan. ¿Acaso tenemos todos de la noche a la mañana una libreta de ahorros bien provista o generosos bienhechores?
146. Jamás pude comprender el sentido de las nociones tan trivialmente usadas de mérito y demérito o, más bien, tengo para mí que nos engañamos al aplicarlas al individuo en lugar de reservarlas para el ideal de virtud que él realiza.
Es absurdo que una mujer se gloríe de su belleza: ¿qué hizo para ser hermosa? y ¿cómo podríamos considerar esto un mérito suyo? Disfrute enhorabuena de esa belleza, esparza en contorno de ella el encanto de su gracia, decuplicándolo con el atractivo de la bondad. Si fuese coqueta pondría de manifiesto una insuficiencia intelectual, mas la pobre de espíritu no tendría culpa de ello, si bien su hermosura disminuiría a nuestros ojos. Se cae en la cuenta de esto cuando se dice: Es bonita, pero lo sabe.
No cabe tampoco que haga un hombre inteligente gala de su superioridad, ya que no se ha hecho él mismo su inteligencia sino que la recibió. Emplee, pues, el capital que ella constituye y hágalo frutecer en bien de todos. Compasivo de la ajena miseria, comparta con ellos, si sufre decirse, el bien que detenta.
147. Un médico amigo mío, que tiene hecha una honrosa carrera de abnegación profesional, me expresaba cierto día:
No se pudiera expresar con más adecuados términos esta idea de solidaridad a cuyo servicio tenemos que consagrar todas nuestras cualidades, ya resulten de la herencia o de la educación, las cuales constituyen los dos únicos factores a que debemos cuanto poseemos.
En parte alguna hay lugar para el orgullo, para una contemplación admirativa de nuestro yo físico, intelectual o moral.
148. La totalidad de las aristocracias están destinadas a desaparecer, por la comprobación cada vez más palmaria de que no constituyen sino privilegio. En todo tiempo han sido blanco de la envidia, porque incluso cuando no son la vulgar superioridad que la fortuna otorga, sino que nacen del don de la inteligencia, procuran ventajas materiales y acentúan las desigualdades sociales, penosas siempre para el que se siente inferior.
Poseían los griegos tres palabras para designar el mejor:
(palabra en griego)
; superlativo de bien, que se aplicaba a las personas superiores, sin que se especificara en qué consistía dicha superioridad, admitida sin vacilación por quienes la reclamaban;
La que necesitamos sería una beltistocracia, una aristocracia del corazón que, sabedora del determinismo de las cosas humanas, tanto en la concepción cristiana como en una filosofía racionalista, sólo tuviera presentes los principios del pastor inglés a que aludimos recién: desarrollar el capital de nuestras virtudes, las aptitudes que hemos recibido, y avanzar de continuo en el perfeccionamiento de nuestra personalidad, no para extraer de aquéllas beneficios personales sino con el objeto de que las aprovechase el género humano todo.
Tal aristocracia no se hallaría expuesta a la envidia y nada habría de temer de las revoluciones. Valiosa para quienes la poseyeran, por cuanto les daría la felicidad, sembraría también esta última a su alrededor.
149. En tanto que la fortuna material, si se repartiera, dejaría a todos en una medianía próxima a la miseria, el bien moral aumenta conforme se le distribuye, y es inagotable. Ved aquí, pues, la riqueza que necesitamos.
Sólo un recurso poseen las clases denominadas cultas para encauzar el torrente revolucionario: consiste en que enseñen la virtud practicándola. ¿Estamos a tiempo todavía?
La verdadera humildad nace del sentimiento -tan fácilmente comprensible- de que no nos debemos nada a nosotros mismos sino que todo lo hemos recibido, sean cuales fueren nuestras ideas acerca de la identidad del donante. No caben distingos: este principio se aplica tanto a las riquezas morales como a los bienes materiales, así a los dones del corazón y el alma como al dinero y los honores.
