Índice de El arte de aprenderCapítulo 1
Conflicto moderno entre el deseo de aprenderlo todo y la imposibilidad de saberlo todo.
Capítulo 3
El alimento físico y el otro.
Biblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE
¿Qué es aprender?

Capítulo 2

¿Es útil aprender? Los dos propósitos diversos que es posible proponerse cuando se aprende. La utilidad práctica de uno es evidente; desacuerdo sobre la utilidad del otro. A quién se dirige este libro. Definición del aprendizaje.

Procedamos por observación: miremos a aquellos de nuestros contemporáneos que se toman el trabajo de aprender; tratemos de desentrañar por qué se determinan a ello y qué objeto se proponen.

La mayoría de ellos aprenden un arte, una ciencia, un oficio, a fin de ejercerlo un día prácticamente y hacer de él la ocupación predominante de sus vidas. Esta intención realista anima a la mayoría de los padres desde el momento en que ponen maestros a sus hijos o los envían a los colegios: quieren (es su forma de expresarse), abrirles las puertas de todas las carreras. Cuando el espíritu del alumno se ha perfilado y desarrollado lo bastante, como para que pueda interesarse en un camino a seguir, también él encara el fin utilitario: conquistar un diploma, ser admitido a diversos concursos, etc.; en suma, una preparación para el ejercicio de una actividad cualquiera.

Una actividad, hacia la cual, por lo demás, puede sentir un atractivo real; puede gustar de antemano el placer de ser oficial ingeniero, profesor, artista o financiero; pero la atracción que ejerce sobre él la carrera, está tan íntimamente ligada a la resolución de ganar con ella dinero, celebridad o títulos, que no se puede invocar aquí un gusto desinteresado de cultura. Es el aprendizaje utilitario, con gusto o sin él. Muy a menudo, sin gran entusiasmo, puesto que los padres que lo incitaron a la elección de esa carrera, que ha sido también la suya, han pasado toda la vida en el ejercicio de ella, y sólo a la carrera militar y a las artísticas se les guarda fidelidad hasta el fin de la vida.

Pero no importa; con amor o sin él, aprender una profesión que se ejercerá, es aprender utilitariamente, por lo que no necesita demostrarse su utilidad, que en verdad está situada fuera de lo que se aprende, pero que, a juicio de los menos idealistas, justifica que se aprenda.

Al lado de estos estudiosos utilitarios, se observan otros que, desde la infancia, y sobre todo a partir de la edad en que el espíritu está en toda su plenitud, se sienten incitados a aprender sin preocuparse por ganar dinero, ni posiciones, ni siquiera celebridad. La voluntad de los padres o las circunstancias los han obligado a desempeñar una actividad, pero sus almas no están en ella. Este abogado arde de curiosidad por la matemática; aquel negociante se apasiona por las artes; este oficial se transforma en un erudito en historia; aquellos otros, obligados a trabajar determinada cantidad de horas diarias, para ganarse el pan, se refugian, una vez terminada la tarea, en una curiosidad general de todo lo que puede ocupar el espíritu, ora informándose sobre filosofía y arte, ora leyendo memorias u obras de erudición, o bien tratando de manejar la pluma o el pincel.

He aquí una segunda manera de aprender, despojada de toda codicia y de todo interés práctico. Las gentes que se entregan así al estudio, se dirigen a la ciencia o al arte por sí mismos. De manera parecida, ciertos dilettanti, sin oficio definido, y ciertas personas maduras, cuya vida activa ha terminado, ejercitan así su espíritu, siendo esta actividad su único propósito.

¿Es esto razonable?

