Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CINCO

Seguí allí quieto, reflexionando sobre este triunfo demasiado perfecto del hombre ... La luna llena, amarillenta y rotunda, surgió de la banda nordeste del horizonte en un derroche de fulgores de plata. Las pequeñas figuras multicolores cesaron de moverse allá abajo, se oyó el batir de las alas de una silenciosa lechuza y yo me estremecí bajo el relente de la noche. Entonces decidí bajar y ver dónde podía dormir.

Busqué el edificio que ya conocía. Mis ojos divisaron a lo lejos la figura de la Blanca Esfinge sobre su pedestal de bronce, que se fue destacando más claramente de la penumbra a medida que la luna iba haciéndose más brillante. Distinguí el durazno plateado junto a ella. Más allá se veía la pimpollada de rododendros, oscuros a la luz indecisa y vaga. También divisé el pradillo. Volví a mirado una vez más. Pero me asaltó una duda extraña, que hizo pasar una ráfaga de frío por aquel momento de belleza sublime.

No, me dije con tono enérgico, ése no era el pradillo donde aterricé.

Sin embargo, era el mismo. Porque el blanco semblante erosionado de la esfinge estaba mirando hacia él. ¿Podrían ustedes imaginarse lo que pasó por mí, cuando me cercioré de que fue allí? Pero, es difícil que se hagan cargo de mi angustia. ¡La Máquina del Tiempo había desaparecido!

En el acto, como si hubiese recibido un latigazo en la cara, me hirió el pensamiento de la posibilidad de perder mi propia edad y de quedarme, indefenso y solo, en aquel extraño mundo nuevo. Sólo pensado me producía una tortura física. Sentí cómo se agarrotaba aquella idea a mi garganta y ahogaba mi respiración.

Un momento después, presa del más profundo terror, descendía a grandes pasos por la pendiente. Una vez me caí de bruces y me corté la cara, pero no me detuve un solo segundo a restañar la sangre, sino que me levanté de un salto y seguí corriendo desalentado, con un hilo de sangre caliente deslizándoseme por la mejilla hasta la barba. Todo el tiempo que estuve corriendo me repetía una y otra vez:

Sin duda ninguna, lo habrán apartado un poco, lo habrán metido bajo los árboles, para que no se vea.

Pero, a pesar de todo, seguí corriendo frenéticamente. Yo bien sabía, con esa certeza que a veces proporciona el miedo desmedido, que no había motivo para pensar así; el instinto me decía que habían escondido la máquina para que no pudiese dar con ella. Respiraba fatigosamente. Creo que debí recorrer toda la distancia que había desde la cima hasta el pradillo en cuestión -que eran más de tres kilómetros- en unos diez minutos. Y ya no tengo nada de joven. Iba maldiciendo en voz alta mientras corría y me reprochaba la confianza imbécil con que me había conducido al dejar allí la máquina. Aquellas mismas palabras acrecentaban el jadeo de mi respiración. Grité con toda la fuerza de mis pulmones, pero nadie me contestó. No parecía haber criatura ninguna viviente bajo aquel mundo iluminado por la luna.

Mis terribles presentimientos se realizaron cuando llegué al pradillo. No se veía por ningún lodo el más mínimo rastro de la máquina. Me sentí desfallecer y me quedé como el hielo, al ver el claro entre los arbustos, completamente vacío. Empecé a dar vueltas alrededor furiosamente, por si el aparato había sido empujado a un rincón. Pero me detuve de repente, mesándome el cabello con las manos. Por encima de mí se destacaba la silueta de la esfinge sobre su pedestal de bronce, blanca, brillante, leprosa, a la luz de la luna. Parecía reírse de mi angustia.

Podía consolarme, haciéndome la cuenta de que acaso aquellos pequeños seres habían puesto el aparato bajo cubierta para protegerlo, pero ya había calibrado el bajo nivel de sus facultades físicas e intelectuales. Esto era lo que me desalentaba: me parecía presentir algún poder que hasta entonces no había sospechado, al cual se debiese la desaparición de mi invento. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: de no haberse producido una réplica exacta de mi aparato en alguna otra edad, no podía haberse movido en el Tiempo. Una vez retiradas las palancas que le ponían en movimiento por las rutas del Tiempo -y después tendré sumo gusto en explicarles a ustedes el procedimiento-, es imposible hacerle avanzar, como no sea en el espacio material. Ahora bien, no cabía duda de que lo habían retirado y acaso escondido, pero no podía ser más que en el Espacio. Pero, ¿en dónde?

Creo que estaba siendo víctima de un verdadero ataque de locura. Recuerdo que entraba y salía frenéticamente de los arbustos y de los setos que rodeaban a la esfinge, y que en mis alocados movimientos sobresalté a un animal blanco, al cual tomé por un simio pequeño, a la vaga luz de la luna. Recuerdo también que, ya avanzada la noche, me puse a golpear con los puños crispados los arbustos, hasta que se me desgarraron los nudillos y me ensangrenté los dedos con los tallos rotos. Por fin, sollozando de rabia y de angustia, me dirigí al gran edificio de piedra sillar.

El vasto vestíbulo estaba a oscuras, silencioso y desierto. Tropecé en el piso desigual y vine a caer sobre una de las mesas de malaquita, contra la cual poco faltó para que, me quebrase la barba. Encendí un fósforo y pasé por delante de las cortinas polvorientas, de que antes les hablé.

Allí di con otra gran estancia cubierta de cojines, sobre los cuales había unos cuantos de aquellos seres diminutos durmiendo. No me cabe la menor duda de que les extrañó enormemente mi segunda aparición, emergiendo de pronto de aquella silente oscuridad, produciendo ruidos inarticulados y encendiendo fósforos que llameaban en las tinieblas. Porque se habían olvidado totalmente de los fósforos.

- ¿Dónde está mi Máquina del Tiempo? -empecé a decir, llorando como un niño rabioso, extendiendo las manos por encima de ellos y agitándolas con ira.

