Índice de La educación de sí mismo del Dr. Paul DuboisPresentaciónCapítulo IBiblioteca Virtual Antorcha

INTRODUCCIÓN

El hombre es el único animal que no sabe vivir, decía yo entre mí, cierta vez, luego de haber escuchado las quejas de mis pacientes. No era su sufrimiento lo que me sugería esta definición irrespetuosa (aunque no irónica, pues la ironía hubiese sido en tal caso aborrecible), sino la comprobación frecuente de que eran ellos los artesanos de su propia desventura. Y no siempre ellos solos, sino además sus familiares y semejantes.

Lejos de mi intención el formular un reproche a los que sufren. ¿Con qué derecho nos erigiríamos en jueces de los demás? Pero, al considerar las circunstancias en que esos desdichados se encontraban, debí decirme a menudo : Todo esto hubiera podido evitarse y no debería ya existir.

Un colega al cual sometía tales reflexiones -que resultan pueriles, de tan verdaderas y antiguas como son-, manifestó coincidir con mi opinión, pero insinuó al punto que mi ocurrencia sólo era aplicable a los neuróticos de todo género que, desde el descubrimiento de la neurastenia, llenan el consultorio del médico. Había sus puntas y ribetes de desdén en la sonrisa de mi interlocutor, el cual se apoyaba en una excelente salud física y confiaba acaso demasiado en la integridad de su mente.

Pues bien, es inexacto. Mi definición no cuadra sólo a los enfermos sino a todo el mundo: así a nosotros los médicos como a nuestros pacientes, tanto a los educadores de toda condición cuanto a sus alumnos. Al examinar la vida mental no es lícito dividir al género humano en dos clases, a saber, la de los enfermos y la de los sanos. La neurastenia -de la que tanto se habla en estos momentos- no constituye una enfermedad que nos ataque como el reumatismo o la tuberculosis, sino que es la humana fragilidad psíquica que debemos a nuestras tachas innatas, hereditarias, a nuestra mal dirigida educación, a las influencias nocivas que obran en nosotros durante todo nuestro desarrollo físico y mental. No se trata de debilidad de nervios, como erróneamente lo indica la palabra neurastenia, sino ante todo debilidad mental, de suerte que habría que llamarla psicastenia (enfermedad cuyas características son: depresión, falta de confianza en sí mismo, indecisión y angustia. N.d.E.).

Cuando en el individuo parecen predominar las influencias hereditarias, constitucionales, la debilidad pasa por enfermiza y se muestra como física en sus esencias, pues se traduce en malformaciones corpóreas, perturbaciones funcionales y taras intelectivas que permiten prever la inferioridad moral. Y se envía al médico a tales desheredados -o degenerados-, de quienes nos apiadamos sólo cuando su sufrimiento ha llegado al máximo.

Sin embargo, están más cerca de nosotros que lo que pensáis, jueces severos que os ufanáis de vuestro equilibrio mental. Recordad que no existe hombre grande que lo sea para su médico o su mucama, esto es, para cuantos conocen su vida íntima. Todos adolecemos de alguna tacha, que debemos a la herencia.

La educación desempeña asimismo un rol importantísimo en la formación de esas mentalidades patológicas, y falsea el juicio de quienes se conceptúan normales y creen poder lanzar una mirada de despectiva piedad a sus hermanos menos dotados.

En el Museo Carnavalet de París hay un autógrafo de Alexandre Dumas, hijo, que vale tanto como un tratado de filosofía. Expresa: ¿Cómo se explica el hecho de que, siendo los niños tan inteligentes, los hombres sean tan estúpidos? Y el fino escritor añade: Ello debe de resultar de la educación.

Pues sí, la gran culpable es la educación. No hay otra hipótesis valedera. A las diversas influencias educativas -en el sentido más amplio de la expresión-, al influjo del ambiente hemos de atribuir esa deformación gradual que tan a menudo sufrimos, la que no se debe a un mero brote natural de bestialidad, como el que torna menos dóciles y más rebeldes a educarse a los animales adultos -aun cuando no escapemos nosotros a esos secretos impulsos carnales-, sino que se trata de un embrutecimiento contingente y variable, debido al contagio moral e intelectual que obra en sujetos diversamente predispuestos por la herencia y la educación anterior.

No se enseña a pensar. Con empeño cada vez mayor nos atiborra la escuela de conocimientos de los cuales sólo podemos utilizar una mínima parte. Recarga nuestra memoria y sólo aguza la inteligencia en el sentido de una lógica vulgar que, conforme suele creerse, debe servirnos de arma en la lucha por la vida. Esa cultura de invernáculo no forma nuestro juicio; antes por el contrario, lo perturba dándonos a rumiar opiniones ya elaboradas, sin enseñarnos a discernir lo que tengan de verdaderas.

Si se considera el trabajo de la reflexión lógica en su aparente espontaneidad, se puede compararlo a un juego que consistiera en formar un círculo cerrado y regular disponiendo punta con punta fichas de dominó que tuviesen el mismo número. Tal tarea sólo es posible a condición de que la mesa esté libre o las fichas ya puestas por los otros se hallen bien colocadas.

