Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CUATRO

Al momento siguiente estábamos frente a frente los dos, yo y aquella frágil criatura del futuro. Se dirigió en línea recta hacia mí y se rió francamente. La ausencia total del más mínimo atisbo o señal de miedo me impresionó inmediatamente. Después se volvió a los otros dos que le venían siguiendo y les habló en una lengua extraña, dulcísima y líquida.

Fueron acercándose otros más, hasta que se formó en torno mío un pequeño grupo de unas ocho o diez de estas delicadas criaturas. Uno de ellos se dirigió a mí para decirme algo. Se me ocurrió, no sé por qué extraño motivo, que mi voz debía resultar muy áspera y bronca para sus oídos. Por tanto, moví la cabeza y, señalando a mis orejas, la volví a mover una vez más. Entonces se adelantó, vaciló un momento y terminó por tocarme la mano. Inmediatamente sentí la palpación de otros suaves y diminutos tentáculos sobre mi espalda y mis hombros. Querían cerciorarse de que yo era algo real.

No había nada alarmante en todo esto. La verdad era, por el contrario, que, por cierto motivo que no puedo determinar, estas pequeñas criaturas me inspiraban confianza y había en ellas algo de bondad simpática y de capricho infantil. Y además, parecían tan frágiles, que me imaginaba que podía mandar a volar a una docena entera, como si fuesen bolos en un juego.

Pero, cuando vi sus manecitas sonrosadas tantear y tocar la Máquina del Tiempo hice un gesto enérgico para impedir que lo hiciesen. Afortunadamente, antes de que las cosas fuesen a peor, pensé en el peligro que no se me había ocurrido hasta entonces y, subiéndome entre las barras de la máquina, desatornillé las pequeñas palancas que podían ponerla en marcha y me las eché al bolso. Hecho esto, me volví hacia ellos, para intentar establecer alguna comunicación con los pobladores de aquel extraño mundo.

Al mirarles con más detenimiento y observar sus rasgos, advertí otras peculiaridades de su linda fragilidad de figurillas de porcelana. Su cabello, que era uniformemente ondulado, se cortaba de repente a la altura del cuello y de las mejillas; no tenían el más mínimo asomo de vello en la cara y sus orejas eran extraordinariamente diminutas. También sus bocas eran pequeñas, de labios rojos y finos, y sus barbillas terminaban en punta. Tenían grandes y suaves ojos; y se me antojó -cosa que podría atribuirse a egocentrismo por mi parte- que había en ellos cierto gesto de indolencia y frialdad, con el que no había contado.

Puesto que ellos no parecían tener interés en hablar conmigo, sino que se limitaban a quedarse alrededor de mí sonriéndose y hablando en tonos bajos y musicales, yo empecé la conversación. Señalé a la Máquina del Tiempo y luego a mí. Entonces, no sabiendo cómo expresar el tiempo, titubeé un momento y señalé con el dedo al Sol. Inmediatamente una pequeña figura vestida a cuadros de colores blanco y violeta siguió mi ademán y me dejó asombrado cuando imitó el sonido de un trueno.

De momento me desorienté, aunque estaba bien claro el significado de aquel gesto. Se me había ocurrido de pronto una pregunta: ¿Estaban locos aquellos seres? Difícilmente se podrán hacer cargo ustedes de lo que aquella sospecha quería decir para mí. Ustedes saben muy bien que siempre he creído que la gente del año ochocientos dos mil y pico habían de estar increíblemente más adelantados que nosotros en ciencia, en arte y en todo. Entonces uno de ellos me espetó una pregunta, que le colocaba al nivel intelectual de uno de nuestros niños de cinco años: lo que me preguntó fue si había venido del Sol en una tormenta ... Se caía por su peso el juicio que yo no había querido precipitarme a formular sobre su vestimenta, sus frágiles complexiones y sus rasgos delicados. Experimenté la invasión de una verdadera ola de desengaño. Hubo un momento en que creí que todo el esfuerzo que me había costado construir la Máquina del Tiempo había sido en vano.