Aquel gesto debió haberles resultado muy extraño, porque algunos se echaron a reír, mientras otros se asustaron y se atemorizaron. Al verles de pie en torno mío, se me ocurrió que estaba haciendo la cosa más imbécil que se me podía haber ocurrido en aquellas circunstancias, al intentar revivir en su sicología la sensación del miedo. Porque, a juzgar por el comportamiento que habían tenido conmigo un día antes, pensé que el miedo había desaparecido de ellos totalmente.

Apagué de repente el fósforo y, derribando a uno de los hombrecillos en mi carrera, salí medio a tientas al vasto comedor de nuevo y volví a la luz de la luna. Oí sus gritos de terror y sentí el correr de sus piececillos, tropezándose aquí y allá. No recuerdo todo lo que hice, cuando la luna se había remontado por el espacio. Atribuyo a la índole inesperada de la pérdida de mi Máquina aquel ataque de frenesí que me invadió. Me sentía indefenso e inerme, separado de mi propia gente, como un animal extraño en un mundo desconocido. Debí agitarme furiosamente sin ton ni son, pegando gritos y llamando a Dios y al Destino.

Recuerdo que me fue invadiendo una horrible fatiga, a medida que se deslizaba aquella desesperada noche. Debí estar rebuscando los rincones y parajes más absurdos, escudriñando las ruinas bañadas de luna y tocando con mis manos criaturas extrañas entre las negras sombras. Por fin me acuerdo de que me tendí en el suelo junto a la esfinge y de que me puse a llorar en la sensación más absoluta de desamparo. Ante mí no se presentaban más que perspectivas de miseria y desgracia. Me quedé dormido y, cuando me desperté, era ya de día y un par de gorriones picoteaban el césped junto a mí, al alcance de mi mano.

Me senté invadido por la frescura de la mañana, haciendo esfuerzos por recordar a qué se debía el que me encontrase allí y por qué experimentaba una sensación tan profunda de abandono y desesperación. Por fin fueron aclarándose mis ideas. A la luz sin enigmas del día, logré hacerme cargo totalmente de las circunstancias que me rodeaban. Comprendí lo absurdo de mi locura de la noche pasada y logré razonar conmigo mismo.

¿Y si hubiese ocurrido lo peor? me pregunté. ¿Si la Máquina se hubiese perdido irremediablemente ... y hasta hubiese sido destruida? Lo mejor que puedo hacer es no perder la serenidad, llevar las cosas con paciencia, aprender de los demás, formarme una idea clara del método y arbitrar los medios necesarios para proveerme de materiales y herramienta, de tal manera que pueda, quizás, confeccionar otra máquina.

Aquélla era la única esperanza que me quedaba, todo lo problemática que se quisiera, pero, al fin y al cabo, mejor que la desesperación. Además, en medio de todo, aquél era un mundo hermoso y extraordinario.

Pero probablemente lo que había ocurrido era que, sencillamente, habían retirado de allí el aparato. Sin embargo, tenía que mantenerme sereno y tranquilo, para poder dar con su escondite y recúperarlo, por la fuerza o por la astucia. Con esta idea, me incorporé y miré en torno mío, pensando en dónde podría bañarme. Me sentía cansado, me dolían los huesos y experimentaba la fatiga del viaje. La frescura de la mañana despertó en mí el deseo de sentirme igualmente fresco y renovado. Me había agotado por haber dado rienda suelta a mis emociones. La verdad era que, según buscaba el lugar que necesitaba para bañarme, me reproché la excitación y la inserenidad que se adueñaron de mí la noche pasada.

Examiné con todo cuidado y detenimiento la tierra y los alrededores del pequeño prado. Perdí bastante tiempo al tratar de plantear preguntas inútiles, de la mejor manera que Dios me dio a entender, a las pequeñas criaturas que pasaban junto a mí. Nadie consiguió entender mis gestos: algunos pensaban que todo aquello era una broma y se reían de buena gana, pero otros se quedaban serios con su cara sin expresión. Tuve que refrenarme con un gran esfuerzo de voluntad de sacudir con mis manos aquellas caras que se reían a mis propias barbas. Era un impulso irreflexivo y absurdo, pero el miedo y la cólera me cegaban y me costaba trabajo reprimirme y mucho más en el estado de perplejidad y desorientación en que me encontraba.

El césped me proporcionó una pista más segura. Encontré unas rayas en él, a mitad de distancia entre el pedestal de la esfinge y las huellas que habían dejado mis pies, cuando, apenas llegado, tuve que hacer un gran esfuerzo para poner en pie la máquina volcada. Se veían otras señales por allí del objeto que habían retirado y se distinguían pisadas estrechas y raras, como las que podría hacer uno de esos simios llamados perezosos. Aquello orientó mi atención hacia el pedestal. Era, como ya creo haberlo dicho, de bronce. No era un bloque liso, sino que estaba decorado profusamente de bajorrelieves en las piezas que había a ambos lados. Me acerqué y percutí con los dedos las láminas. El pedestal estaba hueco. Examiné los medallones con más cuidado y advertí que no coincidían herméticamente con los marcos. No había asideros ni ojos de cerradura, pero aquellos planos se abrían desde dentro, si en realidad eran puertas, como yo suponía. Una cosa se destacaba con perfecta claridad en mi mente. No se necesitaba un gran esfuerzo para deducir que mi Máquina del Tiempo estaba encerrada dentro del pedestal. ¿Cómo había entrado allí?, era harina de otro costal.

