Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

TRES

El jueves pasado les hablaba a algunos de ustedes de los principios fundamentales de la Máquina del Tiempo y les mostré de hecho el aparato, aunque no estaba terminado en su manufactura. Ahí está ahora, un poco fatigada por el viaje, es verdad; además una de las barras de marfil se ha rajado y una palanca de latón se ha doblado, pero el resto sigue en buen estado. Yo esperaba tenerla terminada el viernes; pero dicho día, cuando ya estaba casi acabado todo el ajuste, me encontré con que una de las barras de níquel era exactamente una pulgada más corta de lo que debía, imperfección que no tenía más remedio que reparar.

A las diez de la mañana de hoy empezó su carrera la primera de todas las Máquinas del Tiempo. Le di el último toque, comprobé una por una todas sus roscas y tornillos, puse una gota más de aceite en la varita de cuarzo y me senté en la silla. Yo creo que cuando un suicida se coloca el cañón de la pistola en el cráneo debe sentir la misma trepidación e inseguridad sobre lo que va a ocurrir, que la que yo experimenté en aquel momento. Agarré la palanca de arranque con una mano y el freno con la otra; oprimí la primera y casi inmediatamente la segunda. Me pareció que me bamboleaba; noté una horrible sensación de caída y, al mirar en torno mío, vi que el laboratorio estaba exactamente como antes.

¿Había ocurrido algo? Durante un momento creí ser víctima de una broma que me había jugado la mente. Entonces miré al reloj. Un momento antes, según creía, marcaba las diez y un minuto aproximadamente. ¡pero ahora eran casi las tres y media!

Tomé una respiración profunda, apreté los dientes, agarré la palanca de arranque con ambas manos y salí disparado con un golpe. El laboratorio se me desdibujó y se oscureció. La señora Watchett entró y se encaminó, en dirección a la puerta del jardín, al parecer sin verme. Yo creo que debió tardar un minuto, poco más o menos, en llegar allá, pero a mí me pareció que cruzó la habitación con la velocidad del relámpago. Apreté la palanca y la hice mover hasta su posición extrema. Llegó la noche con la rapidez con que se apaga una luz y al siguiente momento llegó el día de mañana. El laboratorio fue palideciendo y sus contornos se hicieron más vagos e indefinidos cada vez. Llegó la noche negra de mañana, después se hizo de día una vez más, volvió la noche, otro día, cada vez más y más aprisa. Un murmullo de remanso llegó a mis oídos y sobre mi mente descendió una extraña y sorda confusión.

Mucho me temo no ser capaz de expresar las sensaciones peculiares del viaje por el tiempo. Son enormemente desagradables. Se experimenta algo parecido a una marcha atrás ..., algo así como un movimiento cabeza abajo, sin que uno pueda hacer nada. Porque además tuve el horrible presentimiento de que me iba a aplastar contra algo. A medida que daba velocidad, caía la noche detrás del día, como si fuese el manotazo de una ala negra. La vaga sugestión del laboratorio me parecía, en realidad, que se escapaba de mí y vi cómo el sol cruzaba rápidamente el firmamento, pegando un salto a través de él en cada minuto ..., y cada minuto resultaba ser un día.

Yo creí que el laboratorio había sido destruido y que había salido al aire libre. Experimenté una vaga impresión de estar en un andamio, o de ver algún andamiaje, pero estaba caminando a excesiva velocidad para poder caer en la cuenta de las cosas que se movían. El más tardo caracol que se haya deslizado por la tierra se me figuraba caminar a velocidades inverosímiles. La sucesión cambiante de las tinieblas y de la luz era excesivamente dolorosa para los ojos.

Entonces, en las tinieblas intermitentes, vi cómo la luna giraba rápidamente en sus cuatro fases, desde la luna nueva hasta el plenilunio y vi a toda velocidad los movimientos circulares de las estrellas. A medida que iba acelerando la velocidad, la palpitación de la noche y el día se convirtió en una continuidad de color gris; el cielo adquirió un maravilloso matiz de azul profundo, un esplendoroso y luminoso color, como el de las primeras luces del crepúsculo; el sol que se movía a saltos se resolvió en una banda de fuego, como un arco brillante en el espacio; la luna se hizo una faja fluctuante de luz menos viva; y no pude ver ya las estrellas, sino que de vez en cuando mis ojos percibían un círculo más brillante que titilaba en el azul.

El paisaje era brumoso y vago. Yo seguía todavía en la ladera sobre la cual está construida esta casa y su mole se levantaba por encima de mí, gris y desdibujada. Veía a los árboles crecer y cambiar como nubes de vapor, ya oscuras, ya verdes; crecían, se extendían con su ramaje, temblaban y se desvanecían. Veía cómo enormes edificios se erguían con vagos contornos y se disipaban como sueños. Toda la superficie de la tierra parecía transmutarse, derritiéndose y fluyendo ante mis ojos.