Hice un gesto afirmativo, señalé con la mano al sol y les hice una descripción tan vívida de lo que era una borrasca deshecha, que los amedrenté. Todos ellos retrocedieron un paso e inclinaron la cabeza ante mí. Entonces se me acercó uno, riéndose y llevando en las manos una diadema de hermosas flores completamente desconocidas para mí, que me colgó del cuello. Aquel obsequio fue recibido por sus compañeros con un aplauso melodioso. Entonces todos se pusieron a buscar flores por aquí y por allá y, mientras se reían, me las colgaban, hasta que quedé materialmente cubierto de corolas y capullos.

Como ninguno de ustedes ha visto nada parecido, no podrán hacerse idea de lo maravilloso y delicado de las flores que habían creado innumerables años de civilización. Alguien propuso que su juguete fuese exhibido en el edificio más cercano y, en consecuencia, me llevaron por delante de la esfinge de mármol blanco, que parecía haber estado observándome todo el tiempo con una sonrisa al ver mi asombro, y me condujeron a una enorme y gris edificación de piedra de sillería. Mientras iba con ellos, me asaltó el recuerdo de las ideas que me había forjado sobre una descendencia nuestra dotada de solidez intelectual y de profundidad de pensamiento, y no pude evitar echarme a reír.

El edificio tenía una entrada enormemente alta y sus dimensiones eran colosales. Naturalmente, mi atención estaba más entretenida con la multitud cada vez más creciente de pequeños seres y con las enormes puertas que abrían sus fauces ante mí en un bostezo sombrío y misterioso. La impresión general que me producía el mundo que estaba contemplando sobre sus cabezas era la de un derroche profuso de lindas flores y arbustos, algo así como el aspecto que ofrece un jardín abandonado durante mucho tiempo y, sin embargo, despojado de maleza. Vi una pimpollada de altos tallos de extrañas flores blancas, que podrían tener hasta treinta centímetros de pétalo a pétalo. Crecían esparcidas a la buena de Dios, como si fuesen matas salvajes de distintas especies, pero, como ya les digo, no pude examinarlas detenidamente, ni verlas de cerca.

La Máquina del Tiempo estaba abandonada y sola en el césped, entre los rododendros.

El arco del vestíbulo estaba labrado con profusos relieves, pero, como es natural, no pude observarlos detenidamente, aunque se me antojó que se parecían a las decoraciones de los antiguos fenicios, según iba pasando entre ellos; y, por cierto, me extrañó mucho que estuviesen tan deteriorados y estropeados.

A la entrada me esperaban otros individuos vestidos también de vivos colores. Así que formábamos un extraordinario contraste yo por una parte, con mi traje vulgar del siglo XIX, cuyo aspecto grotesco subrayaban las guirnaldas de flores que me habían echado encima y la masa bullente que me rodeaba de mantos y túnicas de finos y abigarrados colores y sus blancos y brillantes brazos, todo ello envuelto en un torbellino melodioso de risas y conversaciones alegres.

Aquella enorme archivolta se abría sobre un atrio de grandes dimensiones, ornamentado de colgaduras oscuras. El tejado estaba en sombras y las ventanas, cubiertas parcialmente de cristales empañados de color y de otros sin color ninguno, dejaban filtrar una suave penumbra. El pavimento estaba hecho de grandes bloques de cierta clase de metal blanco muy duro; no eran láminas, ni planchas, sino bloques, los cuales estaban tan desgastados, según pensé, por el ir y venir de las pasadas generaciones, que se habían hecho profundos canales con las pisadas, por las partes que habían sido holladas con mayor frecuencia.

En dirección transversal había colocadas innumerables mesas hechas de piezas de piedra pulimentada; se levantaban a unos treinta centímetros del suelo y sobre ellas había montones de frutas. Algunas me parecieron ser una especie hipertrofiada de frambuesas y de naranjas, pero la mayor parte me eran totalmente desconocidas.