Divisé las cabezas de dos individuos vestidos de color naranja, que se acercaban por entre los arbustos y por debajo del ramaje de unos manzanos cubiertos de flores. Me volví a ellos con una sonrisa y les llamé con un gesto. Se acercaron y entonces, señalando al pedestal de bronce, intenté hacer valer mi deseo de que se abriese. Pero no hice más que un pequeño ademán, cuando vi que reaccionaban de manera muy extraña. No sé como darles a ustedes una idea de la forma en que se comportaron y de la expresión que asomó a su semblante. Imagínense que tuviesen que hacer un ademán grosero a una mujer de pensamientos delicados ... Así fue como ellos reaccionaron ante la indicación que les hice. Pusieron pies en polvorosa, como si les hubiese lanzado el insulto más inconveniente.

Entonces traté de hacerme entender con un muchachito de aspecto amable vestido de blanco, pero el resultado fue idéntico. Yo no sé por qué, pero el caso es que su reacción me hizo avergonzarme. Pero, ya saben ustedes lo ansioso que yo estaba por recuperar mi Máquina del Tiempo; por eso hice un segundo esfuerzo con el joven. Pero se dio la media vuelta como los demás, con lo cual acabé por perder completamente los nervios. De tres saltos estaba tras él, le agarré del escote holgado junto a su cuello y empecé a tirar de él hacia la esfinge. Pero, al ver el horror y la repugnacia reflejados en su semblante, le dejé marchar, sin más ni más.

Sin embargo, no me daba por vencido. Golpeé con el puño los paneles de bronce. Se me figuró que oía algo que se movía dentro; más concretamente, me pareció que oía como una risita burlona, pero debí haber sufrido una alucinación. Entonces agarré del río un gran morrillo, volví de nuevo al pedestal y empecé a martillear con él, hasta que aplané un róleo de la decoración y el verdín que la cubría se desprendió en pequeños fragmentos.

Aquella gente diminuta debió haberme oído machacar con saña desde una milla a la redonda, pero nadie se movió. Vi a un gentío que subía por las laderas circunvecinas, mirándome con expresión furtiva. Por fin, fatigado y bañado en sudor, me senté a contemplar lo que pasaba en la ciudad. Pero estaba demasiado inquieto para aguantar aquella observación pasiva; soy demasiado occidental para limitarme a observar durante mucho tiempo. Soy capaz de trabajar durante años y años en la solución de un problema, pero no aguanto estar con los brazos cruzados durante veinticuatro horas.

Pasó un rato y me levanté, empezando a caminar sin rumbo fijo por entre los arbustos, hasta que me encaminé una vez más a la montaña.

Paciencia, dije para mis adentros. Si quieres recuperar tu máquina, tienes que dejar tranquila a la esfinge. Si se empeñan en quitarte el aparato, de poco sirve que te pongas a machacar sus bajorrelieves de bronce; y si no tienen interés en tu máquina, la tendrás en tu poder en cuanto la pidas. No conduce a nada el quedarte rondando todas estas cosas desconocidas, que no son más que piezas de un rompecabezas. Si te obcecas, var a ser presa de una verdadera manía. Acepta las cosas tal como vienen. Acomódate a este nuevo mundo. Aprende a reaccionar como ellos, obsérvalos, no te precipites en su interpretación. Así lograrás por fin dar con la clave que necesitas.

Entonces percibí de pronto el aspecto humorístico de la situación en que me encontraba: me puse a pensar en los años que me había pasado estudiando y trabajando para poder penetrar en la edad futura y en la impaciencia que sentía ahora por escapar de ella. Me había convertido en el ser de sicología más complicada e ineficaz que concebirse pudiera. Aunque el criticismo lo ejercía sobre mí mismo, no pude remediado: me reía a carcajadas.

Al penetrar en el gran palacio, me pareció que aquellos hombrecillos evitaban mi encuentro. Pudiera ser que los dedos se me antojasen huéspedes, o que aquello se debiese a los golpes que había estado descargando sobre las láminas de bronce. Sin embargo, me parece que no me equivocaba al pensar que me esquivaban. Con todo, tuve mucho cuidado en no manifestar preocupación ninguna y en abstenerme de perseguirles; la consecuencia fue que, al cabo de uno o dos días, volvieron las aguas a su viejo cauce.

Hice los adelantos que pude en su idioma y, a mayor abundamiento, me puse a explorar en distintos parajes. O bien habíaseme escapado algún punto sutil, o su lenguaje era excesivamente sencillo, compuesto casi exclusivamente de sustantivos concretos y verbos. Parecíanme bastante raros los términos abstractos de su léxico -si es que había algunos- y estimé que apenas hacían uso del estilo figurado. Sus expresiones eran de ordinario muy sencillas y constaban de dos palabras, pero yo no lograba entender ni expresar sino las proposiciones más simples.

Tomé la resolución de colocar el recuerdo de mi Máquina del Tiempo y del misterio de las puertas de bronce que había debajo de la esfinge, en un rincón remoto de mi memoria, tanto como me fuera posible, hasta que, a medida que fuese aumentando mi conocimiento de las cosas, pudiese volver a mi preocupación actual por el peso mismo de las circunstancias. Sin embargo, comprenderán ustedes que había un cierto sentimiento que me retenía como aprisionado dentro de un círculo de unos cuantos kilómetros en torno al punto de mi llegada.

Por lo que podía ver, el mundo de aquella gente presentaba la vegetación exuberante del valle del Támesis. Desde cualquier elevación percibía la misma abundancia de suntuosos edificios, de variedad infinita en cuanto a sus materiales y su estilo. Por todas partes divisaban mis ojos los mismos bosquecillos de siemprevivas, los mismos árboles de verdura perenne cargados de flores y los mismos helechos. Aquí y acullá brillaban como plata los hilos del agua y, a lo lejos, la tierra empezaba a ondular en colinas azules, hasta combinarse y difuminarse en la serenidad del cielo.

