Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

NUEVE

Cuando salimos del palacio, estaba todavía el sol parcialmente sobre el horizonte. Yo me proponía regresar a la Esfinge Blanca a primeras horas de la mañana siguiente y quise atravesar los bosques que me habían detenido en la jornada anterior por su aspecto tupido y sombrío, antes de que oscureciese. Mi plan era caminar lo más que pudiese aquella noche y después encender una hoguera, a cuya protección dormir. En consecuencia, según andábamos, fui recogiendo los palos secos o las zarzas y matojos que encontraba al paso, hasta que cargué con una buena brazada. Naturalmente, no podíamos caminar tan aprisa como había pensado, eso sin contar con que Weena estaba cansada. También yo tenía sueño; así que ya era noche cerrada antes de llegar al bosque.

Weena se detuvo en aquella cima pedregosa, temiendo la oscuridad que se extendía ante nosotros. Sin embargo, no sé por qué presentía una desgracia, pero en lugar de servirme de aviso, me impulsaba a seguir más adelante. Llevaba sin dormir una noche y dos días y estaba un poco calenturiento e irritable. Sentí que el sueño me invadía ... y los Morlocks con él.

Mientras titubeábamos, vi tres figuras agazapadas entre los negros arbustos que crecían detrás de nosotros, destacándose vagamente contra su fondo oscuro. Nos rodeaba una muralla de malezas y hierbas altas y no me sentía seguro de su traicionera perversidad. Calculé que el bosque tenía menos de una milla de fondo. Si lo pudiésemos atravesar y llegar a campo abierto, me parecía que estaríamos en un paraje bastante seguro para dormir. Contaba con mis fósforos y mi alcanfor para abrimos camino entre la espesura del bosque. Sin embargo, no había pensado en que para encender las cerillas no tenía más remedio que abandonar el combustible. Cuando se me ocurrió tal idea, lo descargué un poco a la fuerza. Y entonces se me antojó que asustaría a los individuos que teníamos detrás, prendiendo fuego a aquella leña. Pronto iba a ver la enorme locura de hacerlo así, aunque de momento me pareció el ardid más ingenioso para cubrir nuestra retirada.

No sé si ustedes habrán pensado alguna vez en los estragos que puede hacer una llama no controlada por el hombre en un clima cálido. Los rayos del sol rara vez tienen fuerza suficiente para producir combustiones, aun cuando atraviesen gotas de rocío que sirvan para concentrar sus rayos, como ocurre algunas veces en ciertas zonas tropicales. El rayo puede carbonizar lo que toca, pero rara vez produce incendios de vastas proporciones. La vegetación que se corrompe puede en ocasiones arder, debido al calor de su fermentación, pero es muy extraño que llegue a producir llama.

En aquella etapa decadente de la humanidad, se había olvidado en la tierra la manera de producir fuego. Las rojas llamaradas que surgieron de mi montón de leña eran algo totalmente nuevo y extraño para Weena.

Quería acercarse a las lenguas de fuego y jugar con ellas. Hasta me parece que se hubiese arrojado en medio de la fogata, si yo no la hubiese retenido.

Pero la agarré y, a pesar de su esfuerzo por escaparse, me adentré temerariamente por el bosque. Durante algún tiempo el resplandor de la hoguera iluminó mis pasos. Volví la vista atrás y vi, entre los tallos de la maleza, cómo las llamaradas del montón de leña se extendían a los arbustos adyacentes, hasta que se formó una línea de fuego crepitante sobre la cima del monte. Me eché a reír y seguí internándome por la negra espesura.

No se veía casi nada y Weena se agarró temblorosa de mí, pero había todavía luz suficiente para evitar los troncos y los tallos de los espinos, porque mis ojos fueron acomodándose a la oscuridad. Por encima de nuestras cabezas todo era negro, a excepción de algún claro en el ramaje de los árboles, por donde se filtraba un jirón de cielo azul. No encendí ningún fósforo, porque no tenía las manos libres. En el brazo izquierdo llevaba a mi pequeña y con la mano derecha empuñaba la barra de hierro.