Ahora bien, desde los primeros años de nuestra existencia nos van poniendo fichas mentales fijas, en un orden aparente que a menudo no es sino desorden. ¡Cómo asombrarnos entonces de que no logremos formar el círculo, esto es, pensar con lógica!

Esas fichas mentales fijas, que tornan tan difícil la labor del pensamiento, son los preconceptos, los dogmatismos de toda laya y las ideas estereotipadas, congeladas, en una palabra, que nos imponen quienes con nosotros conviven: así nuestros padres -muy bien intencionados pero a menudo torpes- como los amigos que escogimos mal y también la clase social en que nos toca vivir; en resumen, todas las personas cuyo contagio sufrimos, casi siempre sin saberlo. Carneros de Panurgo (Alude a un episodio del pantagruel, de Rabelais. Viajando hacia el País de las Linternas, Panurgo se querella con el comerciante Dindenault, y a fin de vengarse le compra uno de sus carneros, que arroja al mar. Los balidos y el ejemplo de la infeliz bestia mueven a las demás a imitarla, y allá se van todas al agua. Por eso, se llama en francés carneros de Panurgo a quienes se apresuran a realizar algo por simple espíritu de imitación. N.d.T.), hacemos lo que en torno de nosotros se hace, aun cuando sea vano o incluso esté mal. Respetamos las tradiciones en todos los dominios, sin someterlas ni siquiera por un instante a la crítica de la razón. Parecería que fuese harto fatigoso pensar...

El que a diario está llamado a departir con enfermos del espíritu y con sus padres, presuntamente sanos, experimenta doloroso asombro al ver cuán falseada se halla la mentalidad en individuos muy orgullosos de su inteligencia, lo cual ocurre en todas las clases sociales y quizá más todavía en las que se denominan dirigentes.

En modo alguno me propongo hablar aquí de las dificultades de la época actual, de las crisis políticas, religiosas y sociales, cuya importancia cada generación exagera, como si sólo hoy marchara mal el mundo. No. La debilidad de juicio ha existido siempre, desde que el mundo es tal, y esta comprobación justifica la frase de George Eliot (Seudónimo de la novelista, periodista y poetisa británica Mary Ann Evans, 1819-1880. Nd.E.): Hemos nacido en un estado de estupidez moral.

Y bien, lo que nos hace falta en la vida es precisamente juicio: una clara visión de las cosas, que nos permita prever las consecuencias inmediatas y lejanas de nuestros actos. A menudo tenemos dicha precisión cuando se trata de proteger nuestros intereses materiales. ¡Cuánta habilidad desplegamos en la persecución de esos bienes, en la lucha por el buen éxito! Pero perdemos tal prontitud y seguridad de juicio no bien se trata de la vida moral, de nuestra conducta.

Unos alegres estudiantes que me complazco en recibir en mi casa regresaban cierto día del campo y me expresaban con juvenil entusiasmo el placer que habían experimentado. Uno de ellos sonrió, como si tuviera in petto (En el pecho, esto es, en el fuero interno. N.d.T) alguna buena historia para contar, y relató en los términos siguientes la aventura de la jornada:

En el bosque, llegamos a un estanque en cuyo centro existía un islote. Apuesto a que no saltas hasta él, me dijo uno de mis maliciosos compañeros. Y los otros me incitaron a que lo hiciese, con tal insistencia que debiera haberme parecido sospechosa. Seguro de poder, acepté el desafío, salté con decisión y fui a dar justo en medio de la islita, desde donde miré triunfante a mis amigos. Con gran asombro les veo entonces desternillarse de risa, y cuando les pregunto el motivo de su hilaridad, todos a una exclaman: ¡Vuelve, pues! Porque yo no había echado de ver que el islote era demasiado pequeño para permitirme tomar impulso, de suerte que para retornar me vi forzado a meterme y chapotear en el agua y el fango.

¿No es esa la imagen de la vida o, mejor dicho, de la conducta irreflexiva que con tanta frecuencia tenemos? Solemos lanzarnos a las aventuras, impelidos por el placer o el amor propio -por nuestras pasiones, en fin-, y no caemos en la cuenta de que sólo enlodándonos podremos volver atrás.

Mientras nuestro estudiante, sus camaradas y cuantos hayan oído esta historia lo pensarán dos veces antes de saltar una zanja, nosotros, en cambio, en la vida moral casi nunca aprovechamos ni nuestra experiencia propia ni la ajena. Se diría que nos solazamos en encenagarnos en el lodo...

Sentenciosamente se repite que gato escaldado teme el agua fría. Pero el hombre no parece poseer tanta lógica como el gato o, por lo menos, si en teoría la tiene, casi no la pone en práctica. A despecho de su palmaria superioridad intelectual, sólo el hombre se extravía y torna a incurrir en los mismos errores tras haber sido cien veces castigado por ellos, y cuando sufre por causa de su falta, acusa a los acontecimientos o a su mala estrella, o bien reprocha a los demás el haber destruido su felicidad.