Había un detalle extraño, que atrajo mi atención: eran unos depósitos como pozos circulares, algunos de los cuales, según me pareció, tenían considerable profundidad. Uno de ellos se abría junto al sendero que llevaba a la cúspide de la montaña, que había seguido en mi primer paseo. Al igual que los demás, tenía un brocal de bronce, labrado en forma muy curiosa y protegido de la lluvia por una pequeña cúpula. Al sentarme al lado de estos pozos y al mirar a sus negras profundidas, mis ojos no percibían brillo ninguno de agua, ni pude conseguir reflejo ninguno al encender un fósforo. Pero en todos ellos oí cierto sonido peculiar: era como un golpe sordo -pom, pom, pom-, algo así como el machacar de una gran máquina. Y descubrí, por la llamarada de mis fósforos, que corría por aquellas cisternas una continua corriente de aire. Después tiré un pedazo de papel a una de ellas y, con gran extrañeza, observé que, en lugar de quedarse medio flotando e ir descendiendo poco a poco, fue atraído y engolfado súbitamente.

Igualmente, al cabo de cierto tiempo, llegué a relacionar estos pozos con las altas torres que se levantaban en distintos lugares sobre las laderas. La causa era que veía con frecuencia por encima de ellas cierta vibración en el aire, como la que se observa en un día cálido sobre las playas abrasadas por el sol. Atando aquellos cabos sueltos, llegué a la conclusión, o por lo menos me sentí inclinado a pensar que se trataba de un extenso sistema de ventilación subterránea, cuya importancia y finalidad no podía imaginarme del todo. Al principio me sentí inclinado a asociar dicho sistema con el funcionamiento sanitario de aquellos hombres. Parecía la cosa más natural del mundo, pero sin embargo estaba completamente equivocado.

He de confesar que me enteré muy poco sobre su aparato de tuberías, pozos y métodos de conducción del agua, durante el tiempo que conviví con ese mundo del futuro. En alguno de los libros que he leído sobre las utopías y los tiempos del porvenir se detallan profusamente los aspectos y valores de la edificación, del funcionamiento social, etc., etc. Pero, si bien estos detalles son fáciles de conseguir cuando uno está dejando volar libremente a su imaginación, resultan completamente inaccesibles para un viajero de verdad, que se encuentra en las circunstancias en que yo me vi. ¡Imagínense ustedes la relación que llevaría de Londres un negro recién salido de la jungla del Africa Central, cuando volviese a su tribu! ¿Qué podía decir, por ejemplo, de las compañías de ferrocarriles, de los movimientos y actividades sociales, de los sistemas de teléfono y de telégrafo, de las compañías de correos y de transportes, del funcionamiento de nuestras cartas para llegar a su destino y otros organismos parecidos? Sin embargo, tendríamos mucho gusto en explicarle, por lo menos, cómo funcionan estas cosas.

Y aun de lo que él mismo pudo ver con sus propios ojos y entender, ¿cuánto sería lo que pudiese hacer entrar en la cabeza de sus compañeros de tribu? Entonces, pensemos en la pequeña diferencia que existe entre un negro y un blanco de nuestros tiempos y lo enorme que era el intervalo que se extendía entre los individuos de aquella Edad de Oro y yo ... Me hice cargo de muchas cosas que no podía ver con los ojos y que contribuían a mi comodidad; pero mucho me temo no ser capaz de llevar a la mente de ustedes una impresión general de la vida de aquellos hombres, como no sea por lo que se refiere a su organización automática.

En lo relativo a Ssu sepultura, por ejemplo, no logré ver señales ningunas de crematorios ni nada que se pareciese a tumbas o enterramientos. Pero se me ocurrió que, acaso, tuviesen cementerios (o crematorios) en alguna parte, más allá del radio que personalmente pudiera yo explorar. Esto fue otro tema que me planteé deliberadamente, si bien he de confesar que mi curiosidad se sintió chasqueada completamente al principio. Aquel asunto me desconcertaba, pero me encontré con otra cuestión que me desorientó todavía más: entre ellos no había individuos ancianos ni enfermos.

No tengo inconveniente en declarar que duró poco la satisfacción que experimenté con mis primeras teorías sobre una civilización automática y una humanidad decadente. Sin embargo, no podía explicármelo de otra manera. Permítanme exponerles las dificultades con que me topé. Los numerosos y grandes palacios que exploré eran únicamente mansiones para vivir, grandes comedores en los vestíbulos y vastos dormitorios. No vi por ninguna parte maquinaria, ni aparatos de ninguna índole. Pero, el caso era que aquella gente estaba vestida con telas agradables a la vista, que no tenían más remedio que renovarse de vez en cuando; lo mismo sus sandalias, las cuales, aunque desprovistas de todo adorno, eran ejemplares complejos de confecciones de metal. No cabía duda de que tenían que fabricar en alguna parte aquel calzado. Por otra parte los diminutos seres que poblaban aquel mundo no daban muestra ninguna de capacidad creadora. No había tiendas, ni manufacturas, ni indicio de importaciones o movimiento mercantil. Se pasaban la vida jugando sin preocupación ninguna, bañándose en el río, haciéndose el amor como quien juega a algo, comiendo fruta y durmiendo. No me entraba en la cabeza cómo podía mantenerse la organización de todo aquello.

Pero volvamos a nuestra Máquina del Tiempo: algo que yo no podía definir ni fijar la había metido en el pedestal hueco de la Esfinge Blanca. ¿Por qué? No era capaz de imaginármelo, por mucho que pensaba en ello. Luego venían aquellas cisternas sin agua y aquellos pilares que temblaban. Me pareció que me faltaba una clave. Me pareció ... Pero, ¿cómo podré explicárselo a ustedes? Háganse la idea de que han encontrado una inscripción redactada en el mejor inglés, pero con interpolaciones de palabras y aun de letras completamente desconocidas para ustedes. Pues bien, al tercer día de mi visita a aquel extraño mundo, así era como veía yo las cosas en el año 802 701.

