Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois | Capítulo XII | Capítulo XIV | Biblioteca Virtual Antorcha |
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CAPÍTULO XIII
PACIENCIA
Los círculos concéntricos del sufrimiento. Menos sufre quien sufrir sabe. Leve es el dolor cuando la opinión no lo exagera. Anestésicos. Los filósofos epicúreos no eran disolutos. Paciencia ante lo inevitable. Relaciones humanas. Pesar y remordimiento.
169. El vocablo paciente se aplica así al que sufre como a quien sabe sufrir. Ahora bien, son éstas, dos ideas muy distintas, hasta contrarias.
Verdaderamente sufre aquel que se halla sumido en su padecimiento, le aumenta con su comprobación malhumorada y lo decuplica por sus aprensiones.
Un joven al cual me aprestaba a exponer algunos principios de estoicismo adecuados a sus males, me interrumpió a las primeras palabras para decirme: Comprendo, doctor, permitidme que os explique... Y, tomando un lápiz, hizo en una hoja de papel un grueso punto negro. Éste -agregó entonces- es el mal, en su sentido más general: mal físico (reumatismo, dolor de muelas, lo que queráis) y mal moral (tristeza, desaliento, melancolía). Si lo compruebo fijando en él mi atención, ya trazo un círculo en la periferia del punto negro, el cual se vuelve mayor. De hacer con desagrado tal verificación, el punto se agranda por la suma de una nueva circunferencia. Vedme ahora ocupándome de mi sufrimiento, buscando la manera de librarme de él, y el punto no hace sino crecer... Si me preocupo y temo las consecuencias, viendo con negras tintas el porvenir, he duplicado o triplicado el punto primitivo.
Y mostrándome éste en el centro de los círculos -vale decir, el mal reducido a su más simple expresión- me manifiesta con una sonrisa: ¿No habría hecho mejor si le hubiese dejado tal como estaba? 170. Escribía Séneca que exageramos el dolor, lo imaginamos y anticipamos. Por mi parte, mucho tiempo hace que vengo diciendo a aquellos de mis enfermos que están desanimados, y que me repito entre mí: No edifiquemos un segundo piso sobre nuestra tristeza, entristeciéndonos de estar tristes.
Y una de mis interlocutoras me dio la razón, citándome estas palabras de San Francisco de Sales: He visto a muchos que, habiendo montado en cólera, luego se encolerizan de haberse encolerizado. Lo cual se asemeja a los círculos que en el agua se forman, por cuanto se hace un circulillo y éste origina uno mayor, este otro un tercero, y así sucesivamente. Volvemos a hallar aquí la imagen de los círculos concéntricos que representan la agravación de nuestro sufrimiento físico o moral.
Menos sufre quien sufrir sabe. Acepta el mal como éste es, sin sumar a él las angustias que la preocupación y las aprensiones traen. Al modo del animal, reduce el sufrimiento a su expresión más simple, e incluso va más lejos que aquél, pues amengua el sufrir por medio del pensamiento. Llega a olvidarse, a no sentirlo ya.
¡Qué elegante forma ha dado Séneca a esta idea! (En la LXXVIII de sus Cartas a Lucilio.) Hela aquí:
171. Sí, el dolor se alivia cuando sabemos considerarlo sin importancia, si no trazamos a la redonda de él los círculos concéntricos que con ingenio describía mi paciente neurasténico;
cuando no le multiplicamos mediante el temor.
Por desgracia, no reina hoy este estoicismo de buena ley. Aborrecemos el sufrir y a toda costa queremos vernos libres de él. La medicina moderna nos ha echado a perder con sus anestésicos, por manera que recurrimos a tales venenos para someternos a cualquier operacioncilla, para la avulsión de un diente, verbigracia, que sólo dura un momento. Por lo cual solemos ser castigados con desagradables consecuencias: hasta hay personas que pagan con la vida su pusilanimidad.
Convendría volver a un poco más de rudeza con relación a uno mismo y reservar esos atenuantes del sufrimiento para las operaciones quirúrgicas muy dolorosas, de larga duración o aquellas en que la inmovilidad del enfermo es necesaria para obtener buen éxito.
