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DIEZ

Serían las ocho o nueve de la mañana cuando llegué a aquella silla de metal amarillento, sentado en la cual había contemplado el mundo maravilloso de la tarde de mi llegada. Pensé entonces en lo precipitadas que habían sido las conclusiones que formulé aquel día y no pude menos de reírme amargamente de la confianza y seguridad con que las había deducido. Ante los ojos tenía el mismo hermoso panorama, el mismo pintoresco follaje, los mismos espléndidos palacios y ruinas magníficas, la misma cinta de plata del río que fluía entre los fértiles bancales. Las gayas vestimentas de aquel pueblo hermoso ponían una nota más de color entre los árboles.

Algunos se estaban bañando en el mismo paraje en que había salvado a Weena de ahogarse y aquel recuerdo se me clavó como un puñal en el corazón. Sobre el panorama surgían las manchas de las cúpulas que protegían las entradas del Mundo Inferior. Comprendí lo que significaba la hermosura y holgura aparente del Mundo Superior. Su vida era verdaderamente cómoda y riente, tan cómoda como la del ganado que pasta en la pradera. Lo mismo que el ganado, no tenían enemigos, ni sabían lo que era la necesidad ... Pero también era idéntico su fin.

Me causaba una profunda pena pensar en lo efímero que había sido el sueño elaborado por el intelecto humano. Se habían suicidado. Se habían apegado obstinadamente a las comodidades y a la holganza, se habían convertido en una sociedad que no carecía de nada y cuyo lema era la seguridad y el conservatismo; habían realizado sus ilusiones, sin duda alguna, pero a esto habían venido a parar por fin. Debió existir una época en que se conseguía con absoluta seguridad lo necesario para vivir y para gozar de las propiedades individuales. El rico tenía seguro su capital y sus comodidades, el trabajador tenía segura su vida y su trabajo. No cabía duda de que aquel mundo perfecto debió ignorar el problema de los desocupados y las complicaciones de carácter social. La consecuencia había sido un estado de paz absoluta y permanente.

Corrientemente pasamos por alto una ley de la Naturaleza y es que la capacidad intelectual para muchas cosas es la compensación y el resultado del cambio, del peligro y de las dificultades. El animal que está en perfecta armonía con su ambiante es un mecanismo perfecto también. La naturaleza nunca apela a la inteligencia hasta que el hábito y el instinto están de más, y son inútiles. No hay inteligencia donde no hay cambio ni necesidad de cambio. Sólo tienen inteligencia los animales que se ven precisados a enfrentarse a necesidades numerosas y a arrostrar muchos peligros.

Así era como, a mi entender, el hombre del Mundo Superior había ido degenerando hasta convertirse en un ser débil y vulnerable, mientras el habitante del Mundo Inferior progresó en la industria mecánica. Pero aquel estado perfecto había carecido de un valor para llegar a la cima del progreso mecánico, y era la permanencia y la duración. Por lo visto, a medida que el tiempo fue pasando, se hizo irregular la alimentación del Mundo Inferior, fuese la que fuese. La madre necesidad, que había sido descartada de la vida del hombre durante unos cuantos millares de años, regresó nuevamente. La crisis empezó abajo. El Mundo Inferior que estaba en contacto con la maquinaria, la cual por perfecta que sea hay que manejarla con inteligencia y no sólo en virtud de la rutina y el hábito, probablemente había tenido que conservar mayor iniciativa que el Superior, aunque fuese perdiendo considerables valores de su personalidad humana. La consecuencia fue que, al faltarles otra clase de alimentos, tornaron al repugnante hábito ancestral, que hacía mucho tiempo tenían prohibido y olvidado.

Así vi las cosas en la última ojeada que lancé al mundo del año 802 701. Tendrá todas las equivocaciones e inexactitudes de que pueda adolecer el juicio humano, pero así se me antojaron las cosas que observé y así se las estoy exponiendo a ustedes.