Durante algún tiempo no oí otra cosa que el crujido de las hierbas aplastadas por mis pies, el sutil rumor de la brisa en las enramadas, mi respiración y el batir de la sangre junto a mis oídos. Entonces me pareció percibir el ruido característico de numerosas pisadas en torno. Avancé con mayor decisión. Las pequeñas pisadas fueron oyéndose más claramente y percibí los mismos ruidos extraños y las voces cuchicheantes que había oído en el Mundo Inferior. No cabía duda de que eran bastantes Morlocks y que cada vez se iban acercando más a mí. En realidad, no pasó un minuto sin que sintiese que algo me tiraba de la chaqueta y después del brazo. Weena temblaba como una azogada y se quedó absolutamente inmóvil.

Era el momento de encender un fósforo. Pero para hacerlo, tenía que depositarla en el suelo. Lo hice así y, mientras buscaba en mi bolso, noté que algo se movía en las tinieblas entre mis rodillas: ella estaba en silencio, pero los Morlocks cuchicheaban de aquella forma peculiar suya. Pequeñas y suaves manos se deslizaban por mi espalda y me llegaban a tocar el cuello. Entonces la cerilla llameó y alumbró las tinieblas. La levanté en alto y pude ver las blancas espaldas de los Morlocks huir entre los árboles. Rápidamente saqué un pedazo de alcanfor y me dispuse a prenderle fuego, tan pronto como el fósforo amenazase con extinguirse. Miré un momento a Weena. Estaba tendida, agarrada a mis pies y totalmente inmóvil, de bruces contra la tierra. Sobresaltado, me agaché hacia ella. Apenas si respiraba. Prendí el bloque de alcanfor y lo tiré al suelo. Al abrirse y llamear hacia arriba, los Morlocks se escondieron entre las sombras y aproveché el momento para levantarla. ¡Entonces todo el bosque pareció resonar con el murmullo de una gran multitud!

Al parecer se había desmayado. La coloqué cuidadosamente sobre mi hombro y me dispuse a abrirme camino: pero entonces me hice cargo de algo horrible. Al manipular con los fósforos y tratar de atender a Weena había dado varias vueltas en redondo y no tenía la más remota idea de qué dirección tenía que seguir. Me pareció que debía estar frente al Palacio de Porcelana Verde. Sentí que por mi cuerpo se deslizaba un sudor frío. No tenía más remedio que pensar frenéticamente y obrar en consecuencia. Me pareció que lo mejor sería encender una hoguera y acampar allí mismo. Deposité a Weena, que seguía todavía sin rebullir, sobre un pequeño montículo de césped y, a toda prisa, antes de que se extinguiese el resplandor de la primera perla de alcanfor, me puse a recoger palos y hojas secas.

Aquí y allá veía cómo resplandecían en la oscuridad los ojos de los Morlocks, como carbuncios infernales.

El alcanfor llameó vivamente y se extinguió. Encendí un fósforo y vi cómo dos de aquellas formas blanquecinas que habían estado rondando a Weena desaparecieron despavoridos. Uno se cegó de tal manera con la luz, que se estrelló contra mí. Sus huesos crujieron bajo el golpe de mi puño. Dio un ay de dolor, vaciló un momento y se desplomó.

Entonces puse fuego a otro pedazo de alcanfor y seguí preparando mi hoguera. Caí en la cuenta de lo secas que estaban algunas de las ramas que había sobre mi cabeza. Se debía a que, desde que había llegado a aquella tierra a bordo de la Máquina del Tiempo, que era una semana poco más o menos, no había caído una sola gota de lluvia. Por eso, en lugar de andar buscando por el suelo ramaje seco, empecé a saltar y tirar de las ramas. Pronto conseguí una hoguera humeante de madera verde y leños secos y pude economizar el alcanfor.

Entonces me dirigí a donde se había tendido Weena junto a mi maza de hierro. Hice lo indecible por reanimarla y hacerla volver en sí, pero seguía como muerta. Ni siquiera pude comprobar si respiraba o no.