El temor del sufrimiento, así moral como físico, lleva a muchos dolientes al alcoholismo o a la morfinomanía. Su sensibilidad se agudiza aún por el influjo del tóxico y concluye en una hiperestesia inverosímil: físicamente, respecto de la menor sensación desagradable (rozamiento de un miembro sensible, contacto de una mano fría sobre la piel), y moralmente, respecto de la más mínima contrariedad. De suerte que el paciente parecería un desollado, tanto en lo moral como en lo físico.
172. Sobre todo contra el sufrimiento moral se rebela y muéstrase temeroso e impaciente el hombre. En efecto, ese sufrimiento es el principal, toca en forma directa el yo. Soportamos con mayor dificultad un estado de descaecimiento mental, de tristeza, el asalto de pensamientos melancólicos, que el dolor que un reumatismo nos ocasiona, y puesto que la misma mente es afectada, el enemigo se encuentra en nuestra fortaleza, por lo que la defensa se nos hace más difícil.
Cabe preguntar: ¿Es imposible entonces defenderse? No.
Nuestro yo no es simple: hay en nosotros un como desdoblamiento normal de la personalidad. En el transcurso de toda nuestra vida deliberamos y nos hallamos en perpetua conversación con nosotros mismos. Los individuos que hablan solos, que formulan preguntas y las responden, son impulsivos que de tal modo descubren su conversación íntima.
En el aislamiento de un yo íntimo -diré así-, inaccesible a las sugestiones del segundo yo, reside esa fuerza de resistencia y la aptitud para menoscabar el propio sufrimiento que tan bien enseñaron y practicaron los estoicos. Hay en ello una manera de no dejar que penetre el padecimiento hasta el yo íntimo, el cual queda indemne, como la parte central de un tallo al que sumergieran en un baño de sustancias colorantes, de forma que sólo sus capas externas se tiñesen. Muchos enfermos he visto que, sujetos a crisis de depresión y angustia moral, eran sin embargo capaces de amenguar su dolor por medio de la reflexión serena y asistir con un sentimiento de suave melancolía a los desórdenes de su mente. 173. En modo alguno se trata de sustraerse al sufrimiento haciéndose indiferente. El defecto de los epicúreos residió en haber cifrado la felicidad en la ausencia de turbación, en la ataraxia. Se ha incurrido en error al atribuir a esos filósofos hedonistas costumbres relajadas, pero es verdad que no pudieron evitar cierto egoísmo. Epicuro renunció al matrimonio para no complicarse la vida. Pensaba que tenía bastante que hacer para asegurarse su propia tranquilidad sin cargar además con la ajena. Echaba al olvido las dulzuras del sufrir, su influjo educativo, en cuanto introduce en las relaciones humanas la ternura altruista, los sentimientos de piedad y de viril valentía: virtudes que desaparecerían si el estoicismo actuara en nosotros a guisa de cloroformo.
En todo estoicismo cristiano o filosófico hay que sortear un escollo, y no es otro que el de un quietismo egoísta. Se le evita reemplazando la idea debilitante del reposo por la noción de la vida activa, que exalta el valor y nos permite hallar placer en la lucha.
174. La paciencia frente a los sucesos ineluctables que no dependen de nosotros ni de los demás es sinónimo de fatalismo. Se trata de una virtud y constituye la sola actitud posible ante lo inevitable. Mejor que los cristianos han sabido los musulmanes afirmar en su alma ese bienhechor sentimiento. No temen tanto la muerte y con dulce resignación aceptan las desdichas que no pueden conjurar.
Los cristianos sinceros debieran saber someterse así, con júbilo, a los decretos de la Providencia. La noción de necesidad basta al filósofo. Todos nos hallamos en situación idéntica respecto de lo que es y de lo que no podemos mudar. Sobre cualesquiera convicciones, se beneficiará quien sepa basar una resignación tranquila.
En especial modo se manifiesta nuestra impaciencia en las relaciones que con el prójimo mantenemos. Es de ver en ello la falta de tolerancia, de adaptación a la vida en común. Cotidianamente sufrimos por causa de la conducta de los demás, y no bien sus actos son contrarios a nuestros intereses, se oponen a la necesidad de bienestar que experimentamos, estamos dispuestos a atribuirles intenciones malévolas y replicarles por nuestra parte con malos procederes. Así pues, nos entregamos a la cólera, pasión enteramente opuesta al don de solidaridad y que resulta más desastrosa aún para el que a ella se abandona que no para quien es su objeto.
