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SEIS

Les parecerá acaso extraño, pero el caso es que tardé dos días en poder seguir la clave que acababa de encontrar, para dar con la realidad de las cosas. Sentía cierta repugnancia a aquellos lívidos cuerpos. Tenían ese color blanquecino y descolorido de los gusanos y de los animales que uno contempla en los museos zoológicos, conservados en alcohol. Cuando se les tocaba, experimentaba uno la sensación de algo frío y sucio. Probablemente aquella repugnancia mía se debiera principalmente al influjo de los lindos Elois, cuyo asco o miedo a los Morlocks comprendía ahora.

La noche siguiente no dormí bien. Quizás mi salud estuviese un poco perturbada o desordenada. La indecisión y la duda habían hecho presa en mí. Una o dos veces sentí un miedo intenso, cuyo fundamento no pude llegar a comprender. Recuerdo que oí deslizarse pasos furtivos por la gran estancia donde dormían aquellos seres diminutos a la luz de la luna. Su presencia animaba un poco mi soledad y me daba confianza, porque aquella noche Weena estaba entre ellos. Aun en aquellas circunstancias, tuve presente que, al cabo de unos cuantos días, la luna llegaría a su cuarto menguante y las noches serían más oscuras y al amparo de ellas emergerían a la superficie mayor número de aquellas desagradables criaturas de los abismos, aquellos lemúridos blancuzcos, aquellos nuevos gusanos que habían sustituido a los de antaño.

Aquellos dos días experimenté la inquietud e insatisfacción del que se hurta a una obligación inevitable, es decir, del que evade el cumplimiento del deber. Tenía la seguridad de que la Máquina del Tiempo no podía ser recuperada sino a base de penetrar estos misterios del mundo subterráneo. Sin embargo, no me atrevía a enfrentarme con aquel enigma. Si hubiese tenido, cuando menos, algún compañero, la cosa hubiese sido diferente; pero me sentía horriblemente solo y el mero pensamiento de que tenía que gatear hacia abajo por aquellas tinieblas del pozo, me ponía los pelos de punta.

No sé si ustedes comprenderán lo que pasaba dentro de mí, pero el caso es que nunca logré sentirme seguro.

Fue precisamente esta inquietud e inseguridad la que quizás me arrastrase cada vez más lejos en aquellas mis expediciones de exploración. Dirigiéndome hacia el sureste, precisamente hacia la comarca que se llama en nuestros días Combe Wood, observé a lo lejos, hacia donde cae el Banstead del siglo diecinueve, un enorme edificio verdoso, diferente en su traza y apariencia de cuanto había visto hasta entonces. Era de proporciones mayores que el más grande de los palacios o ruinas que conocía; su fachada tenía cierto aire oriental; resplandecía con el brillo y el matiz verde pálido -esa especie de verde azulenco de cierta clase de porcelana china. Aquella diferencia de aspecto me hizo pensar en una diferencia igual en su destino y uso, por lo cual me decidí a explorarlo a fondo. Pero el día iba ya muriendo y había dado una enorme y cansada vuelta para llegar a aquel lugar; en consecuencia, determiné dejar la aventura para el día siguiente y regresé a la pequeña Weena, en busca de su bienvenida y de sus caricias.

Pero a la mañana siguiente caí en la cuenta de que mi curiosidad con respecto al Palacio de Porcelana Verde no era más que un pretexto para engañarme a mí mismo, buscando la manera de retrasar un día una experiencia que me daba miedo. Me decidí a descender por aquella cavidad sin más dilación y, eran las primeras horas de la mañana, cuando me dirigí hacia el pozo cercano a las ruinas de granito y aluminio.

La pequeña Weena corría a mi lado. Iba cantando y brincando junto a mí, pero cuando me vio asomarme a la abertura y mirar hacia abajo, pareció desconcertarse de forma muy extraña.

- Adiós, pequeña Weena -le dije, besándola.

Después la deposité en el suelo y empecé a tantear el parapeto, para dar con los peldaños de la escala. He de confesar que procedí a ello con bastante precipitación, porque temía que me faltase la decisión necesaria. Al principio se me quedó mirando con extrañeza. Pero después lanzó un grito lastimero y, corriendo hacia mí, empezó a tirarme de la ropas con sus microscópicas manitas. Yo creo que fue precisamente su oposición la que me estimuló a seguir adelante. La aparté de mí, acaso un poco rudamente, y un momento después ya me había metido por la boca del pozo. Vi la angustia reflejada en su carita sobre el parapeto y le sonreí para darle un poco de ánimo. Después no tuve más remedio que mirar hacia abajo, para posar el pie en los movedizos ganchos salientes, a los que me iba a agarrar.

Tenía que descolgarme por un agujero de más de cien metros de profundidad. El descenso había que realizarlo valiéndose de las barras metálicas que sobresalían de las paredes del pozo; pero, como se habían hecho a la medida de las necesidades de una criatura mucho más pequeña y de mucho menos peso que yo, al poco tiempo me sentí fatigado y dolorido por el esfuerzo de la bajada. ¡Y no era solo simple fatiga! Porque una de las barras cedió de pronto bajo mi peso y casi me lanzó a las fauces de las tinieblas que me esperaban abajo. Logré quedarme sostenido un momento con una sola mano, pero después de aquel susto, ya no quise detenerme más.

