Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

DOS

Estoy seguro de que por aquel entonces ninguno de nosotros acababa de creer del todo en la Máquina del Tiempo. La verdad es que el Viajero del Tiempo era uno de esos hombres demasiado listos para darles crédito absoluto: nunca tenía uno la seguridad de que había visto todo lo que le rodeaba; siempre se quedaba uno con la sospecha de que se reservaba sutilmente algo para su capote, o de que había habido alguna martingala, a pesar de la franqueza luminosa con que hablaba. Si hubiese sido Filby el que nos enseñase el aparato y nos explicase todo aquel asunto en lugar del Viajero del Tiempo, hubiésemos experimentado menos escepticismo. Porque hubiésemos comprendido sus motivos: cualquier carnicero hubiese entendido a Filby. Pero el Viajero del Tiempo tenía algo de extravagante y no lograba inspiramos absoluta confianza. En sus manos parecía cosa de prestidigitación lo que hubiese dado fama a cualquier hombre menos astuto y complicado.

Es una equivocación realizar las cosas con demasiada facilidad. La gente seria, que le escuchaba con toda atención, nunca sabía dónnde iba a parar, ni cómo tomar sus cosas: les parecía como si el concederle un crédito absoluto fuese análogo a poner en el centro del salón de una guarderia infantil un bibelot de China.

A eso atribuyo el que ninguno de nosotros hablase gran cosa sobre los viajes por el Tiempo, en el espacio entre aquel jueves y el siguiente, aunque casi todos estábamos rumiando para nuestros adentros las posibilidades tremendas que se abrían ante nuestros ojos. Estábamos de acuerdo en lo verosímil de todo aquello, aunque nos parecía una quimera considerado desde el punto de vista práctico, y apreciábamos las curiosas posibilidades de anacronismo a que daba pie y la confusión consiguiente que produciría.

Personalmente he de confesar que me había preocupado profundamente el truco de la maqueta. Recuerdo que estuve hablando de ello con el Médico, al cual me encontré el viernes en el Linneo. Me dijo que había visto un aparato parecido en Tubinga y concedió una particular importancia al detalle de que se apagase la vela. Pero no fue capaz de explicarnme en qué consistía el truco.

El jueves siguiente volví de nuevo a Richmond. Creo que era uno de los clientes más asiduos de la tertulia del Viajero del Tiempo, pero aquella vez llegué tarde y me encontré ya a cuatro o cinco hombres reunidos en su salón. El Médico estaba en pie junto a la chimenea, con una pieza de papel en una mano y su reloj en la otra. Miré en torno, buscando al Viajero del Tiempo. Pero el Médico dijo:

- Son ya las siete y media, ¿qué les parece si vamos cenando?

- ¿Dónde está ...? -pregunté, mencionando el nombre de nuestro anfitrión.

- ¿Acaba usted de llegar? Ha ocurrido algo muy extraño. Ha tenido que detenerse por un motivo inevitable. Me suplica en esta nota que procedamos a cenar a las siete, en caso de que no esté de vuelta para entonces. Dice que ya nos lo explicará todo cuando llegue.

- Es una lástima dejar que se pase la cena -confesó el editor de un famoso diario. Al oír esto, el Médico tocó la campana.

El Sicólogo era el único, aparte del Médico y de mí, que ya había cenado. Los demás eran Blank, el editor mencionado, cierto periodista y otro hombre callado y tímido con barba, a quien yo no conocía y que, lo recuerdo perfectamente, no abrió la boca en toda la noche. Se hacían cábalas en la mesa sobre la ausencia del Viajero del Tiempo. Yo, entre bromas y veras, deslicé la especie de que quizá estuviese hacíendo un viaje por el Tiempo.

El Editor quiso que se le explicase qué quería decir aquello, a lo cual accedió espontáneamente el Sicólogo, haciéndole a grandes rasgos un resumen de la martingala ingeniosa y de la paradoja de que habíamos sido testigos hacía una semana. Llegaba a la mitad de su exposición, cuando se abrió lentamente y sin ruido ninguno la puerta que iba a dar al pasillo. Yo estaba frente a ella y fui el primero que lo vi:

- ¡Hola! -dije-. Por fin.

La puerta se abrió del todo y ante nosotros apareció el Viajero del Tiempo. No pude evitar una exclamación de sorpresa.

- ¡Santos cielos! Pero, ¿qué le pasa, hombre? -prorrumpió el Médico, que fue el primero que le vio después de mí. Entonces toda la mesa se volvió hacia la puerta. Su aspecto era lamentable y desastrado. Tenía el abrigo lleno de polvo y estaba sucio y manchado de verde por las mangas; tenía el cabello revuelto y, según me pareció, más gris, bien fuese por el polvo y la suciedad, bien porque se le hubiese puesto así. Su cara tenía una lividez espectral. En la barbilla se le veía una cortadura oscura, que estaba casi curada. Su expresión era cansada y extenuada, como si hubiese padecido un sufrimiento intenso. Se quedó un momento en el umbral, titubeando, como si la luz le hubiese ofuscado. Por fin entró en la habitación. Andaba con cierta cojera característica de los que vagabundean por los caminos. Le miramos en silencio y pensábamos que iba a decir algo.