Entre las mesas había una serie de cojines. Sobre ellos tomaron asiento mis conductores, haciéndome una seña para que me sentase también. Con ausencia casi absoluta de todo género de ceremonial, empezaron a comer las frutas con las manos, arrojando el pellejo, los rabos y demás desperdicios en los agujeros redondos que había a los lados de las mesas. No tuve inconveniente en seguir su ejemplo, porque tenía hambre y sed. Mientras comía, pude observar a mi antojo todo el vestíbulo.

Acaso lo que más me extrañó fue su apariencia de deterioro. Las ventanas de vitrales empañados, que formaban dibujos geométricos, estaban rotas en muchos sitios y los cortinajes que pendían de ellas estaban cubiertos de una gruesa capa de polvo. No tardé en caer en la cuenta de que la esquina de la mesa de mármol, a la cual me había sentado, estaba también quebrada. Pero, a pesar de todo, el efecto general que producían era sumamente pintoresco y estaba lleno de un rico colorido.

Habría acaso como unos doscientos individuos comiendo en el vestíbulo, la mayor parte de los cuales se habían sentado lo más cerca que pudieron de mí y me observaban con el más vivo interés, mirándome con sus pequeños ojos brillantes, por encima de la fruta que estaban comiendo. Todos vestían la misma clase de material de seda suave, pero fuerte.

Por lo visto, la fruta era su único alimento. Aquellas gentes del remoto futuro eran estrictamente vegetarianas y, por tanto, mientras yo estuviese entre ellos tenía que contentarme también con vegetales, pese a mis gustos de carnívoro. Y, ciertamente, según advertí después, los caballos, el ganado, las ovejas y los perros habían seguido al Ictiosaurio en su extinción. Pero aquellas frutas eran verdaderamente deliciosas; una, sobre todo, que parecía estar en su estación todo el tiempo que yo permanecí allí, era particularmente sabrosa y fue mi favorita: era de una pulpa harinosa y tenía una vaina de tres caras. Al principio yo estaba desorientado con todas estas frutas exóticas y con las flores raras que contemplaban mis ojos, pero después comencé a percibir su virtualidad.

Estoy hablándoles a ustedes de mi comida de frutas en aquel mundo distante del futuro. En cuanto se apaciguó un poco mi voraz apetito, me propuse hacer lo posible por aprender el idioma de aquellos hombres desconocidos. Era evidente que mis primeros movimientos debían encaminarse a eso. La fruta me pareció un buen tema para empezar y, cogiendo una de ellas, empecé a hacer una serie de gestos y a emitir sonidos de interrogación. Me costó esfuerzos considerables hacerme entender un poco. Al principio, respondían a mis ademanes con una expresión de sorpresa, o de risa incontenible, pero hubo por fin una criaturita de pelo rubio que pareció hacerse cargo de lo que yo quería decirles y me repitió un nombre.

Tenían que parlotear y explicar lo que me proponía con una enorme garrulería y verbosidad: mis primeros intentos de imitar sus delicados y tenues sonidos dio lugar a una gran hilaridad. Sin embargo, yo me sentía como un maestro entre niños pequeños y me empeñé en continuar hasta que llegué a dominar una serie de sustantivos. Después pasé a los pronombres demostrativos y hasta al verbo comer. Pero aquélla era una tarea muy pesada y lenta, por lo cual se cansaron en seguida los hombrecillos y querían evadir mis preguntas. Por tanto me resigné, impulsado por la necesidad, a que me diesen sus lecciones en pequeñas dosis, cuando les viniese en talante. Y no tardé en caer en la cuenta de que aquellas dosis iban a ser extremadamente pequeñas, porque no he visto en mi vida gente más indolente y de menos capacidad de trabajo.

Pronto descubrí algo muy extraño en mis pequeños huéspedes: era su falta de interés por todo. Venían hacia mí gritando con alegría y asombro, como niños pequeños; pero, también como niños pequeños, se cansaban en seguida de examinarme y se marchaban en busca de otro juguete. Terminó la comida y con ella mis intentos de conversador, hasta que observé, por vez primera, que casi todos los que me habían rodeado al principio se habían ido. Es igualmente extraño lo fácilmente que empecé a menospreciar a estas pequeñas criaturas.

