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SIETE

Entonces me pareció que estaba en peores circunstancias que antes, es decir, con menos perspectiva de libertad. Hasta entonces, excepto aquella noche angustiosa que me pasé lamentando la pérdida de mi Máquina del Tiempo, había abrigado la esperanza de que podría escapar a fin de cuentas, pero los nuevos descubrimientos que había hecho me cerraban el paso a toda perspectiva de libertad. Hasta entonces me había sentido impedido por la infantil simplicidad de aquellos hombrecillos y por el poder de algunas fuerzas desconocidas que no tendría más remedio que aprender a manejar. Pero ahora había surgido una nueva dificultad con la perversidad y la malicia de los Morlocks, que tenía algo de inhumano y maligno. Instintivamente los odié en el fondo de mi alma. Antes había experimentado la sensación de quien se cae al fondo de un pozo: mi única preocupación había sido salir de aquel abismo y escapar. Pero ahora me sentía como un animal atrapado en el cepo, cuyo enemigo no tardaría en caer sobre él.

Acaso se extrañen ustedes de cuál era el enemigo a quien tanto temía: no era ni más ni menos que la oscuridad de la luna nueva. Weena me lo había advertido, al hacerme sus primeras observaciones incomprensibles sobre las tinieblas de la noche. Ahora ya no tenía que devanarme los sesos para averiguar cuál era el peligro que podían traer los noches oscuras.

La luna estaba en menguante: cada noche iba resultando más prolongado el tiempo de las tinieblas. Ahora comprendí, por lo menos hasta cierto punto, la relación entre el Mundo Superior y las tinieblas. Barruntaba vagamente las villanías criminales que podían perpetrar los Morlocks bajo la oscuridad de la luna nueva. Entonces caí en la cuenta con casi absoluta seguridad de lo equivocado que había estado al formular mi segunda hipótesis.

El Mundo Superior podría haber sido alguna vez la aristocracia fuerte y abundante de todo género de bienestar y los Morlocks habrían sido sus servidores mecánicos; pero aquello había ocurrido hacía mucho tiempo. Las dos especies que habían resultado de la evolución de la humanidad estaban aproximándose, si no habían llegado ya, a un nuevo tipo de relación entre sí. Los Elois, al igual que los soberanos de la Dinastía Carolingia, se habían sumido en una decadencia que les había enervado. Seguían siendo los amos de la tierra que sufría su yugo: puesto que los Morlocks, que habían vivido en las cavidades subterráneas durante innumerables generaciones, habían llegado a no poder resistir la luz del día, ni la vida en la superficie. Los Morlocks confeccionaban sus vestidos, por lo que pude ver, y satisfacían sus necesidades habituales, acaso merced a cierto antiguo hábito de servidumbre heredado. Lo hacían como un caballo pudiera golpear con sus cascos la tierra, o un hombre divertirse matando animales por puro deporte: era que las necesidades antiguas e inmemoriales habían preparado así a su organismo.

Pero, creo que estaba claro como la luz del día que el orden antiguo de las cosas había dado en parte la vuelta. El destino de los seres más delicados de los dos iba ensombreciéndose cada vez más. Muchos siglos antes, millares de generaciones antes, el hombre había expulsado a su hermano de la luz y del calor del sol ... ¡Y ahora aquel hermano estaba volviendo, pero cambiado! Ya los Elois habían empezado a aprender una lección que tenían olvidada. El mismo hermano principiaba a clavar en ellos sus garras.

Y de pronto recordé, como en un chispazo de memoria, la carne que había visto en el Mundo Inferior. Me estaba oscureciendo la mente de una manera muy extraña: no es que me revolviese el pensamiento, como en el curso de una meditación, sino que más bien me venía de fuera como una interrogante. Hice lo posible por recordar su forma. Tenía, no sé por qué, cierto aspecto vagamente familiar, pero no podía decir de qué se trataba de momento.

Pero, aunque aquellos hombrecillos temblasen y se sintiesen impotentes ante la realidad de un miedo misterioso, yo tenía una constitución y una estructura anímica diferente. Yo llegaba de este mundo nuestro, de esta raíz primaria de la raza humana, en que el miedo no paraliza a los hombres y el misterio no se presenta revestido de terrores en este periodo de nuestra evolución. Yo por lo menos podía defenderme. Sin más dilación, me propuse confeccionar armas y buscarme un refugio para dormir. Teniendo aquel albergue por baluarte, podría hacer frente a aquel mundo extraño con un poco de la confianza que había perdido al hacerme cargo de los riesgos que corrían noche tras noche aquellas criaturas. Me sentía incapaz de volver a conciliar el sueño, mientras mi lecho no estuviese perfectamente asegurado. Sólo al pensar en la manera en que me estuvieron examinando, me estremecía de horror.