175. De nuevo aquí nos retorna al camino recto la clara noción del determinismo moral. Nuestros semejantes sólo obran de resultas de sus representaciones mentales presentes. Las más veces creen hacer bien, hallarse animados de buenas intenciones. Incluso cuando reconocen el carácter inmoral de una acción que han realizado, en los casos en que se vengan y quieren de intento desagradar es porque estiman tener ciertas razones para ello. Por vía de ejemplo pongamos que un individuo escribe un anónimo, pero cierto amigo suyo le hace notar que es ése un acto indigno. Entonces replica el culpable: Sí, lo sé, no está bien lo que hago, ¡pero bastante me hizo sufrir mi adversario! Su razón perturbada obedece al aborrecible dicho de ojo por ojo, diente por diente. Se asemeja al niño que, sabedor de que no hay que injuriar ni pegar, se excusa alegando que el otro empezó. En este aspecto ¡cuántos adultos siguen siendo niños la vida entera!
Seamos capaces de ver, en los actos de las personas que nos hacen mal, el fruto de los únicos pensamientos que su mentalidad momentánea permite, y evitemos el dejarnos contagiar por el estado de ánimo que en ellos censuramos. Permanezcamos tranquilos e indulgentes, lo cual no significa que debamos ser flojos, porque hace falta más fuerza para conservar la calma que para montar en cólera.
176. Si nuestro adversario se muestra rebelde a los consejos que le damos, alejémonos de él. En cambio, si creemos que nos será hacedero modificar su disposición de espíritu, hagámoslo con suavidad, exponiéndole clara y nítidamente las respectivas sítuaciones.
Ante todo, sepamos reconocer los errores que cometemos o, a falta de ello, comprender cuáles acciones que hemos realizado, y que en nuestro sentir eran legítimas, han podido ser interpretadas en sentido desfavorable por nuestro contrario. Y no seamos severos con él por su falta de discernimiento.
No nos irritamos únicamente ante la malevolencia. Nos dejamos asimismo impacientar y enervar por la conducta de los demás, por sus manías más inocentes, sin pensar que nosotros las tenemos también, que pudieran enfurruñarles de igual modo.
Carecemos de paciencia para con los nuestros hasta cuando se encuentran enfermos, en cuyo caso pronto nos parecen excesivas sus exigencias. Pero cuando los enfermos somos nosotros, entonces reclamamos cuidadillos sin parar mientes en la fatiga que a los demás imponemos.
Cuando se nos quiere morigerar, llevarnos a mejores sentimientos, soportamos de mal grado esa ingerencia en nuestra vida, de ahí que los demás deban obrar a nuestro respecto con miramientos y circunspección. En cambio, en los casos en que creemos deber desempeñar el rol de educadores, queremos que se nos comprenda y obedezca al punto, y con tono agrío presentamos nuestras observaciones, cuya soberana verdad admitimos sin trabajo.
Precisaríamos un poco más de duda acerca de nuestra infalibilidad, así como mayor paciencia al corregir la mente ajena. Sobre todo fuera menester que hubiésemos probado la aptitud educativa que poseamos aplicándola a nosotros mismos, haber adquirido ya ese dominio de sí cuya falta en los demás verificamos con tanta impaciencia.
177. No sólo nos irritamos con nuestros semejantes sino además con nosotros mismos. Lo cual estaría bien si nos conformáramos con hacernos buenamente la confesión de: ¡Qué estúpido soy! Pero ponemos en ello acrimonia, caemos en el escrúpulo y nos formamos de esta suerte una disposición de ánimo malhumorada, que constituye un nuevo obstáculo para nuestra rehabilitación.
Como algunos niños, nos impacientamos por no tener inmediatamente buen éxito en el trabajo, en vez de reiniciarlo con más tranquilidad y paciencia. Y no sufrimos tan sólo por lo presente sino que revivimos el pasado para evocar todas las imágenes mentales entristecedoras. Arrastramos en pos de nosotros la cadena de presidiario de los recuerdos, bien se trate de acontecimientos independientes de nuestra voluntad, sobre los cuales deberíamos haber pasado a escape la esponja del olvido, o bien que alimentemos el eterno e inútil pesar de las faltas cometidas.
178. El pesar es el recuerdo del dolor pasado, junto con el sentimiento de que hubiéramos podido sortearIo si hubiésemos puesto atención. Pero ¿a qué esa pena que nos paraliza, si estamos considerando lo pasado? En tal recuerdo sólo hay que retener un punto, a saber, la representación de la falta cometida, a fin de soslayarla en lo venidero.
