Índice de El arte de aprenderSegunda parte
Capítulo 1

Los tres procedimientos que se pueden emplear para aprender: la invención, el maestro y el libro.
Segunda parte
Capítulo 3

El arte de escuchar.
Biblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE
¿Cómo aprender?

Capítulo 2

Antigüedad y respetabilidad de la enseñanza por el maestro. Sus prerrogativas. Un buen maestro es un caso raro. ¿Cómo elegir un maestro? Preceptores y cursos públicos.

Hay personas que no deben a los libros nada de lo que saben: ¡cuántos analfabetos quedan todavía en los países civilizados o entre los obreros del arte!

Por el contrario, no hay nadie que no deba nada a los maestros, ya sean estos humildes o ilustres. Antes que existieran libros en el mundo, ya funcionaban clases orales; antes que resonara en el mundo la palabra humana, nuestros primeros padres se comunicaban mediante ejemplos lo que habían descubierto o lo que, por el mismo camino, les habían legado sus abuelos. Así la golondrina, en el borde del nido, enseña a sus hijos el uso de las alas. Y, si el hijo del hombre utilizó, ante todo, el método del descubrimiento para conocer las cosas, poco después, intervino la enseñanza, por ejemplo, ayudada poco a poco por la voz. De manera que, ya sea por medio de gestos o de palabras, la enseñanza por el maestro es la base de la civilización y de la vida de cada uno de nosotros. Por ello tiene solamente una importancia un poco menor, un poco menos venerable en la historia del espíritu, que la invención. No solamente el maestro precede, necesariamente, al libro -puesto que se aprende a leer con un maestro-, sino que se basta a sí mismo, puesto que, en rigor, la palabra reemplaza a la página; tiene, además, sobre lo impreso, una ventaja formal de eficacia: la presencia real y la acción; el libro está también presente, pero cuando el alumno se ausenta de él, éste no tiene ningún medio para atraerlo. El libro es una cosa inerte hasta que los ojos establecen comunicación entre sus líneas y el espíritu vivo. El libro que no se lee es una lámpara apagada, que se enciende al contacto con la vista, como un foco cuando se hace pasar la corriente. Por el contrario, en el caso del maestro, éste es quien establece la corriente entre el alumno y su persona; sus cualidades pedagógicas se ejercerán sobre el alumno, sin que éste las busque, y muchas veces a pesar suyo. Su propia energía suplirá la débil voluntad del discípulo; contendrá el orden haciéndolo desaparecer con su método e impondrá la sabia economía del tiempo. Excitará en el alumno el afán de descubrir: lo guiará, lo disciplinará y evitará sus equivocaciones. La ciencia es un buen maestro que entra en el espíritu del discípulo por la persuasión, la fuerza y la astucia. Volviendo a la comparación anterior, según la cual, la enseñanza del maestro es el alimento masticado y medio digerido, podemos decir que, por muy pasiva que sea la actitud del convidado, asimilará ese plato y se alimentará. Tal fué el caso del duque de Borgoña, cuyo maestro fué Fénelon (1) ; no se podía soñar en un alumno peor que el nieto de Luis XIV en el momento en que Fénelon emprendió la tarea de su educación: perezoso, peleador, libertino e ignorante. Y, sin embargo, no sólo fué un príncipe adornado con todas las cualidades del espíritu, sino que llegó hasta modificar su corazón; cuando murió, prematuramente, toda Francia lloró su pérdida. Es verdad que su maestro fué Fénelon, quien empleó todo su genio en un solo alumno, pero ¿qué libro ha sido capaz de tal transformación?

Nada es, pues, tan eficaz para aprender como la acción de un excelente maestro. Pero las mismas razones que hablan en favor de su excelencia, cuando el maestro es bueno, lo hacen ineficaz y hasta peligroso cuando es mediocre o malo. En una palabra, la enseñanza del maestro, vale justamente lo que vale el pedagogo. Ahora bien, los maestros son hombres, por lo tanto, los hay malos y más mediocres que buenos. Es por esto que la enseñanza por el maestro da, de ordinario, resultados muy pobres, si no la ayuda de manera eficaz la inteligencia y la actividad de los alumnos. Un buen maestro es extremadamente raro. Se puede aplicar aquí, apenas modificada, la humorada de Fígaro: con las cualidades que se exigen de un alumno, ¿cuántos maestros serían dignos de ser alumnos? Las cualidades que se exigen de los alumnos son, como ya hemos visto, voluntad, orden y aplicación paciente; es necesario que el maestro las posea también, puesto que las exigirá en el alumno, y es raro que este las tenga antes de empezar sus estudios. Pero es necesario, además, que el maestro posea cualidades propias, que no se requieren en el discípulo; ante todo, el saber, pues existen maestros ignorantes. La aptitud para comunicar lo que se sabe es otra de las cualidades, pues hay maestros que no son sabios más que para sí mismos; los conocimientos han entrado en ellos, pero no saben salir. Y, por último, la autoridad, don innato y poco común que rara vez se adquiere, y sin el cual, el maestro más sabio, más claro, más elocuente, no proporcionará más que una enseñanza muy mediocre. Basta haber pasado algunos años de juventud en la escuela, para evocar el recuerdo cómico y deplorable de tantos maestros sin autoridad.