Pero no abrió la boca, sino que se dirigió a la mesa con ademanes doloridos y extendió la mano a una botella de vino. El Editor le llenó una copa de champaña y se la alargó. La consumó de un trago y pareció haberle hecho bien, porque miró en torno de la mesa y aquella su característica sonrisa de aparecido brilló en su rostro.

- Pero, ¿dónde diablos ha andado usted y qué ha estado haciendo, hombre? -le preguntó el Médico.

El Viajero del Tiempo no debió oírle.

- No quiero proporcionarles la menor extorsión -dijo, con cierta vacilación en las palabras-. Estoy peifectamente.

Se detuvo, presentó su copa para que se la volviesen a llenar y se la bebió de un trago.

- Qué bueno está -dijo. Sus ojos se iluminaron y a sus mejillas afloró un vago matiz rosado. Paseó su vista por nuestras caras con cierta señal de aprobación y bienvenida y se dio una vuelta por la estancia caliente y acogedora. Entonces volvió a hablar de nuevo, todavía con aquella tendencia a pronunciar torpemente, o a no dar con la palabra precisa:

- Voy a lavarme y vestirme. En seguida estaré con ustedes y les explicaré todo ... Déjenme un poco de esa carne. Me muero por un bocado.

Miró al Editor, que era un visitante raro, y le saludó. El Editor quiso preguntarle algo.

- En seguida se lo digo -le cortó el Viajero del Tiempo- ¡Ya ven ... en qué trazas estoy. Dentro de un momento me sentiré de primera.

Dejó su copa y se dirigió a la puerta de la escalera. Volví a notar su cojera y el ruido apagado y fofo de su Pisada. Me levanté y vi sus Pies, a medida que se alejaba. No llevaba calzado ninguno, salvo un par de calcetines rotos y ensangrentados. La puerta se cerró tras él. Estuve a punto de seguir sus pasos, pero me acordé de lo mucho que le desagradaba que nadie se metiese con sus cosas. Durante un minuto, poco más o menos, mi mente estuvo devanando cavilaciones. Por fin oí decir al Editor:

- Extraño comportamiento de un científico eminente.

Por lo visto estaba pensando en un buen titular para el periódico. Aquello volvió a atraer mi atención a la mesa.

- Pero, ¿qué se trae este hombre entre manos? -dijo el Periodista-. ¿Es que ha estado jugando al futbol por primera vez? No lo entiendo.

Me encontré con la mirada del Sicólogo y creí adivinar lo que estaba pensando. Mi mente se dirigió hacia el Viajero del Tiempo que estaba renqueando doloridamente arriba. No creo que nadie hubiese notado su cojera.

El primero en salir de su asombro y hacerse cargo de lo que pasaba fue el Médico, quien tocó la campana, puesto que al Viajero del Tiempo le molestaba que hubiese criados sirviendo a la mesa, para pedir un plato caliente. Al oír la campanada, el Editor volvió a coger su cuchillo y su tenedor con una protesta y el Hombre Callado le imitó.

La cena continuó, como si tal cosa. La conversación se redujo durante unos minutos a meras exclamaciones y a manifestaciones de asombro y extrañeza. El Editor no pudo refrenar su curiosidad.

- ¿Es que le cuesta tanto a nuestro amigo aumentar un poco sus ingresos, o pasa por las fases de Nabucodonosor? -preguntó-. Tengo para mí que lo que le está perturbando es este asunto dichoso de la Máquina del Tiempo.

Yo recordé el comentario del Sicólogo sobre nuestra reunión anterior. Los nuevos invitados estaban en plan de franca incredulidad. El Editor se dedicó a poner objeciones.

- ¿Qué es eso del viaje por el Tiempo? No hay hombre que se cubra de polvo viajando a bordo de una quimera, ¿no les parece?

Y entonces se dedicó a caricaturizar a nuestro hombre, según se le antojaba. ¿Es que no tenían cepillos en el país del Futuro? Tampoco el Periodista creía una jota de nada de aquello y se unió al Editor en la fácil tarea de ridiculizarlo todo. Ambos pertenecían al tipo del periodista de moda, siempre frívolos e irreverentes para las vidas y las ideas de los demás.

- Nuestro Corresponsal Especial para el día de mañana comunica ... -estaba diciendo el Periodista, o más bien vociferando, cuando apareció de nuevo el Viajero del Tiempo. Estaba vestido con un traje corriente de noche y en su aspecto no quedaba nada de aquella expresión vacilante que había sorprendido en su rostro.