Después de las fatigas, los sobresaltos y los terrores de los días últimos y pese a mi inquietud y preocupación, aquel asiento y aquella vista apacible bajo la cálida luz del sol me resultaron extremadamente agradables. Estaba muy cansado y tenía mucho sueño, por lo cual mi divagación terminó en una profunda sensación de somnolencia. Me dejé llevar de ella y me tendí cuan largo era sobre el césped, quedándome al poco tiempo profundamente dormido.

Me desperté poco antes de ponerse el sol. A esas horas me sentía seguro de las acechanzas traicioneras de los Morlocks. Me levanté, me desperecé a mis anchas y empecé a caminar, ladera abajo, hacia la Esfinge Blanca. En una mano llevaba la barra y con la otra iba jugando con los fósforos que quedaban en mi bolsillo.

Entonces me ocurrió algo totalmente inesperado. Al acercarme al pedestal de la Esfinge, vi que los batientes de bronce estaban abiertos. Se habían deslizado por una ranura hacia abajo.

Me paré en seco, dudando si debería entrar o no.

Vi dentro un pequeño compartimiento, en cuyo rincón, sobre una plataforma, estaba la Máquina del Tiempo. Tenía las pequeñas palancas para la puesta en marcha en el bolso. Aquello quería decir que después de lo detalladamente que había preparado el asalto a la Esfinge Blanca, me encontraba con que el pueblo del Mundo Inferior se rendía a discreción. Tiré mi barra de hierro, sintiendo mucho no tener ocasión de usarla.

De pronto, en el momento en que me encorvaba para pasar por debajo del dintel, me asaltó un pensamiento. Por fin, conseguía adivinar lo que bullía en la cabeza de los Morlocks. Sentí unas ganas tremendas de soltar la carcajada, pero me contuve y traspuse el marco de bronce. Un momento después estaba al lado de mi Máquina del Tiempo. Me quedé sumamente sorprendido al ver que la habían limpiado y lubricado con aceite. Vi que los Morlocks la habían desarmado en parte para poder hacerlo con más esmero.

Estaba examinando la máquina por todos lados y experimentando el placer que me producía su solo contacto, cuando ocurrió lo que me esperaba. En un momento empezaron a levantarse las puertas de bronce y se ajustaron a su marco de golpe. Estaba en las tinieblas ..., había caído en la trampa. Bueno, eso era lo que se imaginaban los Morlocks, porque yo me limité a sonreír del mejor humor del mundo.

Empecé a oir el murmullo de sus risas, cuando se me fueron acercando. Con toda tranquilidad me puse a encender un fósforo. No tenía más que ajustar las palancas y salir disparado, como un espectro. Pero se me había pasado por alto una cosa: ¡Aquellos fósforos eran de esa clase detestable que sólo prenden en la lija de la caja!

Ya se imaginarán ustedes cómo toda aquella tranquilidad mía se disipó en un momento. Los pequeños brutos se lanzaron contra mí. Uno llegó a tocarme. Solté un manotazo en la oscuridad, golpeándolos con las palancas, y empecé a subir a tientas al asiento de la máquina. Noté el contacto de una mano sobre mí y luego otra y otra. No tenía más remedio que defender las palancas de sus dedos pegajosos y al mismo tiempo buscar los enchufes, o mejor dicho, los vástagos, en los cuales tenía que encajarlas.

Por poco me arrebatan una de ellas. Cuando sentí que se me deslizaba de la mano, tuve que embestir en la oscuridad con mi cabeza para recobrarla y, por cierto, parece que estoy oyendo todavía el crujido del cráneo de aquel Morlock. Por lo menos, pensaba que esta escaramuza duraría menos que la lucha que había tenido que desarrollar en el bosque.

Por fin, logré encajar las palancas en su sitio y las moví. Aquellas manos pegajosas y adhesivas me dejaron en paz. Las tinieblas fueron despejándose lentamente, hasta que me encontré sumergido en el resplandor grisáceo y en el tumulto que ya les he descrito.

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