Estuve vagando toda la tarde por el valle del Támesis, pero no encontré un lugar que me pareciese inaccesible y fuera del alcance de aquellas repugnantes criaturas. Todos los edificios y árboles eran fácilmente asequibles para aquellos diestros trepadores, que subían por las paredes de sus profundos pozos.

Entonces acudió a mi memoria el recuerdo de los elevados pináculos del Palacio de Porcelana Verde y el pulimento brillante de sus muros. En consecuencia, cargué a Weena sobre mi hombro, como si fuese una niña y subí las laderas que miraban al sudeste. La distancia, según mis cálculos, debía ser de unos diez o doce kilómetros; pero resultó más del doble. La primera vez que había visto aquel lugar, había sido a través de la bruma húmeda vespertina, que parece acortar engañosamente las distancias. Por si aquello fuera poco, se me soltó un tacón del zapato y se me estaba clavando una punta de la suela; eran unos zapatos viejos y cómodos para andar por casa, pero sin resistencia total, que no tenía más remedio que cojear. Y cuando vi destacarse a lo lejos la silueta del palacio, ya hacía tiempo que se había puesto el sol y la mole se destacaba contra el amarillo pálido del cielo.

Wenna estaba encantada como una chiquilla de que la llevase a cuestas, pero, después de un rato, quiso que la volviese a poner en el suelo y empezó a correr de un lado a otro, arrancando de vez en cuando alguna hermosa flor y metiéndomela en los bolsillos. Estos siempre desorientaron a la pequeña Weena, porque no sabía qué finalidad podrían tener; pero por fin debió sacar la conclusión de que eran una especie de vasos extraños, a propósito para decorarlos con flores. Por lo menos, a eso los destinó ... ¡Y ahora que me acuerdo ...! Al cambiarme de chaqueta, me encontré con ...

El Viajero del Tiempo se detuvo, se metió la mano en el bolso, sacó en silencio dos flores marchitas, parecidas a grandes malvas blancas, y las colocó sobre la mesita. Después continuó su relato.

Cuando descendía sobre el haz de la tierra la penumbra del anochecer, remontábamos la pendiente hacia Wimbledon. Weena se había cansado y quería volver a la casa de piedra gris. Pero yo le señalé con el dedo los pináculos lejanos del Palacio de Porcelana Verde y conseguí hacerla entender que íbamos a buscar allí refugio contra el miedo.

¿Han observado ustedes esa gran pausa que se opera sobre las cosas antes de oscurecer? Hasta la brisa se detiene entre las frondas de los árboles. Yo siempre experimento una sensación de expectación de esa hora quieta del crepúsculo. El cielo estaba limpio, los horizontes claros y su inmensa vastedad vacía, a excepción de unas cuantas bandas horizontales que se divisaban en el poniente. Pues bien, aquella noche la expectación se tiñó del color de mis temores. En aquella calma penumbrosa mis sentidos parecieron haberse agudizado hasta un grado sobrenatural. Me imaginaba sentir inclusive lo hueco del terreno que hollaban mis pies. Hasta era capaz de distinguir a través de la costra terrestre a los Modocks yendo y viniendo en sus hormigueros, en espera de las tinieblas. En la excitación del momento se me antojaba que podían haber interpretado mi intromisión en su terreno propio como una declaración de guerra. Pero ..., ¿por qué me habrían robado la Máquina del Tiempo?

Así fuimos avanzando por el silencio y la luz indecisa del crepúsculo se fue convirtiendo en noche. El azul claro de la distancia se disipó y fueron saliendo las estrellas una a una. El terreno se fue haciendo más y más oscuro y los árboles parecían manchones negros. Los temores y la fatiga de Weena fueron aumentando. La cogí en mis brazos, le hablé y la acariciaba dulcemente. A medida que la oscuridad fue haciéndose más profunda, iba apretando más sus bracitos en torno a mi cuello, hasta que, cerrando los ojos, apoyó su cara contra mi hombro. Descendimos por una larga pendiente hasta un valle y, era ya tanta la oscuridad, que por poco me meto, sin verlo, en las aguas de un pequeño río. Busqué un lugar para vadearlo y subí por la falda contraria de la hondonada, pasé junto a un grupo de casas dormidas y vi una estatua, una especie de fauno, o una figura por el estilo, que no tenía cabeza. Había acacias. Hasta entonces no había visto Modock alguno, pero ya eran las primeras horas de la noche y estaban por llegar las de más oscuridad, que son las que preceden a la salida de la luna.

