Índice de El arte de aprenderSegunda parte
Capítulo 2

Antigüedad y respetabilidad de la enseñanza por el maestro.
Segunda parte
Capítulo 4

Es necesario aprender a leer para hacerlo con provecho.
Biblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE
¿Cómo aprender?

Capítulo 3

El arte de escuchar. Procedimientos prácticos para escuchar bien la enseñanza oral. Los apuntes. Lecciones, cursos, conferencias. Tercer procedimiento para estudiar: el libro. Comparación de éste con el maestro. Cómo elegir un libro didáctico.

Casi todos escuchamos mal. Hasta en la conversación a solas con otra persona, no escuchamos casi, más que nuestras propias palabras; esto es más cierto aún, cuando no se nos habla especialmente, sino que el orador se dirige a un grupo de personas: es el caso del profesor en su silla y el del conferencista ante su mesa.

Si se quiere instruir por la enseñanza oral, es necesario, ante todo, aprender a escuchar: sin esto se perderá el tiempo. Hay muchas personas, sobre todo mujeres, que se hacen la ilusión de aprender, asistiendo a cursos, durante los cuales su pensamiento está en otro lugar completamente distinto. Pero vamos a suponer aquí que el oyente tiene verdaderos deseos de escuchar.

A este espectador benévolo voy a enseñarle un método infalible de entrenamiento.

Comenzará por llevar a la clase un buen material portátil para escribir; hoy se fabrican algunos admirables; el tintero, ese indócil accesorio siempre pronto a vomitar el vino negro de que hablan las antologías (epigrama sobre la caña de Píndaro), ya no existe; una buena carpeta para escribir sobre ella, papel y una estilográfica, y ya estás provisto. ¿Por qué una estilográfica y no un lápiz? Porque es más difícil escribir con aquella que con éste. ¿No me comprendes? Sígueme. El lápiz es de un manejo demasiado fácil, demasiado perezoso. Con él cederás a la tentación de chapucear: después no podrías leer esas pálidas líneas frangolladas. Ahora bien, si tratas de fijar la atención con una disciplina severa y continua, la pluma sostiene tu esfuerzo. Prefiere siempre la pluma laboriosa, al lápiz indolente. He aquí la postura del perfecto tomador de notas: la carpeta rígida sobre las rodillas, la estilográfica en la mano y el oído atento. El profesor sube a la cátedra y comienza su curso. ¿Qué vas a anotar?
Al principio, todo.
Todo, si puedes.
Esfuérzate, por lo menos, en anotarlo todo, para ser capaz de reproducir con tus notas todo el curso, una vez terminado.
-¡Pero eso es imposible!... ¡Es un procedimiento bárbaro!
-¿Procedimiento bárbaro? ¡Me es indiferente! Te invito a una gimnasia del oído y de la mano, mucho menos brutal, seguramente, que la corriente. El asunto es demostrarse a sí mismo de lo que uno es capaz, midiendo la dificultad y las fuerzas. Sé que tus primeros apuntes serán un barullo lamentable, en los que veinte veces habrás perdido el hilo del curso y en los que faltarán trozos enteros. Pero en la segunda prueba te costará menos seguir la palabra del maestro: inventarás abreviaturas, no sólo de las palabras, sino hasta de las ideas; ¿me has entendido?, dije de las ideas. Es esto lo que importa y no taquigrafiar. Ver al vuelo, en la frase del maestro, el sentido esencial que, llevado por la pluma entera al papel, permita de inmediato reconstruir la frase entera, percibir (aunque no las señale expresamente el orador) las divisiones esenciales del discurso, y anotarlas, descarnar la lección, a medida que se escucha, conservando de ella sólo el esqueleto. He aquí lo que se busca, y no se llega a ello más que por el ejercicio. La estenografía no sirve para nada, más bien perjudica: el alumno continuaría indefinidamente anotándolo todo, sin escuchar conscientemente nada; mientras que, lo que se busca, es precisamente escapar de esa tarea desagradable -e imposible- de anotarlo todo, y que el alumno se acostumbre a analizar la lección en lugar de reproducirla como un bárbaro.

Poco a poco, si es inteligente y se aplica, sacará notas cada vez menos copiosas, pero más ordenadas, más sintéticas y que representen más adecuadamente la lección. Además, comprobará este regocijante fenómeno: que habiendo anotado una exposición por este procedimiento simultáneo de análisis y de síntesis (escuchando y escribiendo) al terminar la clase, la sabrá más o menos. La habrá aprendido y, sin duda, la retendrá; en cualquier caso, tendrá sólo que repasarla, y para ello le bastará releer sus apuntes. El trabajo a cumplir será el inverso: de la síntesis al análisis, cosa que hará automáticamente.

¡Ah! ¡Y qué fácil es aprender cuando se hace con método, usando del esfuerzo en el momento preciso en que es más eficaz! En el caso de la enseñanza oral, el momento de aplicar su atención no debe ser después sino durante la lección; es ésta una verdad que la mayoría de los alumnos dejan de lado; asisten a la clase bostezando y luego se aferran a los libros.
Entonces, ¿para quién es el curso?