Hay que declararse contra las nociones de mérito y demérito, no con ánimo de denigrar sino movidos por un sentimiento de equidad social más noble que la admiración hipócrita -a la cual suele sumarse la envidia- que se manifiesta ante el triunfo. Tenemos que experimentar el embrujo de la virtud. Podemos (más aún, debemos) amar a quien la practica, pero no le asiste el derecho de hacer vanidad de ella. El mérito de una buena acción es doble cuando se realiza con sencillez y modestia.
150. Cábenos reconocer en el prójimo un alma elevada y amarla, del mismo modo que admiramos a una hermosa mujer o una obra de arte. Mas debemos rendir nuestro homenaje a la belleza misma, no a la persona que, sin que pueda atribuírsela como mérito propio, la representa a nuestros ojos.
Desde ya fuera preciso suprimir las distinciones y premios que a los escolares se otorgan, alentando con ellos su vanidad precoz, o bien mantener únicamente los que sean capaces de desarrollar la verdadera emulación, la cual consiste no en dejar atrás a los otros sino en marchar junto a ellos, tomados de la mano, conduciéndoles por la ruta del perfeccionamiento.
La idea de la solidaridad debe ocupar cada vez más amplio sitio en esos infantiles corazones, menos endurecidos que el del adulto. No tiene el hombre peor enemigo que su egoísmo: he aquí la idea, que hay que fijar en lo más interior del alma humana, pues constituye la única condición que posibilite el progreso moral.
151. Bien entendida, la humildad suprime de golpe no solamente el orgullo y la susceptibilidad, pero además la timidez, que deriva de estos últimos más directamente de lo que se piensa. Con razón se ha dicho que la timidez es orgullo. Y tocante al rubor escribía a su hija Madame de Sévigné: Se trata de una persecución con la que el diablo fastidia al amor propio.
En efecto, toda timidez tiene su origen en el amor propio, en el temor de que se nos juzgue mal. Es hermana de la susceptibilidad, tan desagradable para quien la experimenta como para los demás. Ese defecto de tal modo generalizado, que torna a las personas inaccesibles a los consejos más benévolos y las sustrae, por ende, a la influencia educativa de que todos necesitamos, obsta en gran manera las relaciones sociales.
Precisamos humildad para admitir el reproche, sobre todo cuando lo merecemos. Y, por otra parte, se necesita indulgencia y tacto para saber hacerlo sin herir. Ahora bien, tal susceptibilidad excesiva es frecuente en los estados de desequilibrio mental a los cuales se coloca en un cajón que ostenta el rótulo Neurastenia, y provoca dramas en los hogares. Defecto innato y a menudo de familia, es siempre difícil de combatir. Empero, se conocen personas que, tras haberse tornado penosa la vida por causa de su impaciencia ante el reproche, lograron al fin desembarazarse de esa susceptibilidad, precisamente porque reconocieron sus inconvenientes. Uno de dichos enfermos me manifestaba que se había librado por sí propio de tal irritabilidad, y al preguntarle cómo había hecho, me contestó: Y..., pensando que era siempre yo quien pagaba la fiesta.
He aquí una reflexión valiosa, que no deberemos olvidar cuando nos hallemos a pique de ceder a nuestras pasiones: siempre nosotros pagamos la fiesta. Y si va a decir verdad no se trata de una fiesta, pues que el sentimiento a que nos entregamos resulta tan desagradable como sus consecuencias.
152. Reconocer que en todos los casos se nos castiga por donde hemos pecado constituye prácticamente el mejor medio para corregirnos de nuestros defectos. Esta moral por prudencia es la más eficaz y debe enseñarse en primer término a los que se duelen de situaciones que por sí mismos se han creado. Sin embargo, cierto egoísmo hay en el hecho de evitar el mal sólo por razón de que nos acarrea consecuencias enojosas. Sin descuidar esta razonable prudencia sabrá el pensador elevarse a más altas concepciones y formarse un Ideal de bien cuyo olvido causaría un remordimiento más acerbo que la mera pena.
Curioso es comprobar cuántas personas no han comprendido el estrecho vínculo que une la timidez al amor propio. Acostumbro dar a esos individuos tan poco perspicaces este ejemplo concreto:
153. A la luz de este ejemplo examinad vuestras timideces -que todos las tenemos- y hallaréis siempre el amor propio en el fondo de dicho defecto, el cual en ocasiones se atreve a abrirse con el ropaje de la humildad.
