Índice de El arte de aprenderPresentación Capítulo 2
¿Es útil aprender?
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PRIMERA PARTE
¿Qué es aprender?

Capítulo 1

Conflicto moderno entre el deseo de aprenderlo todo y la imposibilidad de saberlo todo. Tipos de espíritu resultante de ese conflicto; eclipse del hombre culto. Necesidad de profundizar ante toda idea de aprender.

Dícese que Berthelot (1) en los últimos años de su larga y laboriosa vida, repetía satisfecho: Sin duda, seré el último hombre que haya poseído toda la ciencia de su tiempo.

¿Orgullo? ¿Presunción de sabio? ¡No!

Ante todo, tenía derecho a hablar de esa manera; en efecto, su cerebro contenía todo lo que podía saberse en el momento en que se expresaba así. Pero creo percibir en el fondo de sus palabras una melancolía sincera. Berthelot quería decir: He nacido demasiado pronto; algún día se sabrán cosas que yo no conozco... Y se consolaba agregando: Pero ya nunca más un cerebro humano bastará para saber todas las cosas a la vez.

Así, según el testimonio del gran sabio, en el siglo xx, el dominio del espíritu se extiende tan rápido y tan lejos, que el mejor cerebro no alcanza para reflejar su imagen aun reducida y simplificada.

Mirad en torno vuestro: tratad de abarcar el horizonte espiritual. Sin contar las ciencias físicas y naturales que nuestra época ha rehecho enteramente, ¡qué acrecentamiento enciclopédico ha impuesto a la historia el método documental! ¡Con cuántas obras que hay que conocer ha aumentado la literatura, gracias al intercambio del pensamiento humano entre los países de distintas lenguas! Y este crecimiento se advierte en todo lo que puede ocupar la actividad intelectual, desde la matemática pura hasta las prescripciones de economía doméstica, desde la higiene hasta los deportes.

Para saber todo lo que puede conocerse en este siglo veinte, no bastarían dos vidas sucesivas de un Pico della Mirandola (2).

Ahora bien, el hombre moderno no dispone más que de una sola vida y de un solo intervalo de años para adquirir la res scibilis. Es verdad que ese intervalo, la vida media que nos concede la estadística, ha aumentado un poco desde Pico de la Mirándola. Pero, en cambio, ¡cómo se ha obstruído el camino, desde los días en que el polígrafo italiano y el mismo Berthelot, conquistaron su maravilloso saber!... Sobre todo, desde hace unos quince años, ¿no sentimos todos, hombres y mujeres, cómo devoran nuestro tiempo, la agitación creciente de la vida, la complejidad de los negocios, la amplitud y multiplicidad de los viajes, la competencia exasperada entre los individuos y los pueblos, en fin, el desbordamiento a expensas del ocio, del trabajo indispensable para el ejercicio de la especialidad elegida, ya sea un oficio o un estudio preferido?... A pesar de la existencia diversa y completa del consejero áulico Von Goethe -ministro de Estado, sabio, poeta lírico, dramaturgo y... hombre de mundo-, el autor de Werther no podría hacer esa vida en nuestros días con la misma imperturbable serenidad: sólo su correspondencia absorbería su tiempo y le privaría de todo recogimiento.

Así pues, mientras crece la suma del saber universal, disminuye el tiempo para adquirirla.

¿Qué hacer, entonces?

Entonces, parecería que nuestros contemporáneos, después de observar este doble hecho debieran resignarse y decir: ¡Sea! Renunciemos a conocer lo que se aparta de nuestra especialidad. Cultivemos el trigo de nuestro pequeño campo, sin ocuparnos de la cebada que se eleva en el campo del vecino.

Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Son cada vez más raras las personas que, ante el enorme esfuerzo requerido para aprender y la parquedad del tiempo disponible, tiran la esponja como haría un boxeador y se conforman con una tranquila ignorancia. Jamás ha sido tan amplio el deseo de saber. La enseñanza primaria permite a todos, sin excepción, el acceso a los conocimientos intelectuales: aún en la frugal comida de la escuela lugareña, se adquiere el gusto de los frutos del árbol de la ciencia. Hasta las clases sociales que, no hace mucho tiempo, aceptaban la ignorancia como una necesidad, reinvindican el derecho a aprender aportando una curiosidad ávida y nueva. Y aparece, también, un fenómeno completamente moderno: las mujeres rivalizan con los hombres, cuando no los sobrepasan. Sin duda, una vana presunción echa a perder, a menudo, esta curiosidad de neófitos; ella puede engendrar desengaños; pero no es por eso menos legítima y emocionante.