En cuanto satisfice mi hambre, atravesé el portal y salí de nuevo al mundo del Sol. Constantemente estaba viendo más caras nuevas de estos hombrecillos del futuro, los cuales me seguían durante un pequeño trecho, charlaban y se reían en torno mío y, después de sonreírse y hacerme ademanes amistosos, me dejaban moverme a mi antojo por donde quería.

Cuando salí de aquel vasto vestíbulo, la calma de la tarde se extendía sobre el mundo y en los aires se encendía el fulgor cálido del sol poniente. Al principio las cosas me desorientaron profundamente. Todo era completamente distinto del mundo que conocía, hasta las mismas flores. El gran edificio que dejé atrás estaba situado en la ladera de un ancho valle, por cuyo fondo corría un río; pero el Támesis se había desplazado más de un kilómetro de su cauce actual. Me decidí a escalar la cima de la montaña, que estaba acaso a dos kilómetros o más de distancia, con objeto de tener una perspectiva más anchurosa y vasta de este nuestro planeta del año ochocientos dos mil setecientos uno después de Cristo. Porque ésta, debo decirlo ya, era la fecha que marcaban las pequeñas agujas en el dial de mi máquina.

Según iba caminando, quería justificar de alguna manera la impresión que me estaba produciendo aquel mundo de un esplendor ruinoso, porque no cabía duda de que aquello estaba en ruinas. Por ejemplo, había, un poco cuesta arriba de la montaña, una gran mole de granito, unida por grandes masas de aluminio; era un vasto laberinto de murallones desportillados y de paredones en escombros, entre los cuales se divisaban matas espesas de plantas hermosísimas parecidas a pagodas, posiblemente ortigas, pero teñidas de un hermoso matiz oscuro, sobre todo en las hojas, y completamente desprovistas de veneno. Se trataba, sin duda ninguna, de los restos abandonados de alguna vasta estructura, cuyo significado y objeto no pude determinar.

Aquí era donde había de tener más tarde una experiencia muy extraña, que a su vez constituía el primer paso para un descubrimiento más extraño todavía ... Pero de esto hablaré a su debido tiempo.

Mirando en derredor desde una explanada en la que me detuve a descansar un poco, caí de pronto en la cuenta de que no había casitas por ningún lado. Por lo visto, la casa individual y, quizá, la vida de familia habían desaparecido de la faz de la tierra. Aquí y allá se levantaban entre el follaje edificios como palacios, pero la casa y la granja, que constituyen características tan personales de nuestro paisaje inglés, habían desaparecido.

Comunismo, me dije.

Y tras éste asaltó mi mente otro pensamiento. Miré a la media docena de pequeños seres que me estaban siguiendo. Entonces, observé en un momento que todos llevaban el mismo estilo de vestiduras, el mismo suave rostro sin vello y la misma morbidez femenil de formas corporales. Quizá parezca extraño que no hubiese caído antes en la cuenta de esto. Pero deben hacerse cargo ustedes de que todo era para mí extraordinariamente nuevo. Hasta entonces no había reparado en aquel hecho sencillo y evidente. En el traje y en todas las diferencias de atavío y traza exterior, que distinguen hoy a los sexos, esta gente del futuro eran todos iguales. Y los hijos parecían a mis ojos ser las miniaturas de sus padres. Entonces se me ocurrió que los niños de aquel tiempo eran sumamente precoces, por lo menos físicamente y después pude comprobar con numerosos datos que mi opinión había sido acertada.