Lo malo es que el alumno adquiere de inmediato los defectos del maestro. La ignorancia, el desorden, el despilfarro de las horas, pasan por contagio del maestro al alumno. Acuérdate de la aventura de aquel joven ruso que, creyendo aprender el griego con un emigrado de la Baja Bretaña, se encontró con que dominaba uno de los dialectos del bretón. Si el emigrado no sabía, ni siquiera leer, ¿cómo podía enseñarle la lengua de Jenofonte? Recuerdo también, el caso de un amable aventurero que me decía un día:
- Yo me ganaba la vida en Argelia, enseñando matemáticas a los árabes.
- ¿Sus discípulos árabes sabían francés?
- No.
- Entonces, usted sabe árabe!
- Tampoco. Pero eso no tiene importancia, puesto que tampoco sé matemáticas.

Dejando a estos fantasistas como el gentil bajobretón y mi aventurero, existen maestros que, sin ser completamente ignaros, no saben lo suficiente o han olvidado lo mejor de lo que sabían. La desilusión del alumno que cree haber aprendido con ellos, no será menor que la de los matemáticos árabes y la del joven ruso.

Aunque sabio, un maestro puede poseer malos hábitos, en cuyo caso corre el riesgo de sembrarlos en el espíritu de los alumnos; mi profesor de análisis, en la Escuela Politécnica, un eminente matemático, enseñaba tan mal como no es posible imaginárselo; perdía en el pizarrón toda su sangre fría y no recuerdo haberle visto terminar una demostración; se apartaba tanto del objeto del curso que, a mitad de año no había llegado a la tercera parte del programa: no lo terminó nunca. ¡Puedes juzgar el efecto de semejante desorden en los alumnos! No sólo no aprendíamos nada, sino que teníamos que luchar contra su enseñanza. A pesar de todo no lo queríamos menos por esto, pues era un ilustre hombre ¡de ciencia; pero, sin embargo, preferíamos a otros maestros menos célebres, pero mejores profesores, por ejemplo, a los señores Grimaux y Sarrau.

No ha sido por el solo placer de disertar que he dicho todo lo que antecede, sino para combatir una idea muy común: creer que tomar un maestro es aprender, y que proporcionar un maestro a un niño es ponerlo en condiciones de avanzar en los estudios. Sí y no. Sí, si el maestro es bueno; no, si es malo. He aquí por qué las frases siguientes, tan corrientes, no tienen siempre mucho sentido:
- Mi hijo aprende dibujo.
- ¿Con quién?
- Con una señora.
- El señor Mengano ha terminado sus estudios.
- Este profesor de inglés es excelente, pero cobra demasiado caro. Me han indicado otro que cobra la mitad.

¿Cómo distinguir a un buen maestro, de uno malo y de otro mediocre?

El problema parece contradictorio, puesto que dicen la Escrituras que el alumno no está por encima del maestro, ¿cómo, pues, juzgarlo? ¿Para medir al maestro no necesitará el alumno poseer sus mismos conocimientos?

¡Pues bien!, en la práctica es muy fácil desenmascarar a un mal maestro; se traiciona por su pereza y su desorden; la ignorancia no pasa desapercibida a un alumno atento, aunque sea ignorante. Este milagro se produce siempre, sobre todo, en las clases en común, donde los alumnos juzgan rápida y equitativamente al maestro; pregunta a los grandes funcionarios de la Universidad, y te dirán que un profesor capaz en Brest y enviado a Nîmes, será capaz aquí al otro día.

Es deber de los padres vigilar los maestros a quienes confían sus hijos; esto es una cosa fácil cuando se les pone un preceptor, aun cuando el niño vaya a la escuela; aquel le hará contar la clase, le examinará los libros, se informará exactamente de las lecciones que se le ordenaron estudiar y leerá sus deberes; al cabo de dos o tres sondeos, habrá llegado a conocer el valor de la enseñanza del maestro.