Pero ocurrió además otra cosa. Aquel día hice una amistad ..., bueno, hasta cierto punto. Ocurrió que mientras estaba observando cómo se bañaban algunas de aquellas criaturas en un remanso, uno de ellos experimentó un calambre y empezó a ser arrastrado por la corriente. El río principal, por decirlo así, se delizaba bastante rápidamente, pero no con ímpetu excesivo, ni siquiera para un nadador mediano. Esto les dará, por tanto, una idea de la extraña limitación de facultades de estas criaturas, sobre todo si les digo que ninguno de ellos hizo el más mínimo esfuerzo por rescatar a aquel compañero suyo que estaba gritando y pidiendo auxilio, mientras se ahogaba ante sus mismos ojos. Al ver yo aquello, me quité la ropa en un momento y, vadeando la corriente por un punto situado aguas abajo, agarré a la pobre criatura y la puse a salvo en la orilla. En cuanto le froté un poco las extremidades pareció volver en sí y tuve la satisfacción de ver que estaba perfectamente cuando la dejé. La idea que me había formado de los valores morales y sicológicos de aquella gente hizo que no contase para nada con su agradecimiento. Sin embargo, debo confesar una vez más que estaba completamente equivocado en aquel punto.

La cosa había ocurrido por la mañana. Por la tarde me encontré con mi pequeña mujer, puesto que por talla tomé; me disponía a regresar a mi centro de operaciones después de una exploración, cuando me recibió con gritos de júbilo y simpatía y me regaló una gran guirnalda de flores, hecha, sin género de duda, para mí y sólo para mí. Aquello excitó mi imaginación. Posiblemente lo que ocurría es que me había venido sintiendo muy solo. Sea lo que fuere, el caso es que hice lo posible por expresarle mi agradecimiento por el regalo. Pronto nos vimos ambos sentados bajo un emparrado, trabando conversación, consistente principalmente en sonrisas. La actitud amistosa y cariñosa de aquella criatura me hizo sentir lo mismo que hubiese experimentado al tratar con un niño. Nos dimos flores mutuamente y ella besó mis manos. Yo hice otro tanto con las suyas. Entonces intenté hablar y averigüé que se llamaba Weena, nombre que, aunque yo no sabía lo que significaba, me pareció muy apropiado para ella. Aquello fue el origen de una extraña amistad que duró una semana y terminó de la manera que les explicaré.

Era exactamente igual que una niña. Quería estar todo el, tiempo, conmigo. Intentaba seguirme a todas partes, hasta el extremo de que en la primera excursión que hice por aquellos alrededores, tuve que dejarla completamente fatigada y exhausta, mientras me llamaba en tono quejumbroso. Pero no tenía más remedio que arrostrar los problemas que me planteaba aquel mundo desconocido. No me había adentrado por el futuro, me decía a mí mismo, para dedicarme a un devaneo sentimental en miniatura. Sin embargo, el disgusto que se llevó cuando la dejé fue muy amargo, las súplicas y lamentaciones que me hizo al separarme de ella eran frenéticas; creo que, tomada nuestra relación en conjunto, me proporcionó tantas ventajas como inconvenientes su devoción. Pero a pesar de todo, siempre constituyó para mí un gran apoyo. Pensaba yo que lo que la atraía hacia mí era un simple afecto infantil. Hasta que no fue demasiado tarde, no caí en la cuenta del sufrimiento que le proporcioné al abandonarla. Ní comprendi claramente, hasta que ya las cosas eran inevitables, lo que significaba ella para mí.

Porque, con el mero hecho de haberse aficionado a mí y demostrarme en su estilo débil e ineficaz que yo le preocupaba, aquella muñequita diminuta hizo que mi vuelta a las cercanías de la Blanca Esfinge tuviese casi el calor de quien regresa a su hogar. Y en cuanto saliese a la montaña tenía que proteger a aquella delicada figurilla de oro y marfil.

Ella también fue la que me enseñó que el mundo no se había liberado todavía del miedo. De día no mostraba el más mínimo temor y me manifestaba la más abnegada confianza; una vez que, en un momento de irreflexión, le hice algunos ademanes de amenaza, se contentó con reírse sencilla y llanamente. Pero tenía miedo a la oscuridad, la amedrentaban las sombras, la atemorizaban las cosas negras: Las tinieblas eran la raíz de todos sus temores.

Fue aquélla una emoción excepcionalmente apasionada, que me hizo pensar y reflexionar. Entonces descubrí, entre otras cosas, que estos pequeños seres se reunían en grandes edificios al anochecer y dormían agrupados. Penetrar donde ellos estaban sin una luz era producir en sus filas un tumulto de pavor. Nunca encontré a nadie al aire libre después del oscurecer, ni durmiendo a solas, aun bajo techo. Sin embargo, me empeñaba en ser tan cerrado de mollera, que no asimilé la lección de aquel miedo y, pese a la inquietud que aquello producía a Weena, me obstiné en dormir aparte de aquellas multitudes.

Era una cosa que le producía profundo disgusto, pero por fin la afición extraña que me tenía triunfó y durante cinco noches de las que duró nuestra relación, incluso la última, durmió apoyando su cabeza sobre mi brazo como sobre una almohada.

Pero mi historia se está separando de mí, cuanto más hablo de ella. Debió haber sido la noche anterior a su salvación, cuando me despertaron al amanecer. Había estado con el espíritu insereno e inquieto, había soñado las pesadillas más desagradables sobre que me ahogaba y que las anémonas de mar me acariciaban la cara con sus suaves palpos. Me desperté sobresaltado, con la idea absurda de que acababa de salir en aquel momento un animal grisáceo de la habitación en que estaba. Procuré quedarme dormido otra vez, pero me sentía inquieto e incómodo. Era esa hora penumbrosa y lívida en que las cosas están emergiendo lentamente de las tinieblas, hora en la cual no hay color en los seres y todos son siluetas irreales. Me levanté y bajé al gran vestíbulo. Luego salí atravesando la estancia por encima de las grandes piedras a la fachada exterior del palacio. Pensé que tenía que tenía que hacer de la necesidad virtud y contemplar la salida del sol.