Aunque los brazos y la espalda me dolían vivamente, seguí gateando hacia abajo, con la mayor rapidez posible. Miré hacia arriba y vi el pequeño orificio, como un diminuto disco azul, en el cual se divisaba una estrella, mientras la cabecita de Weena se destacaba como una muesca redonda y oscura. Fue haciéndose en mis oídos cada vez más oprimente y siniestro el golpear isócrono de una máquina allá abajo. Todo estaba en la más absoluta oscuridad a excepción de aquel pequeño disco que se irisaba allá arriba. Cuando, un poco después, levanté mis ojos una vez más, Weena había desaparecido.

Sentí una agonía indescriptible. Pensé volver a trepar de nuevo, pozo arriba, y dejar aquel mundo inferior. Pero, aunque estaba dando vueltas a este pensamiento en la cabeza, seguí descendiendo. Por fin, con una sensación de intenso alivio, vi que se abría en la pared, a un pie de distancia, una pequeña abertura. Balanceándome un poco para verlo mejor, comprendí que se trataba de un angosto túnel horizontal, en el cual podía tenderme para descansar un poco. Inmediatamente lo hice. Me dolían los brazos, sentía calambres en la espalda y estaba temblando con el terror continuado de caer al abismo. Pero además, aquellas tinieblas impenetrables habían producido su efecto fatigando mis ojos. El aire temblaba con la palpitación y trepidación de la maquinaria que ventilaba los senos desconocidos, a través del pozo que estaba descendiendo.

No sé cuánto tiempo estaría tumbado. Me desperté al notar el tacto de una mano suave sobre la cara. Me levanté sobresaltado en medio de aquella tremenda oscuridad y busqué inmediatamente mis fósforos. A toda prisa encendí uno y divisé tres blancas figuras encorvadas parecidas a la que había visto entre los escombros de las ruinas. Inmediatamente empezaron a retirarse huyendo de la luz. Como vivían en lo que a mí me parecieron tinieblas insondables, sus ojos eran anormalmente largos y sensitivos, como las pupilas de los peces de la fauna abismal del océano y reflejaban análogamente la luz. No tenía la menor duda de que podían verme en aquella negra oscuridad y, por cierto, no parecían asustarse de mí, como no fuese cuando producía luz. Porque, en cuanto encendía un fósforo para verles, huían a la desbandada, guareciéndose en los corredores y pasillos sin fondo, desde los cuales sus ojos me seguían acechando de la manera más extraña.

Quise hablar con ellos, pero, por lo visto, su idioma era distinto del de los habitantes del Mundo Superior; así que no tuve más remedio que hacer una vez más esfuerzos desesperados por entenderlos. Pero el pensamiento de emprender la fuga, aún antes de haber podido establecer comunicación ideológica con ellos, no me había abandonado. A pesar de todo, me dije: Esta es la única ocasión que se te presenta, a eso has venido y seguí avanzando por el túnel. El estruendo de la maquinaria se iba haciendo cada vez mayor. Después de caminar un buen rato, los muros se fueron abriendo ante mí y llegué a un vasto espacio abierto. Encendiendo otro fósforo, vi que acababa de penetrar en una espaciosa caverna abovedada, que se perdía en las tinieblas del fondo, a las que no llegaba el resplandor de mi luz. El espacio que podía cubrir con el resplandor era el que puede iluminarse con un fósforo.

Mis recuerdos tienen que ser forzosamente vagos. De la oscuridad se levantaban grandes siluetas como de enormes maquinarias, que proyectaban negras sombras deformes, a cuyo amparo se acogían, huyendo de la luz, aquellos fantasmales Modocks. Debo decir de paso que aquel antro me resultaba en extremo sofocante y opresor. En el aire se percibía el vaho difuso de sangre recién derramada. En el centro del espacio aquel había una mesita de metal blanco, servida con lo que parecía ser un banquete. ¡Por lo visto, los Modocks eran carnívoros! Recuerdo que me dediqué a pensar qué clase de animal de regular tamaño había podido sobrevivir para proporcionarles los pedazos sanguinolentos que vi. Todo se presentaba ante mis ojos con indecisos contornos y con sensaciones mixtas: aquel rancio hedor, aquellas enormes figuras inexpresivas, las formas grotescas que se agazapaban en las tinieblas y que únicamente esperaban el momento en que la oscuridad me envolviese una vez más ... Entonces se me extinguió el fósforo, quemándome un poco los dedos, y vino a caer como una chispa con cauda en el fondo de las tinieblas.