Las manecillas de los diales que iban registrando mi velocidad, giraban cada vez con mayor rapidez. Llegué a observar que la misma órbita solar oscilaba hacia arriba y hacia abajo, de un solsticio a otro, en un minuto o menos y que, en consecuencia, a aquel ritmo, equivalía cada minuto a un año. Y minuto a minuto la nieve blanca cubría el mundo y se desvanecía y deshelaba, para ser sucedida por la brillante y breve primavera verde.

Ahora ya me resultaban menos desagradables las torturantes sensaciones del principio. Por fin se resolvían en una especie de excitación histérica. Observé una oscilación grotesca de la máquina, con la que no había contado. Pero mi mente estaba demasiado aturdida para tratar de resolver aquello, porque, con una especie de frenesí, que iba tomando posesión de mí, me lancé hacia el futuro. Al principio apenas si podía ser capaz de pensar en detenerme ni en otra cosa, salvo estas nuevas sensaciones.

Pero, al poco tiempo, empezaron a invadir mi mente una serie de impresiones nuevas, como por ejemplo cierta curiosidad, seguida de cierto temor, hasta que terminaron completamente por adueñarse de mí y trastornarme. ¡Qué progresos más imponentes de la humanidad!, ¡qué adelantos tan enormes con respecto a nuestra civilización rudimentaria!, pensaba yo, no aparecerían ante mis ojos cuando lograse mirar de cerca aquel vagoroso y fugaz mundo que desfilaba y fluctuaba vertiginosamente por delante de mí ... Vi maravillosas y gigantescas edificaciones arquitectónicas levantarse ante mis ojos, más descomunales que cualquiera de los edificios de nuestro tiempo y, sin embargo, según parecía, construidas de fulgores temblorosos y de bruma. Vi una ola de verde más vívido subir por la ladera y quedarse allí sin la interferencia del invierno. Aun entre los velos de mi aturdimiento, me parecía la tierra bellísima. Y, por tanto, mi mente empezó a pensar en detenerse allí.

El riesgo peculiar de aquello consistía en la posibilidad de que encontrase alguna substancia en el espacio que yo, o lo máquina, ocupábamos. Mientras atravesaba a enormes velocidades el Tiempo, aquello no tenía importancia apenas; yo estaba, por decírlo así, atenuado, adelgazado ... ¡Me deslizaba como un vapor a través de los intersticios de las susbstancias que encontraba a mi paso! Pero detenerme suponía incrustarme y compenetrarme, molécula por molécula, contra lo que topase en mi camino; significaba poner mis átomos en contacto tan íntimo con los del obstáculo, que se podía producir una profunda reacción química, posiblemente una explosión de grandes proporciones, que me lanzase con mi aparato fuera de todas las dimensiones posibles ... hacia lo desconocido.

Esta posibilidad se me había ocurrido muchas veces mientras estaba construyendo la máquina; pero terminé por aceptarla alegremente o, por lo menos con buen ánimo, como un peligro que forzosamente tenía que arrostrar, uno de esos riesgos a que el hombre se ve necesariamente expuesto. El peligro era inevitable y no pude mantenerme durante mucho tiempo en el mismo estado de optimismo. El hecho es, que sin caer en la cuenta, la índole extraña de todo aquello, la trepidación y la oscilación, sobre todo, de la máquina que me mareaba completamente, la sensación de caída sin fin y todas las otras habían terminado por transtornarme los nervios y minar completamente mi resistencia sicológica. Me dije que no iba a poder parar y, por eso mismo, determiné detenerme en un arranque de petulancia.

Como un loco impaciente, manipulé la palanca y, de pronto, aquel objeto empezó a ladearse y me sentí lanzado de cabeza al vacío del aire.

Sonó en mis oídos el estallido de un trueno. A lo mejor hasta perdí el conocimiento durante algunos momentos. Una granizada inclemente estaba tamborileando a mi alrededor y me encontré sentado sobre un blando césped frente a la máquina volcada. Todo seguía pareciendo gris a mis ojos, pero experimenté la sensación de que había desaparecido el aturdimiento y la confusión de mis oídos. Miré alrededor. Estaba en lo que me pareció el pequeño macizo de un jardín, cercado por un seto de rododendros, cuyas flores malva y violeta deshojábanse como una cascada, bajo el ímpetu del pedrisco. El granizo rebotaba y danzaba, hasta formar una nube sobre mi máquina y parecía como una capa de humo sobre la tierra. En un momento yo estaba calado hasta los huesos.

Bonita forma de recibirle a uno, me dije, y para eso he estado viajando durante innumerables años.

Por fin caí en la cuenta de que estaba haciendo el idiota al calarme. Me levanté y lancé una mirada en torno. Una efigie colosal, labrada al parecer en cierta clase de piedra blanca, se destacaba con borrosos contornos más allá de los rododendros, a través de la turbia granizada. Pero el resto del mundo resultaba totalemente invisible a mis ojos.