La luna se estaba poniendo y su claror mortecino se mezclaba con la palidez de la alborada en una semiluz espectral. Los arbustos eran negros como la tinta, el suelo estaba teñido de un gris sombrío y en el cielo no había color ni vida. Entonces me pareció ver en lo alto de la montaña ciertos fantasmas. Mientras subía por la ladera vi varias veces moverse arriba figuras blancas. Dos veces divisé un solitario animal blanco parecido a un mono que trepába por la pendiente y, cuando llegué cerca de las ruinas, vi que un grupo de ellos llevaban un cuerpo oscuro. Se movían con rapidez. No pude enterarme de lo que fue de ellos. Me pareció que se perdían entre el follaje. Deben tener presente que era todavía indecisa la luz del amanecer. Yo experimentaba esa sensación de frío e inadaptación típica de las primeras horas de la alborada, que será familiar a ustedes. No podía dar crédito total a mis ojos.

A medida que el cielo iba haciéndose más luminoso y llegaban los fulgores del día coloreando las cosas con sus vivos matices, regresé una vez más al mundo y me puse a escudriñar todos aquellos parajes. Pero no encontré huella alguna de las figuras blancas. Debían ser criaturas que sólo vivían en la pénumbra.

Han tenido que ser espectros, -me dije, quisiera saber dónde se dan cita.

Porque en aquel momento me acordé de una idea muy curiosa de Grant Allen, que me hizo gracia. Si cada generación que se extingue va dejando fantasmas, sostenía, el mundo tiene que sobresaturarse por fin de ellos algún día. Según esta teoría, tenían que ser literalmente innumerables a ochocientos dos mil años de nuestra época, por lo cual no tenía nada de extraño ver cuatro de ellos.

Pero aquella broma no me acabó de satisfacer del todo y estuve pensando en las extrañas figuras toda la mañana, hasta que el rescate de Weena me quitó la idea de la cabeza. De una manera que no podía claramente definir, los asociaba con el animal blancuzco a quien había asustado la primera vez que me puse a buscar la Máquina del Tiempo con aquel frenesí que expuse antes. Pero Weena era un sustituto encantador. Sin embargo, pronto habían de tomar posesión total de mi mente.

Me parece haber dicho que el clima de aquella Edad de Oro, era mucho más cálido que el nuestro. Yo no podía explicármelo. Pudiera ser que el sol tuviese más calor, o que la Tierra estuviese más próxima al sol. Es corriente la teoría de que el sol irá enfriándose constantemente a medida que pasan los años. Pero los individuos que no están familiarizados con hipótesis y especulaciones por el estilo de las del joven Darwin no parecen tener en cuenta que todos los planetas irán cayendo uno tras otro tarde o temprano en el seno del cuerpo que los produce. A medida que vayan ocurriendo estas catástrofes, el sol producirá energía y calor renovados y pudiera ser que algún planeta interior hubiese sufrido ya dicho destino. Sea cual fuere la razón, el hecho es que el Sol era mucho más caliente que ahora.

Pues bien, una mañana muy cálida -creo que era la cuarta-, cuando me disponía a buscar un albergue para defenderme del calor y del brillo extraordinario que caía sobre unas ruinas colosales próximas al gran edificio donde me alojaba de noche y comía, ocurrió un suceso extraordinario. Gateando entre aquellos montones de escombros, encontré una angosta galería, cuyo fondo y ventanas laterales estaban bloqueadas por numerosas de piedras caídas. En contraste con el brillo ofuscador de fuera, me pareció al principio completamente oscura e impenetrable. Me adentré a tientas en las tinieblas, porque el cambio de la luz a la negrura ponía manchas vibrátiles de color en mis ojos.

De pronto me tuve que detener como hechizado. Un par de ojos, luminosos por los reflejos de la luz de fuera, me estaban observando desde la oscura profundidad. Me asaltó el miedo instintivo que experimentan los animales salvajes. Apreté los puños y miré con decisión aquellas esferas brillantes. Tenía miedo de volver la espalda. Entonces recordé el sentimiento de absoluta seguridad en que me parecía que vivía aquella humanidad. Y reflexioné sobre el extraño miedo que experimentaban hacia la oscuridad.

Dominando como pude mi terror, di un paso adelante y hablé. Tengo que confesar que mi voz era ruda y que apenas podía controlarla. Levanté una mano y toqué algo suave y blando. Inmediatamente miraron los ojos a otro lado y algo blancuzo pasó corriendo junto a mí. Me dio un vuelco el corazón y vi a una criatura diminuta y espectral parecida a un mono que, con la cabeza agachada de una manera muy extraña y peculiar, atravesaba rápidamente la banda de luz del sol que había detrás de mí. Se estrelló contra un bloque de granito, se retiró a un lado tambaleándose y un momento después desapareció en las sombras negras que proyectaba otro montón de escombros hacinados.

Como comprenderán ustedes, la impresión que tuve de aquello era confusa; pero sé que aquel ser tenía una blancura lívida y estaba dotado de grandes ojos grisáceos y rojizos a la vez, de expresión muy rara. También observé que su cabeza estaba cubierta de un pelo amarillento, que aparecía también en el extremo inferior de su espalda. Pero, como digo, le vi sólo durante un momento fugaz, para poder distinguirle con detalle. Tampoco soy capaz de decir si corría a cuatro patas, o si sus brazos péndulos eran demasiado largos y le caían muy bajos.