Desde un saliente del próximo altozano vi un bosque espeso que extendía ante mí su ancho ramaje negro. Al verlo, no supe qué hacer. No podía ver dónde terminaba, ni a derecha ni a izquierda. Como me sentía sumamente cansado y, en particular, tenía muy doloridos los pies, bajé con todo cuidado a Weena de mi hombro, hice un alto y me senté sobre el césped. Ya no se divisaba el Palacio de Porcelana Verde y no sabía qué dirección tomar.

Traté de penetrar por la espesura del bosque con mi mirada y me puse a hacer cábalas de lo que se escondería allí. Bajo el pabellón tupido de las frondas no debían distinguirse siquiera las estrellas. Aunque no hubiese ningún otro peligro al acecho, peligro hacia el cual no dejé vagar mi imaginación, allí estaban todas las nervaduras de las raíces y troncos raídos en los cuales podía uno tropezar.

Además las emociones del día habían fatigado mi sistema nervioso. En consecuencia, no quise arrostrar ninguno de aquellos riesgos y decidí pasar la noche al aire libre sobre la colina.

Me encantó ver que Weena se había quedado dormida por fin. La cubrí con todo cuidado con mi chaqueta y me senté junto a ella para ver salir la luna. La ladera estaba tranquila y desierta, pero de las entrañas negras del bosque surgían de vez en cuando ruidos que revelaban la actividad de seres vivos. Sobre mi cabeza brillaban las estrellas, porque la noche era muy clara. No sé por qué, pero el caso es que su parpadeo me producía una sensación amistosa y protectora. Sin embargo, del pabellón del cielo habían desaparecido todas las viejas constelaciones: el lento movimiento imperceptible en centenares y centenares de generaciones humanas las había reagrupado en sistemas desconocidos para mí. Pero la Vía Láctea, según me parecía, debía conservar la misma forma y la misma trayectoria por el firmamento que la banda de polvo de estrellas de antaño. Al sur, por lo menos así pensé, había una estrella roja muy brillante, nueva para mí; era más fulgurante que nuestra misma verde Sirio. Y entre todos aquellos puntos cintilantes de luz irradiaba su fulgor un planeta, que me miraba bondadosa y persistentemente, como si fuese la cara de un viejo amigo.

Al contemplar estas estrellas se mitigaba de pronto la congoja de mis preocupaciones y se desvanecían las tribulaciones de la vida terrestre. Pensaba en aquellas insondables distancias y en el lento devenir de sus movimientos, desde un pasado desconocido hacia un futuro desconocido también. Pensaba en el gran ciclo precesional que describe el polo de la Tierra. Solamente se había producido cuarenta veces aquella silenciosa revolución durante los años que yo había avanzado por el Tiempo. Y durante aquellas escasas revoluciones, habían desaparecido todas las actividades del hombre tal como yo lo conocía, todas sus tradiciones, sus complejas organizaciones, los países, los idiomas, las literaturas, las aspiraciones y hasta la misma memoria del ser humano de edades anteriores.

En su lugar, sólo prevalecían estas frágiles criaturas, que habían olvidado por completo sus remotos antepasados, y aquellos otros seres blancuzcos, de los cuales huí despavorido. Entonces me puse a reflexionar en el gran pavor que separaba a las dos especies y por primera vez, con un escalofrío de horror, comprendí claramente qué era aquel pedazo de carne que había visto sobre su mesa. ¡Aquello era demasiado truculento y macabro! Miré a la pequeña Weena que dormía junto a mí, contemplé su blanco rostro parecido a una estrella bajo las estrellas, y rechacé con repugnancia aquel pensamiento.