- Estaba diciendo -explicó en tono jocoso el Editor- que me extraña mucho lo que esta gente asegura de que ha estado usted viajando por la mitad de la semana que viene. ¿No tendrá usted inconveniente en decirnos algo sobre el pequeño Rosebery? ¿Cuánto va a apostar usted?

El Viajero del Tiempo se dirigió al lugar que se le había reservado sin decir palabra. Se limitó a sonreír en silencio, de aquella manera tan característica suya.

- ¿Dónde está mi carne? -preguntó-. ¿Me creerán ustedes si les digo que es un verdadero placer volver a hincar el tenedor en un pedazo de carnero?

- ¡Cuéntenos! -propuso el Editor.

- ¡Que espere el cuento! -contestó el Viajero del Tiempo-. Primero quiero comer algo. No diré una sola palabra hasta que no haya algo de peptona en mi sangre. Gracias. Páseme también la sal.

- Una palabra -dije yo-. ¿Ha estado usted haciendo algún viaje por el Tiempo?

- -contestó el Viajero del Tiempo, con la boca llena y asintiendo con la cabeza.

- Pagaría un chelín por renglón, si tuviese la relación completa, palabra por palabra -dijo el Editor.

El Viajero del Tiempo empujó su copa hacia el Hombre Callado y la hizo vibrar con la uña del dedo. A esta señal, el Hombre Callado que había estado absorto en mirarle a la cara, dio una sacudida convulsiva y le sirvió vino. El resto de la cena se deslizó en un ambiente molesto. Por mi parte, confieso que pugnaban por salir de mis labios preguntas impacientes y no creo que me equivoque si digo que a los demás les pasaba lo mismo. El Periodista quiso suavizar un poco la tensión que había en el aire, contando anécdotas de Hettie Potter. El Viajero del Tiempo se concentró en su cena, dando muestras de tener el apetito de un jayán. El Médico se fumó un cigarrillo y se puso a observar al Viajero del Tiempo con los párpados semicerrados. El Hombre Callado parecía más azorado y torpe que nunca y pegaba grandes tragos de champaña con la regularidad y determinación que le daba su nerviosidad.

Por fin, el Viajero del Tiempo retiró su plato y nos miró a todos.

- Me parece que estoy en la obligación de presentarles mis disculpas -dijo-. Sencillamente, me estaba muriendo de hambre. Lo que me ha pasado es verdaderamente asombroso.

Extendió la mano para coger un puro y le cortó por la punta.

- Pero, pasemos a la sala de fumar. Es una historia muy larga para contarla por encima de los platos sucios -y, tirando de la campana al pasar, abrió la marcha hacia la habitación de al lado.

- ¿Ha hablado usted de la máquina a Blank, a Dashy a Chose? -me dijo, recostándose sobre el respaldo de su butacón y señalando a los tres nuevos huéspedes.

- Pero, si no se trata más que de una quimera -observó el Editor.

- Esta noche no puedo discutir. No tengo inconveniente en contarles a ustedes todo lo que ha pesado, pero no puedo discutir. Les referiré -continuó diciendo- la historia completa de lo que me ha ocurrido, si así lo quieren, pero tienen que abstenerse de interrupciones. Quiero referírselas. Estqy ardiendo por contárselas. La mayor parte parecerá una pura patraña. ¡Qué se va a hacer! Sin embargo, pueden estar seguros de que es la más completa verdad, cada palabra y cada sílaba de lo que voy a decir es verdad. Estaba en mi laboratorio a las cuatro y desde entonces ..., he vivido ocho días ..., pero ocho días como jamás los ha vivido ser humano. Estoy completamente extenuado, pero no podría dormir si no se los cuento a ustedes. Después me iré a la cama. ¡Pero no me interrumpan, por favor! ¿Estamos de acuerdo en eso?

- De acuerdo -dijo el Editor, y los demás contestamos con él:

- De acuerdo.

Con eso, el Viajero del Tiempo empezó su relato, tal como lo expongo en los párrafos siguientes. Al principio se sentó en su sillón y se puso a hablar como un hombre que está medio mareado. Después fue animándose más.

Al tratar de ponerlo por escrito, experimento vivamente la incapacidad y limitación de la pluma y de la tinta para expresar vívidamente lo que dijo; pero, sobre todo, experimento mi propia incompetencia. Supongo y espero que lo lean ustedes con toda atención. Pero no pueden ver la cara Pálida y llena de sinceridad del narrador, bajo el círculo brillante de la pequeña lámpara, ni pueden oír ustedes el tono de su voz. ¡Tampoco pueden imaginarse hasta qué punto la expresión de su rostro seguía las distintas vicisitudes de su relato! La mayor parte de los que le escuchábamos estábamos en la sombra, porque no se habían encendido los candelabros en el salón de fumar y sólo estaban iluminados el rostro del Periodista y las piernas del Hombre Callado desde las rodillas para abajo. Al principio nos mirábamos de vez en cuando unos a otros. Después de un rato cesamos de hacerlo y nos quedamos concentrados exclusivamente en la faz del Viajero del Tiempo.

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