Pero no hay que confundir timidez con temor, con aprensión. Podemos experimentar temor frente a una tarea difícil, nos sentimos tentados de retroceder ante el escollo. Solemos tener aprensiones en lo que atañe al porvenir y sólo temblando nos referimos a él, con lo que sufrimos movimientos emocionales que pueden estorbar nuestra actividad. Pues bien, no se trata de timidez sino de miedo.
Esta forma particular de temor sólo despierta cuando la atención se fija en nuestra propia persona, cuando pensamos en el efecto que vamos a producir. Tan penoso sentimiento, que nos priva de nuestros medios de acción, no es en sí censurable. Deriva de la necesidad de ser aprobado, de esa aprobatividad (Approbativité, esto es, deseo de agradar, de ser alabado, una de las manifestaciones externas de la vanidad. Parecería común en el ser humano, si tenemos en cuenta lo que dijo Abraham Lincoln en una de sus cartas:
A todo el mundo le gusta un elogio. Y William James: El principio más hondo del carácter humano es el anhelo de ser apreciado. N.d.T.) cuyo órgano situaban los frenólogos en el vértice de la cabeza, al lado del amor a sí mismo. Georges Combe escribe al respecto en su Manuel de Phrénologie:
Un desarrollo conveniente de la aprobatividad resulta indispensable para un carácter amable. Lleva al individuo a esforzarse lo más posible con el objeto de gustar, a suprimir mil pequeños indicios de interés personal y reprimir las numerosas desigualdades de carácter, por temor de exponerse a ser censurado.
En efecto, el deseo de gustar tiene sus ventajas morales: cierto grado de timidez constituye un encanto, pero se convierte en obstáculo cuando esa sed de aprobación es demasiadamente intensa, pues desarrolla entonces una preocupación excesiva de la opinión ajena, el temor del qué dirán, del ridículo, y con ello perjudica a la independencia del espíritu. Frente al temor del fracaso, esta forma grata de vanidad engendra la timidez.
154. Lo que muestra a las claras que la timidez sólo comienza con la contemplación de sí mismo es el hecho de que no se apodera de nosotros cuando nos encontramos solos. Tal vez nos sintamos temerosos y angustiados en presencia de una tarea que hemos emprendido, pero no nos ruborizaremos sino cuando miren por encima de nuestro hombro lo que estamos haciendo y descubran en nosotros falta de habilidad. Actores aficionados hay que representan con el mayor aplomo en los ensayos, mas suelen perder la cabeza al hacerlo ante el público.
La timidez puede ser asimismo colectiva y apoderarse de toda una sociedad que aspire a idéntico triunfo. Hasta es posible que tome la forma del altruismo, como -verbigracia- cuando temblamos por un conferencista o una actriz que se estrenan. Mas no confundamos: a menudo es mínimo nuestro interés por la persona, y debido a que nos ponemos en su lugar experimentamos las angustias de la timidez. Por último, en determinadas ocasiones es posible que sintamos afluirnos a las mejillas el rubor de la timidez cuando nos hallamos solos: basta una reminiscencia, una representación mental que evoque cierta situación hiriente para nuestro amor propio.
155. Profesiones hay en que resulta difícil suprimir el amor propio, pues que de él viven. Tal el caso de los virtuosos, los músicos, los oradores; en resolución, de cuantos se presentan ante el público con la esperanza de cosechar no sólo sus liberalidades sino además sus votos. Tales cazadores de triunfos tienen únicamente un medio para retenerlos, y es elevar su poder hasta la altura de sus ambiciones. Precisa que adquieran un virtuosismo tal que su buen éxito resulte cierto a los ojos de un público cuya competencia suele ser escasa. Pienso inclusive que los verdaderos artistas -un Beethoven o un Mozart- no deben de haber experimentado tales temores, ya que vivían demasiado su música para que buscaran el aplauso.