Es bastante difícil describir las sensaciones que experimenté. Cuando la cortina de granizo fue haciéndose más rala, vi perfectamente la figura blanca. Debía ser de grandes proporciones, porque un durazno de hojas de plata le llegaba al hombro. Era de mármol blanco y su figura recordaba de alguna manera a una esfinge con alas, sólo que las alas, en lugar de estar plegadas verticalmente a los lados, las tenía abiertas y extendidas, dando la sensación de que volaba. El pedestal, según me pareció, era de bronce y tenía una espesa capa de verdín. Daba la casualidad de que el rostro de la efigie miraba hacia mi lado. Sus ojos sin vista parecían observarme y en sus labios había el vago Darrunto de una sonrisa. Estaba muy maltratado por la acción del tiempo, lo cual me comunicaba cierta sensación desagradable de enfermedad.

Me quedé mirando a la estatua durante unos momentos, quizás un minuto, o acaso media hora. Parecía avanzar y retroceder, según cayese el granizo en capas espesas o más sutiles. Por fin, retiré del monumento mis ojos por un instante y vi que la cortina de granizo se había empezado a desflecar y que se iba aclarando el cielo en un preludio de sol.

Levanté una vez más los ojos a aquella blanca figura agachada y caí en la cuenta, de pronto, de la temeridad inconcebible de mi viaje. ¿Qué habría detrás de esta cortina de granizo cuando se hubiera descorrido del todo? ¿Qué sabía yo si acaso la crueldad se había convertido en una especie de hábito pasional de la humanidad? ¿No habría podido perder, en este intervalo, la raza humana su virilidad y su vigor, para degenerar en algo inmisericorde, sin entrañas y abrumadoramente poderoso? En ese caso yo parecía como la supervivencia salvaje de algún extraño animal del viejo mundo, un engendro monstruoso y repugnante que apenas si conservaría una vaga semejanza con los seres humanos. Una criatura asquerosa con la que había que acabar en el acto.

Entonces divisé otras ingentes siluetas: eran enormes edificios con parapetos intrincados y elevadas columnas, cuyos aleros y salientes de madera se destacaban por encima de mí a través de la borrasca que remitía.

Me sobrecogió una terrible sensación de pánico. Me volví con gesto frenético a la Máquina del Tiempo y me puse a ajustarla y revisarla como un loco. Mientras lo hacía, los dardos del sol alanceaban la tormenta. La gris cortina de la granizada se descorrió y se deshizo, como los harapos de un espectro.

Por encima de mí, en el azul intenso del cielo de verano, quedaban unos cuantos celajes oscuros de niebla que giraron y se redujeron a nada. Los grandes edificios que había frente a mí se destacaban clara y distintamente, brillando con la humedad del aguacero, donde no se habían acumulado los montones de granizo sin derretir a lo largo de las cornisas.

Me sentí desnudo en un mundo totalmente extraño y desconocido. Experimentaba la misma sensación que puede sentir el pájaro en el aire claro, cuando sabe que sobre él se ciernen las alas del halcón, prestas a abatirse sobre su presa. Mi miedo se convirtió en una verdadera locura de pesadilla. Me permití la pausa de una respiración, apreté las mandíbulas y volví a tratar de enderezar la máquina, empujando con todas las fuerzas de mis muñecas y de mis rodillas. Por fin cedió bajo mi impulso desesperado y recobró su posición normal. Recibí un golpe violento en la barbilla. Subí de nuevo a bordo y con una mano en el asiento y la otra en la palanca de arranque, me detuve jadeando, dispuesto a remontarme de nuevo.

Pero, ya pronto a retirarme, después de tanto esfuerzo, me volvío el valor. Y me puse a mirar con mayor curiosidad y con menos temor a este mundo del remoto futuro. En una abertura circular, por encima del muro de una casa cercana, divisé un grupo de figuras vestidas de túnicas delicadas de ricos colores. Me habían visto y tenían los rostros vueltos hacia mí.

Después oí voces de gente que se acercaba. A través de los arbustos que cercaban la Esfinge Blanca, asomaban las cabezas y los hombros de algunos hombres. Uno de ellos salió y se plantó en un paseo que iba a dar directamente al pequeño prado en el cual me había detenido con mi máquina. Era una criatura delgada y diminuta, debería tener poco más de un metro, estaba vestido con una túnica de color amaranto, ceñida a la cintura por una correa. Las sandalias con que se calzaba eran de una forma extraña y no pude distinguirlas bien. Tenía las piernas desnudas hasta las rodillas y no llevaba nada en la cabeza.

Al observar esto, caí en la cuenta por primera vez de lo cálido que era el aire.

La impresión que me produjo era la de un ser extraordinariamente hermoso, lleno de gracia y atractivo, pero frágil por encima de toda descripción. Su semblante sonrosado me recordó de alguna manera el tipo de belleza delicada del tuberculoso ... Esa hermosura de la consunción, de la que hemos oído hablar tanto. Al verle detenidamente, la confianza volvió a mí. Entonces levanté las manos de la máquina.

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