Después de un momento de indecisión, le seguí al segundo montón de ruinas. Al principio no pude encontrarle; pero, después de haberse acomodado mis ojos a aquella profunda oscuridad, llegué a una de las aberturas circulares, como de pozo, de las que ya les he hablado: estaba medio obstruida por un pilar caído. Me asaltó inmediatamente un pensamiento. ¿Podría aquella cosa haberse escapado por la abertura? Encendí un fósforo y, mirando hacia abajo, divisé una pequeña y blancuzca criatura que se movía y me miraba con sus ojos grandes brillantes de manera persistente, a medida que se retiraba. Me estremecí. ¡Parecía una especie de araña humana! Iba deslizándose por la pared abajo ... Entonces vi por primera vez una serie de peldaños de metal y de asas para las manos, que formaban una especie de escala hasta el fondo del pozo. La llama me quemó los dedos y se me cayó de la mano, extinguiéndose al llegar al suelo. Cuando encendí otro fósforo, el pequeño monstruo había desaparecido.

No sé cuánto tiempo estaría escudriñando las profundidades de aquel agujero. Durante mucho tiempo estuve reflexionando en lo extraño de todo aquello y tardé en persuadirme de que el ser que había visto era humano. Pero, poco a poco, fui comprendiendo la verdad: el hombre no había continuado formando una sola especie, sino que se había diferenciado en dos animales distintos. Comprendí que mis simpáticos seres del Mundo Superior no eran los únicos descendientes de nuestras generaciones, sino que también estos repugnantes, lívidos y nocheriegos habitantes de las ruinas eran herederos de nuestra raza.

Pensé en los móviles y en mi teoría de que había una ventilación subterránea. Entonces empecé a percibir claramente su significado y finalidad.

Pero, me pregunté, ¿qué tenía que ver este lemúrido con el plan que yo me había imaginado de una organización perfectamente estructurada? ¿Qué tenía que ver aquel ser con la serenidad indolente de los bellos pobladores del Mundo Superior? ¿Y qué era lo que se escondía tras de aquella profunda abertura? Me quedé sentado al borde del agujero y me dije que, de todas maneras, no había nada que temer y que debía bajar por allí para dar por fin con la solución de mis interrogantes. ¡Pero, a pesar de todas mis consideraciones, tenía verdadero miedo en descender!

Estaba titubeando todavía, cuando aparecieron dos hermosos seres del Mundo Superior. Venían corriendo en una especie de escarceo amoroso, buscando una sombra para cobijarse de la luz solar. El varón perseguía a la hembra, arrojándole flores, según corría.

Parecían contrariados al verme, con el brazo apoyado sobre la columna volcada y mirando al fondo del pozo. Por lo visto no era de buen agüero curiosear por estas aberturas, porque cuando señalé a su fondo y traté de formular una pregunta sobre lo que podía significar aquello en su idioma, se alarmaron más todavía y se dieron media vuelta. Pero siempre sintieron aquellos hombrecillos curiosidad por mis fósforos y encendí uno para entrenerlos. Una vez más traté de preguntarles para que servían aquellos pozos, pero no conseguí nada.

Por tanto determiné dejarlos con la intención de volver a Weena para ver si podía hacer que me lo explicase. Pero ya mi mente estaba en la más completa revolución: las conjeturas que había hecho y las impresiones que experimenté en el primer momento iban desvaneciéndose y dando lugar a nuevas hipótesis. Tenía ahora un indicio de la finalidad y significado de aquellos pozos, me parecía entrever para qué valían aquellas torres de ventilación y creía haber dado con el misterio de los espectros, por no decir nada de la función de las puertas de bronce y de la suerte que había corrido mi Máquina del Tiempo.

Poco a poco y con indecisos contornos empecé a entrever la solución del problema económico que había despertado mi interés. Ante mis ojos había una nueva perspectiva. No cabía lugar a dudas de que esta segunda especie de hombre era subterránea. Había concretamente tres circunstancias que me hicieron pensar que se debía a un hábito inveterado y muy antiguo el que saliesen tan pocas veces a la superficie de la tierra. En primer lugar, la mayor parte de los animales que suelen vivir en la oscuridad son de color blanquecino, así por ejemplo, los peces blancos de las cavernas de Kentucky. Además estaban aquellos grandes ojos, con su capacidad de reflejar la luz, característicos de los animales que merodean y viven de noche, como la lechuza y el gato. Y por fin, consideré aquel ofuscamiento que experimentó el ser que acababa de ver, al atravesar la luz del sol, aquel tambalearse por la precipitación y aquellos torpes saltos para conquistar la sombra, juntamente con la manera peculiar de agachar la cabeza al salir de la luz ... Todos estos datos corroboraban la hipótesis de una sensibilidad extrema de la retina.

Por lo tanto, la tierra que había a mis pies tenía que estar perforada por una intrincada red de túneles, en cuyo laberinto habitaban los individuos pertenecientes a esta nueva raza. La existencia de conductos para la ventilación y de pozos en las laderas de las montañas -por todas partes, en realidad, menos a lo largo de la cuenca del río- eran muestras evidentes de que sus ramificaciones eran universales. Entonces, ¿qué cosa más natural que suponer que precisamente en aquel mundo artificial era donde se elaboraban las industrias y se desarrollaba el trabajo que era necesario para la comodidad y el confort de la raza diurna? Aquella hipótesis me parecía tan inverosímil, que inmediatamente la acepté y continué sacando deducciones de la división de las especies humanas.

No tengo inconveniente en manifestar que a ustedes les parecerá de lo más razonable mi teoría. Sin embargo, tengo que decides que no tardé en averiguar lo lejos que estaba en mis cálculos de la verdad.

Al principio, partiendo de los problemas de nuestro tiempo, me parecía claro como la luz del día que la expansión gradual de las actuales diferencias, de carácter puramente temporai, que existen en el terreno social entre el capital y el trabajo, era la clave de todo aquel sistema. No dudo que les parecerá completamente absurdo y hasta increíble ... Pero, sin embargo, aún ahora, en los momentos actuales, hay ya alguna circunstancia que lo está sugiriendo.