A todo lo largo de aquella noche procuré tener la mente alejada de los Modocks lo mejor que pude y me pasé largos ratos tratando de localizar los vestigios de las viejas constelaciones en aquel nuevo orden astronómico. El cielo estaba claro y despejado, a excepción de alguno que otro celaje de nubes. Sin duda debí adormilarme a ratos. Poco después, a medida que se deslizaban las horas, vi aparecer en la parte oriental del firmamento una especie de resplandor, como el reflejo de una hoguera sin color. Era la luna que surgía, blanquecina y menguante. E inmediatamente detrás, como si fuese una consecuencia suya y dominando su fulgor, llegó la alborada, de colores lívidos al principio y después roja y cálida. No habíamos visto un solo Modock encima de la colina. Ni se nos acercaron para nada. A medida que fue esclareciéndose el día, me pareció que mis temores habían sido injustificados. Me levanté, vi que se me había hinchado el pie correspondiente al zapato del tacón flojo y me volví a sentar otra vez, para quitarme los zapatos y tirarlos.

Desperté a Weena y descendimos al bosque, que ahora estaba verde y ameno, en lugar de aquella siniestra negrura que le hacía impenetrable de noche. Encontramos en los árboles algunas frutas, que nos sirvieron para desayunar. No tardamos en topamos con otros de aquellos seres delicados, que se dedicaban a reír y corretear a la luz del sol, como si no existiesen noches en la naturaleza.

Entonces volví a acordarme una vez más de aquella carne que había visto en los antros subterráneos de los Morlocks. Ahora ya no me cabía la menor duda de lo que era y desde lo más profundo de mi corazón sentí lástima por aquel débil riachuelo de la gran avenida de la humanidad. Estaba bien claro que, en alguna etapa remota de la decadencia humana, los Morlocks habían tenido poco que comer. Posiblemente habían tenido que vivir de ratas y gusanos, o bichos por el estilo. Aun hoy en día el hombre es mucho menos refinado y exquisito en la selección de su alimento de lo que fue antaño; desde luego, mucho menos que cualquier mono. Sus prejuicios contra la antropofagia no constituyen un instinto profundamente arraigado en el alma humana. Por tanto, aquellos hijos inhumanos de los hombres ...

Traté de estudiar y reflexionar sobre el asunto desde un punto de vista puramente científico. En medio de todo, no dejaban de ser menos humanos y de estar más apartados en el tiempo que nuestros caníbales predecesores de hace tres o cuatro mil años. Y había desaparecido ya aquel grado de inteligencia que consideraba repugnante y bajas aquellas cosas. ¿Por qué había de devanarme los sesos en la solución de aquel enigma? Estos Elois no eran más que ganado bien cebado, que los Morlocks, con su existencia de hormigas, conservaban y consumían ... y hasta acaso trataban de mejorar con cruces de especies. ¡Y allí estaba Weena danzando junto a mí!

Procuré desterrar aquellas ideas horrorosas que me estaban asaltando, haciendo lo posible por ver en aquello un castigo riguroso del egoísmo humano. La humanidad había estado viviendo durante generaciones y generaciones en un ambiente de comodidad y de exploración del trabajo de su hermano, había tratado de justificar aquellos excesos con la palabra mágica de la necesidad y, al pasar el tiempo, la necesidad había dejado sentir su peso sobre la humanidad. Hasta quise entonar una especie de himno despectivo al estilo de Carlyle, contra aquella despreciable y corrompida aristocracia. Ya era imposible, sin embargo, mantener y defender aquel punto de vista. Por profunda que fuese su degradación intelectual, los Elois habían conservado demasiado de la traza y forma humana para no despertar mi simpatía y hacerme sentir forzosamente partícipe de su degradación y de su miedo.

Por entonces mis ideas con respecto a qué debería hacer eran muy vagas e indecisas. La primera que se me ocurrió fue buscarme un refugio seguro y fabricarme algunas armas de metal o de piedra. Esta necesidad era perentoria y de carácter inmediato. Después, abrigaba la esperanza de procurarme alguna manera de producir fuego, para tener siempre a mano una antorcha, puesto que, según había visto, no había arma más eficiente para hacer frente a los Morlocks. Por último, precisaba de algún aparato o herramienta para abrir las puertas de bronce del pedestal de la Esfinge Blanca. Se me ocurrió fabricar un ariete. Tenía la idea de que si lograba trasponer aquellas puertas y portar una tea de luz delante de mí, había de descubrir la Máquina del Tiempo y lograría escapar. No me cabía en la cabeza que los Morlocks fuesen lo suficientemente fuertes para haberla transportado muy lejos. En cuanto a Weena, había resuelto traérmela a nuestro propio tiempo. Y cavilando sobre estos planes, continué el camino hacia el edificio que mi fantasía había destinado para nuestra morada.

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