Algunos de nuestros contemporáneos se deciden por la negativa. Dicen: La vida es corta; todos nuestros esfuerzos van a parar a la nada final. Tratemos de vivir con el menor esfuerzo posible. Realicemos de la mejor manera nuestras tareas profesionales: fuera de eso ¡reposo absoluto! Puede tener provechosos resultados que un hombre genial se aplique a hacer retroceder los límites de la ciencia o en crear nuevas obras de arte, pero no poseyendo genio, ¿para qué fatigarnos en introducir en nuestro espíritu, conocimientos que la humanidad posee ya, o dedicarnos al arte, cuando nuestras obras no pasarán de ser deberes de escolares? Pidamos a la vida la felicidad que no vende al precio de tanto esfuerzo. Tú dices que pasas horas deliciosas leyendo las Geórgicas (1); yo me deleito en la lectura de un folletín popular; nuestros placeres son equivalentes y, sin embargo, yo no me he roto la cabeza aprendiendo latín. De manera semejante, una opereta en Montmartre, me distrae, como te distraería a ti oír Parsifal en Bayreuth; y si escucho en mi fonógrafo un aire de café-concierto, experimento sensaciones análogas a las que sientes tú, cuando ejecutas a Bach en el violín, sin haber para esto desperdiciado centenares de horas de mi juventud y de mi edad madura.

¿Qué responder a esto?

Los tratados morales, antiguos y modernos, no se han quedado cortos en sus protestas indignadas y elocuentes apóstrofes, contra esta manera de pensar. Si los unos y los otros fueran capaces de impresionar a mi lector, le aconsejaría que los leyese, pero confieso que nunca me han parecido decisivos. Miremos las cosas de frente y constataremos que muchos seres humanos son perfectamente felices en su ignorancia, no efectuando ninguna labor intelectual; pero esto se debe a la idiosincrasia de cada cual... De la misma manera, hay personas que viven contentas en la suciedad y el desorden, y sin mayor higiene corporal; si tratas de convertirlos al orden y a la limpieza, tienes un alma de apóstol; habrás hecho una obra social útil, pero no estoy seguro de que hayas aumentado la dicha de los convertidos. Cuando Goethe se encontraba en la plenitud de su gloria, tropezó en el muelle de Nápoles con un pordiosero que entibiaba sus harapos al sol. ¿Cuál de los dos era más dichoso? Tú no podrías decirlo; pero sí puedes afirmar que prefieres la dicha de Goethe. Puedes también constatar que, en general, se considera superior a la otra, la categoría de los humanos que gozan con la limpieza y el orden del vestido y de la casa, no obstante existir espíritus excelentes que preconizan la excelencia de la vida salvaje y que deploran nuestra desgraciada tendencia a acrecentar, al mismo tiempo, nuestras necesidades y los medios de satisfacerlas. Esta disputa durará mientras haya hombres, pero, felizmente, no tenemos necesidad de resolver el problema para tomar partido.

¿Estás tú, lector, de parte del menor esfuerzo posible? Tu idea es defendible; pero no discutamos. Suspende aquí, la lectura de este libro; no ha sido escrito para ti; además, el autor confiesa de antemano que no tiene argumentos para convencerte.

El autor escribió -sistemáticamente- para las personas inclinadas, por su naturaleza, a creer que Goethe es más feliz que el pordiosero, o que, por lo menos, puestos a elegir el tipo de su dicha, sea para ellos la primera preferible a la segunda. Si tu naturaleza se inclina por ese lado, el autor del presente libro se empeñará en confirmarte y confortarte en tu elección durante todo el curso de la lectura, demostrándote, en la forma más realista, y a la manera de los tratados de moral cívica, es decir, sin hermosas frases, que esa elección es la más razonable y que conducirá a una excelente organización de tu dicha. Me parece imposible probarle a nadie, cuando desea estar sentado, que sería más feliz de pie. Pero me empeñaré en probar que se puede ser feliz de pie, y, de una manera más general, que existe una dicha que resulta del ejercicio disciplinado de nuestra actividad, de nuestros pensamientos y de nuestra sensibilidad; y que no persigue una sombra, ni es engañado por ningún espejismo, quien trata, cada noche, de ser algo más de lo que era esa mañana, haciendo, de esa manera, más amplio el lugar que ocupa en el mundo... Es esta una doctrina sólida e inatacable, que respeta la libertad de no hacer nada, la siesta del pordiosero y el salvajismo a lo Rousseau; reivindicando, solamente, el derecho de obrar, y la dicha en la acción.