El médico, que es el más íntimo de los confesores, comprueba a diario esta increíble ceguera. Sean cuales fueren su poder de imaginar el mal, su conocimiento del mundo y el escepticismo que de él resulta en lo tocante a la virtud, va de asombro en asombro al escuchar tales confidencias y se pregunta si no está soñando... Si divulgara sus secretos profesionales no le creerían o, al menos, le tildarían de exagerado.

Cuando no se trata de actos delictuosos o criminales sino de faltas comunes a las que todos estamos habituados, el facultativo queda empero sorprendido del escaso discernimiento moral que pone de manifiesto la conducta de las más de las personas, y entonces debe decirse: El hombre no alcanza a ver más allá de la punta de su nariz.

Pero el desasosiego que tan tristes comprobaciones le producen es pronto atemperado cuando -celoso de su rol de educador- trata el médico de reconducir hacia el camino recto a los infelices descarriados. Y con jubilosa admiración ve entonces que no todo se ha perdido y que no es imposible la tarea de modificar profundamente una mentalidad.

Los hombres son necios, es cierto. Todos lo afirman y gustan repetirlo, aunque no sea más que para subrayar una excepción en su favor. Sí, ciegos son los hombres, y en este reino el ser tuerto sólo confiere menguada realeza. Pero cuando nos dirigimos al individuo aislado, sufriente y sin ventura, al cual rodeamos de franca simpatía y para sustraerle de su miseria le hacemos pensar y razonar, rectificamos ese juicio pesimista sobre la mentalidad humana y descubrimos en las personas más sencillas e incultas -incluso en los desequilibrados- un tesoro de lógica y comprensión de los hechos morales.

Reconocemos entonces que en los juicios ingeniosos pero despreciativos de tantos escritores hay una aristocrática presunción, y al ver cuán pocos de esos grandes señores del pensamiento saben acordar su conducta a sus principios, experimentamos simpatía por los simples de espíritu, que se hallan más cerca de la verdad.

Tras afirmar que el hombre es bruto y estólido, luego de que casi hemos sentido nacer en nuestra alma cierta aversión hacia ese ser mal hecho, volvemos a amarlo -a amarlo cada vez más- y concluimos que es inteligente y bueno si, raspando la superficie, sacamos a la luz los hondones de su personalidad y le ayudamos a librar su lógica de los grilletes que la aherrojan.

Con frecuencia se ha hecho notar que la psicología de las multitudes no constituye meramente la suma de las psicologías individuales, y que la mentalidad de un hombre no es la misma cuando se encuentra solo y cuando se ve arrastrado por el torbellino de las ideas ambientes. Cierto. En medio de las grandes catástrofes -huelgas, revoluciones, guerras- esa estupidez moral salta a los ojos. En ellas se muestra el egoísmo en su forma más aborrecible, a veces extrañamente mezclado con el espíritu de sacrificio, y en tales casos llegamos a dudar de la posibilidad del progreso social.

Mas si el hombre es de tal suerte dominado y sufre el contagio del ejemplo, ello ocurre por causa de su sugestibilidad, de su credulidad. En esto se revela su ineptitud para juzgar por sí propio, para ver claro a fin de hallar su camino y señalarlo a otros. Le falta educación moral.

Si la acción que mediante la palabra ejercemos sobre la mentalidad de un sujeto aislado se limitara a ese solo hombre, el bien obtenido sería ya lo bastante considerable para que nos dedicáramos a lograrlo: pero es alentador pensar -más aún, comprobar- que tal influjo no se detiene allí sino que se extiende y, al iluminar a individuos aislados o reunidos en grupitos, podemos confiar en que modificaremos la mentalidad de las muchedumbres.

Como el grano de trigo en la tierra, así germina la idea moral que en un alma depositamos, y se desarrolla y propaga al modo de la espiga, que difunde a lo lejos sus simientes, multiplicándolas hasta lo infinito.

Cuando hemos verificado este pulular de la buena semilla que cuidadosamente se siembra en bien preparado terreno, no nos desanimamos más que el agricultor por las dificultades de la tarea. Él conoce asimismo esa planta vivaz que es la cizaña; la arranca sin descanso y sabe aumentar el rendimiento de su campo. Imitémosle, pues.

Todos experimentamos más o menos intensamente la necesidad de desembarazarnos de nuestros defectos y cultivar nuestras cualidades: gustamos, sobre todo, de imponer a los demás tan arduo trabajo, ya que sus defectos nos molestan. y todos también acogeríamos con júbilo el progreso moral de la humanidad entera, mas nos desalentamos de antemano al pensar en la lentitud de tal cultivo, y la mayoría de los hombres reciben con una sonrisa escéptica cualquier proposición de ortopedia moral aplicada a los individuos o a las masas.

En ese estado de ánimo no se puede trabajar en la obra común. Por el contrario, ha menester que creamos ante todo en la posibilidad del perfeccionamiento del espíritu humano y cultivemos cada planta con infatigable paciencia, contemplando por anticipado la preciosa cosecha. Entonces no nos detendremos ya en nuestra labor ni nos someteremos a ella como a una faena cansadora e inútil; antes bien, nos complaceremos en ese trabajo, encontrando en él la alegría del presente y la esperanza para el porvenir.

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