Acostumbrándose por disciplina a esta manera de escuchar, llegará un día en que, por fortuna, se podrá abandonar todo el material de notas, y se percibirá, al salir del curso, que se ha anotado todo. .. en la cabeza. Una vez en su casa se tomará una pluma, y en un cuarto de hora se habrá hecho el esquema de la lección: ¡excelente ejercicio! Entonces se podrá decir que ha terminado su formación de oyente. Es necesario saber escuchar sin anotar; por ejemplo, cuando se asiste a una conferencia de género moderno no se acostumbra a llevar material para notas, y las plumas sólo se ven en los sombreros de las oyentes; aquí se desquitan ellas.

Puesto que la palabra conferencia se ha cruzado en mi camino, voy a detenerme un instante, para volver al tema en seguida.

No pienso mal acerca de las conferencias; las he dado y las daré. Pienso que es necesario precisar su uso y saber que hay conferencias y conferencias, porque si no, son peligrosas. No es que los oyentes vayan a reemplazarlas por el estudio; no es que puedan reemplazar a los cursos; pero es que son un placer de estudiosos, lo que ya es algo. No puede decirse que las parcelas de saber que se siembran en esas empenachadas cabezas de chorlito estén perdidas: esnobismo por esnobismo, prefiero el de Armanda al del bridge y el tango. ¡Viva la moda del saber, de la inteligencia y de la cultura, aunque no pase de ser una moda para algunos y algunas!

Lo peligroso de la conferencia es que con ese nombre se pueden encerrar géneros tan diversos, que algunos son hasta perjudiciales. La elección de los asuntos no ha excluído las mayores tonterías: se ha conferenciado hasta sobre la machicha (1). La elección de los conferenciantes está guiada, a menudo, sólo por la intención de atraer al público, asombrándolo. Muchas conferencias son preparadas a toda prisa, despachadas a la buena de Dios y tartamudeando... A veces, aunque el conferenciante sea distinguido y de conciencia, tiende a sacrificar la economía esencial de la conferencia al deseo de tener éxito; quiere gustar a un público medianamente estudioso, se empeña en entretenerlo a todo precio, y, como dijo D'Alembert, no hay un camino real para la matemática. ¡Qué difícil es, querido lector, oír una buena conferencia, y, sobre todo, hacerla!... Uno de los modelos del género me parece la serie pronunciada por Jean Richepin (2) sobre las costumbres y la literatura de los griegos.

Hemos terminado nuestras reflexiones sobre la enseñanza de los maestros.

Otro gran procedimiento de enseñanza es el libro.
Menos esencial y menos inmediato que la invención, es también menos antiguo y menos integral que el maestro; pero es el símbolo de la ciencia organizada y civilizada, de la enseñanza divulgada, accesible a todos por un simple acto de la voluntad. He hablado largamente en otra parte sobre las razones por las cuales estimo que el libro debe intervenir bastante tarde en la educación del niño. He fijado los siete años como la edad propia para aprender a leer, lo que hace intervenir al libro, como medio de enseñanza, alrededor de los ocho años. No repetiré aquellas consideraciones, puesto que aquí se trata de espíritus ya familiarizados con el libro. Lo que quiero establecer ahora es el mejor uso que puede hacerse de la letra impresa, como antes consideré el mejor uso de los maestros.

Hemos señalado la superioridad capital del maestro sobre el libro: éste es pasivo, mientras que aquél es activo. Le falta, para ser igual al maestro en eficiencia, ver al alumno, ir hacia él, atraerle, sugerirle o imponerle la voluntad de aprender. El libro tolera en el alumno la inercia, el desorden, el desperdicio del tiempo. Aun cuando el discípulo sea enérgico y quiera aprender, el libro no lo acompaña indefinidamente, no lo sigue en sus vacilaciones, en sus incomprensiones personales. Si para él un punto es oscuro, el libro no puede, como el maestro viviente, modificar su lenguaje, buscar nuevos accesos para entrar en esa inteligencia rebelde. El libro es inmutable.

Pero tiene, sin embargo, ventajas importantes sobre el maestro. Ante todo, es eterno: la enseñanza de un buen pedagogo muere con él si no la ha confiado a la eternidad del libro. Es múltiple: puede enseñar a un número infinito de alumnos al mismo tiempo. Ubicuidad y eternidad no son prerrogativas despreciables. ¿Qué maestro puede gloriarse de haber tenido tantos alumnos como la Gramática Latina de Lhomond? (3)

No podrá, es verdad, forzar a ningún alumno; pero, por eso mismo, le deja más iniciativa; le habitúa a buscar, a encontrar por sí mismo; le estimula el gusto por la invención, cosa que hemos señalado como indispensable para un buen aprendizaje. Acuérdate de nuestras reflexiones acerca del vicio esencial de la educación principesca: auxiliares diligentes han masticado para Su Alteza, durante toda la juventud de éste, por lo que los dientes del príncipe acaban por olvidarse cómo se mastica.