Al ver la facilidad de vida y la seguridad en que se movían estas criaturas, me pareció que esta semejanza tan estrecha entre los sexos era, en medio de todo, lo que podía esperarse; porque tanto la fuerza del varón como la dulzura de la mujer, tanto la institución de la familia como la diferencia de profesiones, son nada más necesidades militantes de una edad en que hace falta la fuerza física. Donde la población está a gusto y es abundante, el exceso de niños se convierte en un perjuicio más bien que en una ventaja para el Estado; donde la violencia no se produce más que excepcionalmente y la descendencia está segura, hay menos necesidad -bueno, en realidad no hay necesidad ninguna- de la familia eficiente; y la diferenciación de los sexos con referencia a las necesidades de los hijos, es decir, la especialización en las funciones educativas, desaparece.

Aun en nuestros mismos tiempos estamos viendo los preludios de esto. Pues bien, en la edad futura que yo estaba contemplando, aquello había llegado ya a su completa realización. Debo advertirles que estas apreciaciones fueron las que se me ocurrieron por entonces. Porque más tarde había de caer en la cuenta de lo lejos que estaba de la realidad.

Estaba dándole vueltas a estos pensamientos en la cabeza, cuando me llamó la atención una bella y pequeña estructura, como una fuente bajo una cúpula. Pensé por asociación de ideas en lo estrambótico de las fuentes que existían todavía, pero en seguida volví a coger el hilo de mis divagaciones. No había edificios grandes cerca de la cumbre y, como mis facultades deambulatorias eran sin duda ninguna prodigiosas, me encontré totalmente solo por primera vez. Gozando de aquel momento de extraña libertad y de aventura, seguí avanzando hasta la cima.

Allí encontré un asiento de cierto metal amarillo que no reconocí, corroído en algunas partes por una especie de herrumbre rojiza y medio cubierto de blandos líquenes o musgos; los brazos estaban caídos y terminaban en algo parecido a cabezas de grifos. Me senté en él y contemplé el anchuroso panorama de nuestro viejo mundo a la luz del crepúsculo de aquel largo día. Era el paisaje más dulce y encantador que he visto en mi vida. El sol se había puesto ya por la banda de occidente, que había quedado teñida de un oro fúlgido, atravesado por algunas franjas horizontales de color malva y carmesí. Debajo se extendía el valle del Támesis en el cual dormía el río como una tira de acero bruñido. Ya he hablado de los grandes palacios que se erguían sobre las frondas y el follaje de flora variada, algunos de los cuales estaban en ruinas, mientras que otros seguían todavía ocupados. Aquí y allá se levantaba alguna figura plateada en el abandonado jardín de la tierra. Aquí y allá destacábanse las líneas verticales de alguna cúpula o de algún obelisco. No había setos, ni lindes. No se veían señales de derechos de propiedad, ni muestras de agricultura: la Tierra se había convertido en un jardín.

Contemplándolo todo, empecé a interpretar las cosas que mis ojos observaron tal y como voy a explicarlo. (Después caí en la cuenta de que sólo había llegado a la mitad de la verdad, o que únicamente había captado una visión parcial de la realidad).

Me pareció que mi ser se había desarrollado en una humanidad en decadencia. Aquel crepúsculo de vivos colores me hizo pensar en el ocaso de la humanidad. Por primera vez empecé a caer en la cuenta de la extraña consecuencia del esfuerzo social que estamos desarrollando actualmente sobre la tierra. Y a pesar de todo, pensaba, es un resultado lógico. El poder y la fuerza es la consecuencia de la necesidad; la seguridad no conduce sino a la debilidad. La tarea de mejorar las condiciones de vida (el verdadero proceso de la civilización que va convirtiendo la vida humana en una forma de ser más seguro cada vez), había llegado en su marcha tenaz a su punto álgido. Había sucedido a un triunfo de la humanidad unida sobre la Naturaleza, otro y otro. Las cosas que nos parecen ahora puros sueños o utopías se habían convertido en proyectos que se iban desarrollando y realizando sistemáticamente. ¡Y su cosecha, es decir, sus resultados, eran los que yo estaba viendo en aquel momento!