Existe una tendencia a utilizar los espacios subterráneos para las actividades de tipo inferior y menos ornamental de nuestra civilización: por ejemplo, ahí está el tren metropolitano de Londres, ahí están los nuevos ferrocarriles eléctricos, los trenes subterráneos, las viviendas debajo de la tierra y los restaurantes por debajo del nivel de las calles, que van creciendo cada vez más y multiplicándose.

No cabe duda, reflexionaba yo, que esta inclinación ha ido pronunciándose cada vez más, hasta el extremo de que la industria ha ido perdiendo gradualmente el lugar en que nació a la luz del sol. Quiero con esto decir que ha ido hundiéndose cada vez más en establecimientos subterráneos, donde transcurren y se desarrollan la mayor parte de sus actividades, hasta que un día ... ¿No creen ustedes que aun hoy en día un trabajador del este vive en circunstancias y condiciones de ambiente tan artificiales, que prácticamente podemos decir que está separado de la superficie natural de nuestro planeta?

Por otra parte, la inclinación que están manifestando las clases más acomodadas a separarse de los demás -que se debe, sin duda alguna, al refinamiento creciente de su educación y al acrecentamiento de la distancia entre ellos y la vida mísera de los pobres-, contribuye aun en nuestros días a que se les niegue al goce de porciones considerables de la superficie de la tierra. Por ejemplo, acaso la mitad de la comarca más bonita que se extiende en torno a Londres, no les está vedada a las clases humildes.

Este abismo que cada vez va separando más a los ricos de los pobres y que se debe, en parte principal, a lo caro y duradero del proceso educacional superior y a las facilidades que tienen las clases acaudaladas y a las tentaciones que sienten de vivir en un ambiente más refinado, irá haciendo menos y menos frecuente este cambio y comunicación entre las distintas clases sociales, e irán escaseando los matrimonios entre ellas, retardando así poco a poco la auténtica estratificación social, mientras van marcando dos especies distintas. La consecuencia será que sobre la faz de la tierra quedarán los que tienen algo, los que buscan el placer, la comodidad y la belleza, mientras bajo tierra irán pululando los desheredados, los trabajadores, que seguirán eternamente condenados a soportar el yugo del trabajo.

Una vez instalados allí, no tendrían más remedio que pagar renta, y no pequeña, por la ventilación de sus cavernas: si se negaban a ello, perecerían o serían deshauciados por falta de pago. Los que fuesen rebeldes y levantiscos y prefiriesen la miseria, sucumbirían. Pero, en fin de cuentas, cuando se estableciese el verdadero y auténtico equilibrio permanente, los supervivientes terminarían por adaptarse a las condiciones de la vida subterránea y serían tan felices a su manera, como la gente del Mundo Superior. Entonces, ¿a qué podía atribuirse la delicada belleza y la palidez casi enfermiza de los hombres diminutos que había visto?

El gran triunfo de la humanidad que había poblado mís sueños, tomó entonces una dirección diferente en mis divagaciones mentales. No había habido tal victoria de la educación moral y de la cooperación entre todos, como me había imaginado. Por el contrario, lo que mis ojos veían era una aristocracia auténtica, provista de una ciencia perfecta, mediante la cual podían extraer las consecuencias y ventajas lógicas de nuestro sistema industrial de hoy en día. Su victoria no había sido sólo un triunfo sobre la naturaleza, sino al mismo tiempo una subyugación del hombre.

Debo advertirles una vez más que aquella era de momento mi manera de ver las cosas. No tenía guía ni cicerone ninguno, en forma de libros orientadores sobre la utopía. Puede ocurrir que la explicación que les estoy dando de estas cosas esté totalmente equivocada, pero, a pesar de todo, sigo creyendo que es razonable en lo esencial. Pero aun en esta hipótesis, una civilización y un progreso como el que habían logrado conseguir, tenían que haber pasado ya hacía mucho tiempo su apogeo y debían estar, cuando yo viví entre ellos, en estado de decadencia. Aquella seguridad demasiado lisonjera en que vivían los habitantes del Mundo Superior, los había conducido a un lento plano inclinado hacia la degeneración, como se manifestaba en los síntomas de su reducida estatura y de la pequeña capacidad tanto física como intelectual de que daban muestras. Esto estaba bien claro. No podía sospechar lo que podía haber ocurrido a los habitantes subterráneos; pero, a juzgar por lo que había visto de los Morlocks, que, entre paréntesis, tal era el nombre de aquellas extrañas criaturas, podía deducir que la modificación que había experimentado el tipo humano era todavía más radical que la de los Elois, que era la hermosa raza que ya conocía.

Entonces me asaltaron dudas torturadoras. ¿A qué se debía que los Morlocks se hubiesen apoderado de mi Máquina del Tiempo? Porque no me cabía la menor duda de que eran ellos los que se la habían llevado. ¿Cómo podía ser que, si los Elois eran los amos, no hubiesen sido capaces de devolverme la máquina? ¿Y a qué se debía el que tuviesen un pavor tan extremo a la oscuridad? Como ya he dicho, me propuse preguntar a Weena cómo eran y cómo vivían los individuos del mundo subterráneo; pero una vez más, sufrí el más hondo desengaño. Al principio no lograba entender lo que le decía, no sabía qué contestar a mis preguntas y terminó por no responder en absoluto a mis interrogantes. Se ponía a temblar, como si aquel tema le fuese absolutamente intolerable. Y, cuando la apretaba y urgía demasiado para que satisfaciese mi curiosidad, acaso un poco rudamente por mi parte, se puso a llorar. Aquéllas fueron las únicas lágrimas que vi en la Edad de Oro, a excepción de las mías.

Al verlas resbalar por sus mejillas, cesé en el acto de molestarla con ninguna pregunta respecto al extraño pueblo de los Morlocks y me dediqué exclusivamente a enjugar de los ojos de Weena aquellas señales de la triste herencia humana. Al poco tiempo estaba sonriendo radiantemente y palmoteando con alegría, mientras yo encendía solemnemente un fósforo.

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