¡Padres, sed firmes e implacables con los malos maestros! ¡Denunciad obstinadamente las costumbres absurdas de las escuelas; los libros desmesuradamente largos, los cursos desordenados y desproporcionados que se arrastran pesadamente durante el año y se frangollan al final; denunciad la ausencia de control en la lección aprendida y el deber hecho. Nadie obligó al profesor a elegir su carrera; si la ha seguido libremente, que la ejerza con diligencia o que la deje.

En cada escuela debiera haber un comité de padres, elegidos entre los más instruídos para velar eficazmente sobre la enseñanza. Estoy seguro que, en cada clase, los alumnos elegirían con equidad y discernimiento el papá más digno de tal función.

Supongamos que hemos seleccionado un buen maestro. El éxito de la enseñanza no depende, sin embargo, sólo de eso.

Será tanto menos eficaz cuantos más alumnos tenga un maestro, a la vez. Si a Fénelon se le hubiera confiado la misión de educar treinta o cuarenta duques de Borgoña, no hubiera triunfado treinta o cuarenta veces.

Ahora bien, la enseñanza de un maestro para un solo discípulo es un caso tan especial, que es casi despreciable. La gran mayoría de las personas que han aprendido algo con maestro, lo han hecho en clases en común; sin duda, en este caso, la acción del maestro es menos directa y menos intensa, pero ¡cuántos inconvenientes tiene, sobre todo, para el alumno, el sistema del preceptor! Cuánto más grande sea la actividad desplegada por el maestro, menor será la del alumno; su voluntad, su orden, su paciencia, serán suplantados por los del maestro; estas cualidades aumentarán en el alumno a expensas del prójimo, por un fenómeno pasivo, como un anémico recibe sangre, rica en glóbulos rojos, por una transfusión. Despedido el maestro, el alumno se sentirá incapaz de aprender solo, cualquier cosa que sea; este caso se puede observar, de una manera notable, en las familias de reyes o de príncipes. Los niños de estas casas son, generalmente, muy instruídos pero, sus conocimientos tienen algo de amorfo, de incoloro, de alimento en conserva. Y es notable que, en estas familias reales donde no se desperdicia ninguna oportunidad para cultivar los espíritus, se producen muy pocos casos de personas que sobresalgan realmente.

No olvides, pues, querido lector, que no debes educarte tú, ni educar a tus hijos, a la manera de las familias reales. La forma ideal de educación por el maestro, consistiría en comenzar los estudios con un excelente preceptor y continuar en excelentes escuelas públicas. Pero, como entre diez preceptores hay alrededor de cinco perjudiciales, y cuatro no muy buenos, suprimamos sin pena esta iniciación previa y recurramos alegremente a la enseñanza en común. Las clases y los cursos son los procedimientos por los cuales se relacionan los que enseñan y los que quieren aprender. Suponiendo que los primeros cumplan bien su tarea, ¿qué deben hacer los segundos para aprovechar bien la enseñanza oral?

Aquí no ocurre lo mismo que en el caso del preceptor, que está a solas con el alumno: la iniciativa de éste recobra toda su importancia. Aunque las cualidades del maestro siguen siendo eficaces, existe un arte particular para enseñar al mismo tiempo a numerosos discípulos. Pero para el alumno que no quiere oír, ninguna clase de enseñanza oral, por maravillosa que sea, surtirá efecto.

Vamos a estudiar ahora el arte de oír, o más generalmente el arte de seguir una enseñanza oral: el arte de aprender escuchando.

**NOTA**

(1).- François Salignac de la Mothe-Fénelon Nació en el castillo de Fénelon (Périgord) en 1651. Preceptor del duque de Borgoña (nieto del rey Sol), para quien escribió Diálogos de los muertos y Aventuras de Telémaco. En 1693 es admitido en la Academia francesa. Escribió una carta al rey en esos términos: El cultivo de las tierras está casi abandonado, las ciudades y el campo se despueblan, todos los oficios languidecen y dejaron de proveer sustento a los obreros… Francia entera no es más que un gran hospital desolado y desabastecido. El comercio está aniquilado. Por lo tanto, usted ha destruido la mitad de las fuerzas reales dentro de su Estado, para hacer y para defender vanas conquistas afuera.
Partidario del quietismo, un movimiento místico católico que le valió la condena del papa Inocencio XII, terminó siendo arzobispo de Cambrai. Falleció el mismo año que Luis XIV: 1715.

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Los tres procedimientos que se pueden emplear para aprender: la invención, el maestro y el libro.
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Capítulo 3

El arte de escuchar.
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