Después de todo, no tenemos más remedio que confesar que nuestra higiene y la agricultura de nuestros días están todavía en un nivel rudimentario. La ciencia de nuestro tiempo se ha ocupado sólo de un pequeño departamento del área de las enfermedades humanas; pero, aun así, sus operaciones y actividades van mejorándose cada vez más y siguen un curso de progreso persistente.

Nuestra agricultura y horticultura destruyen unas cuantas matas de maleza aquí y allá y acaso cultiven una serie de plantas saludables, pero deján a la mayor parte desarrollarse y luchar contra el medio ambiente según sus posibilidades. Mejoramos la calidad de nuestras plantas favoritas y de los animales que queremos (los cuales, por cierto, son muy pocos) y vamos perfeccionando las especies en virtud de cruces selectivos: ora conseguimos un durazno nuevo y más sabroso, ora una uva u otra fruta sin pepitas, ora una flor mayor y de colores más finos, o bien una raza superior de ganado. Vamos mejorando su valor gradualmente porque nuestros ideales son vagos, se reducen a meros tanteos y nuestro conocimiento es sumamente limitado. Además, la Naturaleza opera en nuestras manos de manera cohibida y lenta, porque son manos torpes.

Algún día todo esto estará mejor organizado e irá progresando cada vez más. Es la marcha de la ola, a pesar de los reflujos y de los remansos. Todo el mundo será inteligente, educado y cooperador con el bien común; las cosas irán cada vez aproximándose más y más a una victoria sobre la Naturaleza. Por fin, lograremos sabia y cuidadosamente reajustar el rendimiento de la vida animal y vegetal, con objeto de que se acomoden mejor a las necesidades humanas y las satisfagan más cumplidamente.

Pues bien, este ajuste tuvo que haber sido ya realizado, y realizado perfectamente, por cierto. Debió haberse convertido en realidad para todos los tiempos, precisamente en el espacio del tiempo a través del cual había avanzado mi máquina. No había insectos en el aire, la tierra estaba libre de malezas y hongos. Por todas partes se veían frutas deliciosas y flores de belleza encantadora. Aquí y allá volaban mariposas de vistosos colores. Se había conseguido realizar el ideal de la medicina preventiva. Se había acabado con las enfermedades. No vi el síntoma más insignificante de enfermedades contagiosas en todo el tiempo que estuve en aquella maravillosa tierra. Y más adelante les explicaré cómo hasta los mismos procesos de la putrefacción y de la corrupción habían mejorado profundamente, en virtud de estos cambios.

Se habían conseguido también triunfos sociales. Vi a la Humanidad habitando en edificaciones espléndidas, vistiéndose con lujo y elegancia y, sin embargo, no la había visto dedicada a trabajo ninguno. No se advertían señales de lucha, ni social, ni económica. El comercio, los anuncios, el tráfico y todas las actividades mercantiles que constituyen el andamiaje de nuestro mundo, brillaban por su ausencia. Era natural que, en aquella tarde de oro, a mi mente aflorase la idea de un paraíso social. Me parecía que se había resuelto la dificultad del excesivo aumento de población y que el número de seres humanos había cesado de crecer.

Pero, con estos cambios de circunstancias y de ambiente vienen de la mano inevitablemente las adaptaciones precisas. ¿Cuál es la causa de la inteligencia humana y del vigor del hombre, a menos que la ciencia biológica sea un montón de errores? La dureza y la libertad: condiciones bajo las cuales los fuertes, los trabajadores y los listos sobreviven, mientras los débiles sucumben; condiciones que favorecen a la alianza leal de los capaces y les hacen triunfar a través de la autodisciplina, de la perseverancia y de la decisión. Y la institución de la familia con la vida afectiva a que da lugar, la fiera, exclusividad, la ternura y el cariño a la descendencia, el afecto a los padres, todo ello encontraba su justificación y apoyo en los peligros inminentes que amenazaban a los pequeños.

Ahora bien, ¿dónde están estos riesgos inminentes? Va surgiendo un sentimiento que irá desarrollándose cada vez más contra los celos conyugales, contra la maternidad exclusiva y egoísta, contra las pasiones de toda índole. Actualmente son emociones innecesarias, circunstancias que hacen nuestra vida incómoda, taras salvajes, discordias y disensiones en una vida refinada y placentera.