Tercera ventaja del libro sobre el maestro: es paciente como ningún maestro de carne y hueso; no pone un reloj sobre la mesa para medir el tiempo; y si la lección es invariable, está listo para recomenzar indefinidamente; esta paciencia para repetir equivale casi a la facultad que tiene el maestro de variar su forma de expresión; de esta manera, la iniciativa del alumno ha ganado: es él y no el pedagogo quien busca nuevos accesos para llegar a su propio espíritu.

Por último -aunque debemos reconocer que los libros buenos son raros-, son más fáciles de encontrar, y son también de un uso más abordable que los buenos maestros. Esta superioridad sobre los últimos es social y prácticamente muy importante en nuestros días, puesto que hoy puede decirse que la letra impresa es el medio de aprender más usado. Es a él a quien se debe todo lo que tiene de excelente la cultura moderna; pero, también, todo lo que hay en ella de deplorable, puesto que, como hay libros que son malos maestros, se puede hacer de uno bueno, un uso malo o nulo. El arte de aprender por medio de los libros, tan importante en el siglo actual, se puede resumir así:
No usar más que libros excelentes.
Saberlos usar.

¿Qué es un libro excelente? ¿Cómo encontrarlo? ¿Cómo reconocerlo? Se sobreentiende que sólo consideramos aquí los libros didácticos.

Procedamos por exclusión.
Excluiremos, ante todo, los libros demasiado largos, demasiado pesados. Un lector, sobre todo el que lee para aprender, no dispone más que de un tiempo, una aplicación, una capacidad intelectual y una memoria finitas. Un libro, prácticamente interminable, no le conviene; es más: la persona que ha escrito un libro didáctico demasiado largo, ha demostrado, ante todo, su incompetencia.

Casi todos los libros de historia que se utilizan en los establecimientos de segunda enseñanza, son demasiado largos: tirarlos antes de abrirlos.

Excluiremos, además, los libros aburridos. No opino que se deba escribir la filosofía en letrilla, o la física en tono de vaudeville, pero el aburrimiento es un vicio redhibitorio para un libro, sea cual sea el asunto que trate. Un libro didáctico aburrido es siempre obra de un tonto, puesto que, si el autor no lo fuera, sabría que el aburrimiento es un obstáculo para el estudio; si sabía eso y procedió de la misma manera, demuestra más evidentemente aún que es tonto.

Excluyamos por último los libros difíciles. Un libro didáctico difícil no es siempre la obra de un tonto, pero lo es de un espíritu falso; el autor puede ser sabio, pero ha olvidado que se dirige a espíritus medios; ha escrito para él, y no para el alumno. Es éste un defecto muy frecuente entre los autores de obras didácticas modernas, en las que demuestran el gusto por la ciencia, pero no el afán de enseñar. Rara vez (a mi manera de ver) se ha dado a los alumnos de las escuelas una colección de obras didácticas más defectuosa.

Hemos echado al cesto los libros didácticos largos, aburridos y difíciles; pero a un libro corto, agradable y fácil puede faltarle la sustancia necesaria y ser un maestro mediocre. Entre los que no son ni largos, ni aburridos, ni difíciles, hay que hacer una prolija selección. ¿Cómo, si el que debe proceder a esa selección no es más que un aprendiz? Resulta lo mismo que para juzgar al maestro: sería necesario poseer la ciencia que se trata de buscar.

El único medio razonable es consultar, manteniéndose firme en las tres exclusiones: longitud, aburrimiento y dificultad. Es raro que no conozcas personas competentes en el estudio que vas a emprender y que estén dispuestas a ayudarte en tu elección; pero si no conoces a ninguna, obra como todo hombre razonable que quiere comprar un buen producto careciendo de competencia para juzgarlo y que no conoce a nadie que le sirva de consejero. ¿Qué hace este hombre razonable? Compra un producto de marca. Compra espejos de Saint-Gobain o el agua de melisa de los Carmelitas. Evidentemente, puede equivocarse, pero ha reducido al mínimo la posibilidad de un error. Los compendios de historia de Michelet son libros de marca. La Gramática Latina de Lhomond, ya nombrada, es otro libro de marca, muy superior a muchos usados actualmente (ya he hecho la comparación). El Discurso sobre Historia Universal es otro libro de marca, etc...

Habiendo elegido un buen libro didáctico, sólo nos resta leerlo bien. Ése es el objeto del capítulo siguiente.

**NOTAS**

(1).- Machicha: Baile brasileño de origen español, transformado por la influencia de los ritmos y danzas de origen afroamericanas, fue muy popular a principios del siglo XX.
(2).- Jean Richepin Nació en Médéa, Argelia en 1849 y falleció en París en 1926. Muy estudioso, con carrera en la Escuela Normal Superior y una licenciatura en letras decide conocer el mundo practicando infinidad de oficios. Poeta, novelista y dramaturgo. Sus poemas en La chanson des gueux le costaron un juicio por ultraje a las buenas costumbres y un mes en la carcel de Sainte-Pélagie, lo que le permitió volverse celebre. Algunos lo calificaron de espantaburgues...hasta que fue elegido en la Academia Francesa.
(3).- Charles François Lhomond (1727-1794) Gramático y educador francés. Famoso por sus obras sobre gramática francesa, latina, historia de la Iglesia y de la religión.
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