Todos aquellos que no tengan que correr en pos de los buenos éxitos mundanos disponen de un modo mejor para combatir la timidez: consiste en suprimir el amor propio, el deseo de ser apreciado por sí mismo. En tal caso desaparecemos tras la labor que hemos puesto por obra. Quizá abriguemos aún dudas acerca de la posibilidad de llevarla a cabo, pero no interviene ya nuestra persona y no nos planteamos la pregunta inútil y peligrosa siempre de ¿cómo voy a presentarme?
156. Sólo siendo humildes llegamos a esa impersonalidad que nos pone a cubierto de la timidez. El olvido de nosotros mismos nos permite enfervorizarnos por una causa, hacernos sus apóstoles. El político arrastra consigo a las masas cuando defiende una causa que le es cara. El disertante permanece tranquilo si tiene algo que decir, y no busca que triunfe su persona sino la idea que a sus auditores expone. Cuanto más convencido y entusiasmado esté, tanto menos pensará en él mismo, en su estreno, en el saludo que a la concurrencia ha de dirigir ni en la elegante peroración que ha preparado.
En las mejillas de ciertos conferencistas novatos aún se ve aparecer las pinceladas rojas de la timidez. Ello se les pasa luego, bien sea debido a que se acostumbran, cada vez más firme de que poseen talento, o bien (mejor todavía) porque avanzan más en su convicción.
Se me ocurre que sería bueno reconocer la vanidad del amor propio, echar de ver los lazos que nos tiende. En la tragicomedia que la vida humana constituye no somos más que actores, figurantes, y a todos nos viste la dirección: a éstos con ricos jubones y sombreros emplumados, a aquéllos con la estameña del aldeano. Representemos el rol que nos ha tocado en suerte, pero no nos creamos grandes señores, porque una vez entre bastidores y despojados de los adornos que se nos proporcionaran seremos todos menesterosos que dependen los unos de los otros.
¿No es éste, por ventura, un motivo de humildad?
Hubo en mi existencia un suceso que decidió de mi profesión y que ha ejercido en mi vida más influjo que todas las enseñanzas que anteriormente recibiera.
Había ido a pasar algunas semanas de vacaciones en casa de un viejo pastor inglés. De ningún modo me abrumó este hombre con lecciones de moral mientras permanecí con él, pero al marcharme, palmeándome amistosamente el hombro, me dijo:
- Joven, acordaos de que en este mundo sólo debemos cumplir dos deberes, que son:
Primero: Dar a nuestra personalidad todo el mérito que sea capaz de poseer, y
Segundo: Ponerla al servicio de los demás.
(palabra en griego); que significaba el más poderoso y distinguía a ciertas dominaciones ejercidas mediante la fuerza bruta o por la energía en la acción y
(palabra en griego); por último, que indicaba la verdadera superioridad moral: la de la honradez, la de la virtud.
Una señorita sabe tocar el piano. Cierto día, una vieja amiga viene a pasar la velada en su casa. Como quiera que sus enfermedades le impiden asistir a conciertos, se queja de hallarse privada de los goces de la música y ruega a su joven amiga interprete algo.
Si en ese momento la moza sólo tiene la idea completamente altruista de agradar, se sentará al piano sin turbación y tocará simplemente como pueda, con lo que todos habrán de quedar satisfechos. Pero pongamos que esta caridad sea lo que menos le preocupe y que, antes bien, invitada a manifestarse, desee por lo menos obtener un pequeño triunfo. Por desgracia, el pedido cae mal, pues la muchacha no ha estudiado en estos últimos tiempos, carece del cuaderno que necesitaría, no toca de memoria y tampoco sabe leer música a primera vista. Vedla, pues, harto confusa, zamarreada por dos opuestos sentimientos: el deseo de que se aprecien sus méritos, por una parte, y por la otra el temor de no lograr buen éxito.
De esta contradicción íntima dimana justamente la timidez. Y la señorita de marras se pone colorada como una amapola, farfulla algunas excusas y deja el piano muy pesarosa de que la hayan colocado en tan desagradable situación.Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo X Capítulo XII Biblioteca Virtual Antorcha