En cuanto a los espíritus mejor preparados por la educación primaria, si queréis una prueba de su deseo de cultura, contad y evaluad los esfuerzos didácticos emprendidos con esa intención, sobre todo, desde los comienzos de este siglo. ¡Cuántas obras de difusión y divulgación científica! ¡Cuántos cursos y conferencias; cuántos espectáculos y conciertos clásicos! ¡Jamás se vió tal conjunto de reediciones a bajo precio de obras maestras. De cien maneras se esfuerza para hacer más accesible el saber. Todas estas empresas triunfan y la competencia no disminuye su prosperidad. Responden a una necesidad de cultura; por numerosas que sean, todavía no la satisfacen... ¿Se dirá que esto es snobismo intelectual? La injusticia sería tan crasa como burlarse de la voluntad de aprender que ya hemos señalado en los más humildes.

Pero, sin embargo, lo que se debe constatar, es el extremo desorden engendrado por toda esta efervescencia. Muchos esfuerzos didácticos, mucha buena voluntad para aprovecharlos, y a pesar de todo, una sociedad en que la cultura intelectual es dispersa e incoherente. La cruel oposición, o si se quiere una palabra más pedante, la cruel antinomia entre el aumento de lo que se debe aprender y la disminución del tiempo disponible para ello, traba a pesar de todo, y cada vez más, a los innumerables neófitos del saber...

Observemos a nuestros contemporáneos: veremos que ellos se dividen -desde el punto de vista del espíritu- aproximadamente en tres categorías. Ante todo (como lo hemos dicho), algunos ignorantes resueltos, como los ha habido en todo tiempo; pero en menor número que nunca. Y, como el ignorante moderno no escapa a la influencia de su época, tiene de singular que defiende su ignorancia con razonamientos. Declara, o bien, la bancarrota de la ciencia, o bien, la del espíritu ante la ciencia: El ignorante moderno es, ante todo, un ignorante sistemático.

Pero la convicción de que hoy hay demasiadas cosas para aprender, como para que pueda aprenderse todo, no lleva, necesariamente, a la resolución de no aprender nada. Puede sugerir también la idea de elegir un cierto conocimiento entre todos, interesarse en él, profundizarlo, y consagrarle todo su tiempo y toda su capacidad. Es esta la resolución del especialista -tipo moderno y muy numeroso. Cuando uno frecuenta el mundo que sabe algo, se asombra de la solidez de los muros que dividen los diversos compartimientos de trabajo, de los sabios. ¿Tendré que confesar que estas divisiones se notan aún en las Academias? Tal matemático ignora casi todo lo relacionado con el movimiento literario; tal dramaturgo no abre jamás un libro de ciencia aplicada; el sociólogo se encierra en su gabinete y el artista en su estudio. Han aceptado, también, como inevitable, la bancarrota del espíritu moderno, ante el extenso conjunto de cosas por aprender. En lugar de abstenerse, como el ignorante, se han decidido por el aislamiento y la especialización: lo que es, evidentemente, más estimable.

He aquí el tercer tipo moderno, que se encuentra muy frecuentemente: el hombre de falsa cultura, que no es sabio a medias, sino una fracción completamente despreciable. También él ha chocado con el obstáculo de la famosa antinomia: cuanto más numerosas sean las cosas que hay que aprender, menos tiempo queda para hacerla. Pero cree salvar ese obstáculo con una pirueta. ¡Bah!, ¡algunas lecturas!... ¡algunas conferencias!... ¡Y, en efecto, nada le es extraño; habla con la misma tranquilidad de Bergson o de Bernard Shaw; le son familiares los últimos progresos de la aviación; tiene teorías sobre la música y la poesía modernas, sobre economía social y política exterior... Se encuentra, este sabio infinitesimal, principalmente, entre la gente de mundo o entre los que se llaman, peyorativamente, bachilleres; peyorativamente, puesto que un bachilller es muy respetable, a los ojos del hombre más sabio, si sabe percibir, claramente, los límites de su saber elemental. La tonta presunción de algunos maestros, y la lectura de la prensa son los principales responsables de los malos bachilleres. Los libros de vulgarización más que superficial y las conferencias frangolladas son los principales responsables de esas fracciones de sabios mundanos. Todas estas personas son peores que los especialistas con anteojeras y que los ignorantes razonadores. El hipócrita homenaje que rinden a la cultura intelectual, no compensa el descrédito que le inflige su estupidez.