Pensaba en la debilidad física de la gente, en su falta de inteligencia y en estas gigantescas ruinas que tanto abundan por aquellos alrededores ... Y todo ello corroboró mi creencia en una conquista total de la Naturaleza. Porque después de la batalla viene siempre el silencio y la quietud. La humanidad había sido fuerte, enérgica e inteligente y había puesto a contribución toda su desbordante vitalidad en la tarea de mejorar las condiciones en que vivían los seres humanos. Y ahora había llegado la reacción a ese cambio de ambiente.

En las nuevas circunstancias de comodidad absoluta y de seguridad, esa energia infatigable, eso que realmente merece el nombre de fuerza y de vigor, se convertiría en debilidad. En nuestros mismos tiempos vemos cómo ciertas tendencias y deseos, que fueran en otro tiempo factores necesarios para sobrevivir, se convierten en fuentes constantes de disgustos. Por ejemplo, el valor físico y la belicosidad no sirven de gran cosa al hombre civilizado, sino más bien pueden significar un freno o una dificultad para él. Y en un estado de equilibrio físico y de seguridad, poder intelectual y físico, serían elementos fuera de su sitio.

Durante un sinnúmero de años, pensé, no había habido peligro ninguno de guerra ni de agresión individual. Igualmente había dejado de existir el peligro de las fieras salvajes y no había habido enfermedades que exigiesen el robustecimiento de la complexión humana, ni había hecho falta el trabajo penoso. Para una vida de esta naturaleza están tan bien equipados los que podríamos llamar débiles, como los fuertes, puesto que ya no serían en realidad débiles. No cabe duda que estarían mejor capacitados, inclusive, que los fuertes, puesto que éstos se encontrarían como irritados y molestos por su propia plétora de energía, a la que no podrían dar salida, ni emplear debidamente.

No cabía la menor duda de que los edificios que había contemplado eran el fruto de las últimas realizaciones de la energía actual de la Humanidad, que no tiene meta ni cauce concreto ninguno, antes de remansarse y equilibrarse en un estado de perfecta armonía con las condiciones en las cuales vivía. Aquello era el florecer del triunfo, al calor del cual había empezado a construirse la última gran paz.

Este ha sido siempre del destino y la suerte que le ha tocado a la energía en los tiempos de seguridad: se derrocha ordinariamente en el arte y en el erotismo, que llevan fatalmente a la decadencia y a la debilitación.

Pero hasta este mismo ímpetu artístico tenía que desvanecerse y, en efecto, había desaparecido ya casi del todo en el tiempo que estaba observando yo en aquellos momentos. Lo único que había quedado del espíritu artístico era, ni más ni menos, engalanarse con flores, danzar y bailar y cantar a la luz del sol. Y hasta aquellas mismas manifestaciones acabarían por extinguirse y sucedería la inactividad absoluta que acompaña a la satisfacción de todos los deseos de la vida.

Nosotros seguimos todavía batallando contra el dolor y la necesidad, pero, según me pareció entender, en aquel mundo maravilloso y contento ya no existía para nada el más mínimo esfuerzo por superar esas limitaciones.

Mientras contemplaba la anochecida, reflexionaba en todas estas cosas y se me antojaba que había comprendido el problema del mundo de esta manera sencilla y elemental, me parecía haber penetrado el secreto más profundo de la vida de esta gente feliz.

Era posible que los controles que habian arbitrado para limitar el crecimiento de la población hubiesen dado resultados demasiado satisfactorios, hasta el extremo de que acaso el número de sus habitantes no sólo hubiese quedado en un nivel estacionario, sino hasta hubiese disminuído. Así se podrían explicar aquellas ruinas ingentes y abandonadas. La explicación que yo daba a aquel fenómeno era sumamente sencilla y acaso hasta totalmente verosímil, como lo son la mayor parte de las hipótesis equivocadas.

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