Después he pensado lo pésimamente equipado que me encontraba yo para una experiencia tan singular. Cuando partí a bordo de la Máquina del Tiempo, en mi mente llevaba la idea absurda de que los hombres del futuro estarían sin duda alguna a espacios infinitos de progreso por delante de nosotros en cuanto se refería a la aventura sin armas, sin medicinas, sin tabaco de ninguna clase - y no se pueden ustedes imaginar cómo lo eché de menos a veces- y aun sin fósforos suficientes. ¡Si por lo menos se me hubiese ocurrido llevar conmigo una Kodak! Podría haber tomado una instantánea del Mundo Inferior, para examinarla después a mis anchas. Pero, el caso era que me encontraba allí con las únicas armas y los únicos poderes de que la naturaleza me había dotado, las manos, los pies y los dientes. Estos artefactos eran los únicos con que contaba ... además de cuatro fósforos.

Sentí miedo de avanzar en medio de toda esta maquinaria en las tinieblas. Al lanzar mi última ojeada a la luz del fósforo que encendí después, caí en la cuenta de los pocos que me quedaban. Jamás se me había ocurrido hasta aquel momento que tuviese necesidad de economizarlos ... Me había gastado la mitad de la caja en divertir y asombrar a los habitantes del Mundo Superior, para los cuales el fuego constituía una novedad. Ahora, como digo, sólo quedaban cuatro. Permanecí a oscuras y noté que me tocaba una mano y que unos dedos flacos se deslizaban por mi cara, al mismo tiempo que percibía un extraño olor desagradable. Se me antojó oír la respiración de un gentío de aquellas repugnantes y pequeñas criaturas junto a mí. Sentí que trataban de arrancarme suavemente de la mano la caja de fósforos y que otras manos me tiraban de la ropa por detrás.

La sensación que experimenté al sentirme observado y examinado por aquellos seres invisibles fue indescriptiblemente desagradable. De pronto caí en la cuenta de que ignoraba completamente sus reacciones mentales y su manera de obrar, al verme sitiado por las tinieblas. Les grité lo más fuerte que pude. Huyeron despavoridos, pero en seguida sentí que volvían a acercarse a mí. Me iban agarrando cada vez con más audacia, mientras cuchicheaban extraños sonidos entre sí. Me estremecí hasta la médula de los huesos y grité de nuevo, por cierto estentórea y destempladamente. Pero esta vez ya no se alarmaron tanto y se rieron de una forma truculenta al volver a acercarse.

Confieso que estaba verdaderamente despavorido. Decidí encender otro fósforo y huir al amparo de su fulgor. Así lo hice y, evitando el parpadeo de la llama con un pedazo de papel que tenía en el bolsillo, me fui retirando hacia el angosto túnel. Pero apenas había penetrado en él, cuando el pabilo de la luz se apagó y volví a oír en las tinieblas el rumor de los Morlocks, parecido al viento que susurra entre las hojas y a la lluvia que tabletea en los cristales. Me estaban persiguiendo.

En un momento me sentí agarrado por numerosas manos. No cabía la menor duda de que estaban haciendo lo posible por tirar de mí hacia adentro. Encendí otro fósforo y lo blandí ante sus ojos deslumbrados. No pueden ustedes imaginarse lo repugnantemente inhumanos que me parecieron aquellos rostros lívidos sin mentón y aquellos ojos grandes, sin párpados y de un rojo grisáceo, mientras me miraban, cegados por la luz y atemorizados. Pero no me detuve a observados, se lo advierto. Retrocedí una vez más y, cuando el segundo cerillo se extinguió, encendí el tercero.

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Casi se había consumido, cuando llegué a la base misma del agujero de ventilación. Me tendí al borde, porque la trepidación de la enorme bomba de abajo me había mareado. Después busqué a tientas las barras que sobresalían de la pared y, mientras lo hacía, sentí que me agarraban los pies por detrás y que tiraban de ellos con fuerza. Encendí mi último fósforo ..., pero con la mala suerte de que se apagó en el mismo momento. Pero ya mi mano se había aferrado a los salientes metálicos y tirando patadas a diestro y siniestro, me desembaracé de las garras de los Modocks y empecé a trepar a toda velocidad pozo arriba. Ellos se quedaron mirándome y guiñando, al verme subir. Pero un pequeño temerario me siguió durante algún tiempo y por poco se queda con una bota mía de trofeo.

Aquella ascensión me pareció interminable. Cuando sólo me faltaban unos ocho o diez metros para salir a la superficie, me sentí presa de una profunda náusea. Me costó un esfuerzo supremo seguir asido a los barrotes, sujetándome allí sobre el abismo. Los últimos metros tuve que luchar desesperadamente contra aquella sensación de mareo y de vértigo. Muchas veces la cabeza me empezó a dar vueltas y llegué a experimentar todas las sensaciones de quien cae a un abismo.

Sin embargo, logré por fin, como Dios me dio a entender, salir de aquel agujero y, tambaleándome, pude emerger entre las ruinas a la luz del sol. Me caí de bruces. Aquella tierra tenía una suave fragancia y olía a limpio. Después recuerdo que Weena me besaba las manos y las orejas y oí las voces de los otros Elois. Durante algún tiempo permanecí allí sin sentido.

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