El pesar se apodera de nosotros cuando hemos descuidado tomar precauciones, obrando de ligero, inconsideradamente. Y se trueca en remordimiento en el caso en que hemos transgredido las leyes éticas que habíamos erigido en Ideal. Se trata de intereses más altos que un olvido o una torpeza comprometen.
Lo intenso del remordimiento da la medida de nuestra moralidad, esto es, del amor que a la virtud profesamos. La infidelidad para con nuestro Ideal constituye una traición. Nos la reprochamos del mismo modo que los malos sentimientos que podemos albergar hacia aquellos a quienes amamos.
Nos atreveríamos a afirmar que el que no siente remordimiento es más excusable, pues que en lo hondo de él no existen las vallas morales y, por ende, es inconsciente del mal que ocasiona. El cultivo moral, por el contrario, torna al alma cada vez más sensible, y cada infracción se castiga con el sufrimiento íntimo, el cual constituye la sanción de nuestra responsabilidad personal.
179. Con saludable arrepentimiento verifiquemos las faltas en que hemos incurrido, pero no permanezcamos en un estado de ánimo triste, tan penoso para quienes nos rodean como para nosotros mismos. El remordimiento es como el perro ovejero, que da una dentellada a la oveja que se separa del rebaño, pero no debe seguir mordiéndola una vez que ha vuelto ésta a su lugar y sólo desea comportarse bien.
En el crimen se concibe el perpetuo remordimiento. El culpable habrá de sufrir tanto más cuanto que reconocerá toda la magnitud de su falta. Extraña contradicción implica, a primera vista, esa pena, que resulta tanto más severa cuanto más delicada sea el alma y que, por el contrario, se ahorra al amoral. Pero, en recompensa, el arrepentimiento tiene su dulzura y con mayor imperio nos impulsa hacia el Ideal soñado.
En esta nuestra vida, en la que el pesar se da con más frecuencia que el remordimiento, evitemos prolongar el dolor moral, por lo mismo que paraliza nuestros esfuerzos hacia el bien. Bueno es sentir toda la agudeza de la reconvención que nos hacemos y no amenguar en un punto tal contrición, sino que vaya ella hasta el fin y rápidamente, hasta postrarnos en tierra. Pero pensemos al instante en tornar a levantarnos, lo cual sólo será factible si adoptamos una disposición animosa. Al modo de la pelota de caucho que ha tocado el suelo, así debemos rebotar. No bien hemos admitido nuestra falta, entramos en una curva de desaliento que desciende velozmente, y una vez abajo, volvemos a subir en una curva ascendente de valerosa resolución, poniéndonos entonces con alegría cada vez mayor a la obra de rehabilitación.
180. La necesidad de abreviar el vano remordimiento o, mejor dicho, de hacerle servir a la reparación de sí mismo, no está presente en el ánimo de las más de las personas, y así vemos a algunos infelices -a quienes clasifican también en el ya repleto cajón de la neurastenia- que se pasan la vida abrumados bajo la pena del pasado. Pero ¡cuán presto comprenden, cuando se aprueba su noble arrepentimiento para volver a ponerles en el camino recto! Al punto echan de ver que no pueden tornar a él si no es levantando la frente y marchando con alegría hacia la meta, que consiste en el perfeccionamiento de su mentalidad.
Paciencia, una infatigable paciencia necesitamos para soportar -sin preocuparnos por lo venidero- todo lo que la vida nos trae: ahora contrariedades y desgracias, ahora enfermedades y padecimientos morales. En lo que toca a estos últimos, son tanto más amargos cuanto que los creamos con nuestras propias faltas. Bien así como un piloto que con tiempo tormentoso se halle en medio de las rompientes, de la misma manera debemos conservar la serenidad, única que puede salvarnos a nosotros mismos y a aquellos que a nuestro cargo tenemos.
Ahora bien, la primera condición de esta animosa paciencia es saber sufrir...
Guárdate de agravar por ti mismo tus males y empeorar tu situación quejándote. Leve es el dolor cuando la opinión no lo exagera. Y si nos infundimos ánimos diciéndonos no es nada o, al menos, es poca cosa, sepamos soportarlo, que acabará, hacemos ligero el dolor de puro creerlo tal.Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul Dubois Capítulo XII Capítulo XIV Biblioteca Virtual Antorcha