También estos tipos modernos, el ignorante, el especialista y el falso sabio muestran, en nuestra época, una fisonomía nueva, donde se percibe el efecto de la famosa antinomia. Las muchas cosas que hay que aprender y el poco tiempo para hacerla hacen del ignorante moderno, un sistemático, mientras alargan las anteojeras del especialista y hacen más chocante la desproporción, entre la ciencia del falso sabio moderno y sus pretensiones. El mal no sería tan grande, si otro tipo de intelectual, frecuente en los siglos diecisiete y dieciocho y aún en el diecinueve, no hubiera desaparecido, ya casi totalmente. Hombre culto - dice Littré- es aquel que tiene todas las cualidades para hacerse agradable en sociedad. Y, entre esas cualidades, la más sociable de todas es la de poder hablar pertinentemente de un asunto cualquiera, lo que supone una cultura general de la inteligencia.

¡Hombre culto! Sin querer nombrar a ninguno de aquellos que se han hecho célebres por la importancia y la variedad de sus conocimientos, vemos en cada página de las memorias de los siglos diecisiete y dieciocho, aparecer esas figuras, bien francesas, de magistrados, hacendistas, administradores y aún capitanes o cortesanos, a los que les eran familiares, no solamente, las lenguas y la literatura de la antigüedad, sino que además, sentían curiosidad por las artes y las ciencias de su tiempo. Mis contemporáneos conocieron algunos herederos de estas gentes, a fines del siglo diecinueve. El más humilde pueblo de provincia abrigaba, casi siempre, un pequeño grupo de simples propietarios o funcionarios retirados. En sus casas confortables, pero sin lujo, poseían, lo que hoy no se encuentra casi nunca en un edificio moderno: una biblioteca. No una biblioteca para lucir lomos de lujosas encuadernaciones o para enorgullecerse con ediciones costosas, sino una colección de bellas obras literarias o de útiles documentos; una biblioteca en comunicación con su inteligencia, que lo era familiar, donde como Montesquieu, pasaban buena parte de sus ocios, solazando su inteligencia con el fortificante pensamiento humano. Existían, además, academias regionales, cuya importancia era, entonces, considerable, donde se reunían estas buenas gentes cultas, cultivándose aún más por su contacto recíproco: la modesta especialidad de cada uno enriquecía el fondo común y perfeccionaba la cultura de todos. Entre ellos, ninguno tenía la pretensión de creerse un Hugo, un Littré o un Bertrand, pero tampoco se avergonzaban de recibir las enseñanzas de otros, y todos tenían a honor informarse sobre la obra de cualquiera de aquellos. El mineralogista se abandonaba a la lectura de un epístola de Horacio y hasta leía algunos versos de una antología griega. El helenista se apasionaba en pro o en contra de Madame Bovary y, a su modo, se iniciaba en las experiencias de Chevreul. ¿Para qué citar el verso de Terencio? Vosotros sentís que el hombre de antes era, precisamente, un hombre en todo sentido de la palabra, puesto que ninguna región del dominio del espíritu humano le era extraña.

¿Ha desaparecido este hermoso tipo de francés? Para no descorazonarnos, diremos que sólo ha sufrido un eclipse. El hombre de antes disponía de tiempo, lo que no tiene el hombre de hoy. Aun cuando la res scibilis fuera la misma que hacia el año 1860, las gentes de 1920, no podrían adquirirla tan comodamente como sus abuelos, puesto que tienen inquietudes -riqueza, ventajas sociales, lujo-, cosas de las cuales estaban libres sus abuelos. Tomemos a nuestro tiempo como es y a nuestros contemporáneos como son: las costumbres no vuelven hacia atrás. Pero, ¿no es posible, en esta sociedad anhelante, ávida de todo, aun del saber, RESTAURAR UNA FIGURA MODERNA DEL HOMBRE CULTO, ADAPTADA AL TIEMPO PRESENTE? ¿No vale la pena, por lo menos, intentarlo? La desaparición de este tipo admirable parece deberse, sobre todo, a que queda neutralizada la buena voluntad de nuestros contemporáneos colocada entre el aumento de las cosas que hay que aprender y la disminución del tiempo para aprender, y aunque deseen hacerlo llegan a la conclusión siguiente: ¿Vale la pena aprender?

Y si yale la pena, ¿cómo atacar la res scibilis de tal manera que se la conquiste lo más pronto posible?

En otros términos, ¿es necesario aprender, a pesar de la dureza de los tiempos? Y, si es necesario, ¿cómo aprender?

**NOTAS**

(1).- Marcellin Pierre Eugène Berthelot (París; 29 de octubre de 1827 - 18 de marzo de 1907); químico e historiador francés, cuyo pensamiento creativo y trabajo influyeron significativamente en la química de finales del siglo XIX. NdE

(2).- Giovanni Pico della Mirandola (Mirandola, Ferrara, 24 de febrero de 1463 - Florencia, 17 de noviembre de 1494), filósofo y pensador humanista del Renacimiento italiano. NdE

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