¡Y bien!, esta concepción de la dicha, o mejor, de una dicha que consiste, para los pueblos como para los individuos, en tender sin cesar hacia algo más, y aumentar sus dominios, dominio de tierra, patrimonio de riqueza, de influencia, de energía o de duración; esta fórmula de actividad y de utilidad que puede resumirse en tres palabras: ENSANCHAR LA VIDA, comprende, también para el individuo, el esfuerzo de aprender; aún para el que no piensa ejercer una profesión, ni ganar su pan con lo que aprenden, aprender es ensanchar su esfera de acción con el dominio de los conocimientos y de las sensaciones; es proveerse de nuevas posibilidades y enriquecer su patrimonio interior, tanto como el que adquiere dinero, tierras u honores (más exactamente aún, puesto que éstos no se incorporan a quien los adquiere, y no son más que un aumento contingente); aprender es ensanchar la vida. Todo el problema de saber si vale la pena aprender sin un fin utilitario, se resume, pues, como se ha dicho ya, en esta pregunta de orden general: ¿Vale la pena ensanchar la vida? ¿Es más dichoso aquel que amplía sus horizontes?

Cuestión -repito- que creo insoluble. Convendremos en que este libro está escrito para aquellos que (por temperamento o por experiencia) se resuelven por la afirmativa.

He aquí que de paso, y casi sin buscarlo, hemos llegado a la definición, es decir, a la clara noción de lo que es aprender. Nos hemos guardado muy bien de imponer y hasta de sugerir la definición de primera intención, a la cabeza del libro, según la detestable costumbre de la mayoría de los tratados didácticos. Maestro que comienzas tu enseñanza con una brusca definición, no me interesa tu saber; llévatelo con tu definición y tu arrogante facundia. Me dicen intrépidamente: Esto es igual a aquello. ¿Pero por qué he de creerte? Tú dices que los dos miembros de una ecuación son iguales, pero yo ignoro el uno y el otro; ¿cómo quieres que sepa si son o no iguales? Antes de oír tu definición, que para mí no es más que un ruido vano, enséñame a conocer esto y aquello, esas dos cosas que tú pretendes que son iguales. Pasando, insensiblemente, de lo que sé a lo que no sé, esto y aquello llegarán a ser para mí nociones claras; entonces, no tendré ya necesidad de que formules la definición; la descubriré yo mismo, y aparecerá como una evidencia.

Así hemos procedido, caro lector, para llegar a definir lo que es aprender. Sabemos, ahora, que es uno de los medios de ensanchar la vida, y el medio esencial, puesto que este crecimiento equivale al de la persona. Aprender es incorporar a sí mismo hechos, verdades y sensaciones que antes nos eran exteriores y hasta desconocidas; aprender es convertir en sustancia intelectual o sensitiva propia, lo que anteriormente no pertenecía a ella. En suma, es un acto completamente análogo a aquel por el cual el niño que acaba de nacer y que pesa sólo algunas libras, asimila sustancias del mundo material y llega a la edad adulta pesando cincuenta o sesenta kilos.

Detengámonos en esta analogía, que nos servirá cuando tratemos de conocer los medios por los cuales se puede aprender. Pero debemos hacer notar la diferencia: lo que se incorpora al espíritu se convierte en parte nuestra, de una manera más estrecha, más definitiva todavía que lo que aumenta el peso del cuerpo, puesto que esto puede destruirlo una enfermedad en pocas semanas. De esta manera, nuestro crecimiento interior, no solamente puede compararse a todos nuestros medios de desarrollo, sino que es, sin duda, su forma esencial.

Puede decirse, en toda la extensión de la palabra, que aprender es ensanchar la vida.

**NOTA**

(1).-Las Geórgicas son un poema de Virgilio Marón Publio (70 A.C-19 A.C), dedicado al campo y a los campesinos, una oda a la vida campestre. NdE

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El alimento físico y el otro.
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