El humo de la fogata se dirigía todo el tiempo hacia mí y me debió marear un poco. Además el vapor del alcanfor estaba en el aire. La hoguera no iba a necesitar alimentarse durante una hora por lo menos. Estaba muy cansado después de aquel esfuerzo y me senté. Por otra parte el bosque estaba lleno de murmullos adormecedores que no comprendía. A mí me pareció como si hubiese dado una cabezada, para abrir los ojos en seguida. Pero vi que todo estaba a oscuras y que los Morlocks me estaban agarrando con sus manos.

Los derribé de un empujón y busqué precipitadamente la caja de fósforos ... ¡Pero había desaparecido! De nuevo me agarraron y me cercaron: en un momento caí en la cuenta de lo que había pasado. Me había quedado dormido, la hoguera se había apagado y el aleteo siniestro de la muerte me hizo sobrecoger. El bosque parecía haberse saturado del olor sofocante de la leña quemada. Me sentí agarrado por el cuello, por el cabello, por los brazos y me pareció que me arrastraban. Era superior a toda descripción de horror que experimenté al sentir en las tinieblas aquellas innumerables y blancas criaturas que se amontonaban encima de mí. Me parecía como si hubiese caído en una gigantesca tela de araña. Pudieron más que yo y me derribaron. Sentí sus minúsculos dientes clavados en mi cuello. Me revolqué en el suelo y en una de las vueltas mi mano tropezó con la barra de hierro. Aquello me dio valor. Conseguí incorporarme con gran esfuerzo, sacudiéndome de encima aquellas ratas humanas y, blandiendo con fuerza la barra, la descargué donde calculaba que debían estar sus cabezas. Sentí el magullar de los huesos y el sangrar de la carne bajo mis golpes y de momento logré libertarme.

Me invadió esa excitación extraña que tantas veces suele acompañar a una pelea difícil y victoriosa. Sabía que tanto yo como Weena estábamos perdidos, pero me decidí a pagar cara mi vida y a cobrarme el precio del banquete que se iban a dar los Morlocks. Me había pegado a un árbol y blandía por delante de mí la maza de hierro. Todo el bosque estaba lleno de sus alaridos y lamentaciones. Pasó un minuto, sus voces se hicieron más chillonas y penetrantes y sus movimientos fueron más veloces. Sin embargo, nadie se atrevía a acercarse ...

Me quedé perforando con los ojos las tinieblas. De pronto sentí nacer una esperanza en mi pecho. ¿No se habrían asustado los Morlocks? E inmediatamente ocurrió algo muy extraño. Pareció iluminarse la oscuridad. Empecé a distinguir vagamente a los Morlocks en torno mío. Tres de ellos yacían a mis pies. Después caí en la cuenta, sin poder dar crédito a mis ojos, de que los demás estaban corriendo en una ola incesante, según me parecía, desde detrás de mí y se perdían entre la espesura del bosque que se extendía por delante. Pero ya sus espaldas no parecían blancas, sino de un color rojizo.

Me quedé con la boca abierta y vi que cruzaba una pequeña chispa roja entre una abertura en el ramaje que permitía ver las estrellas y se desvanecía. Entonces comprendí a qué se debía aquel olor de frondas quemadas, aquel murmullo adormecedor que iba acrecentándose hasta convertirse en un fragor de ráfaga, aquel resplandor rojizo y la fuga desesperada de los Morlocks.

Me separé del árbol y miré hacia atrás. Entre los negros troncos de los árboles más próximos divisé las llamaradas del vasto incendio. Era el resultado de mi hoguera primera, que ahora me perseguía. Busqué a Weena, pero había desaparecido. El castañeteo y el rugir del incendio a mi espalda y la explosión que producía cada árbol que empezaba a quemarse me dejaban poco margen para reflexionar. Sin soltar de mi mano la barra de hierro, seguí la ruta de los Morlocks. Fue aquella una persecución en que yo les iba a los talones. Una vez sentí crepitar las llamas tan cerca de mí a la derecha, que me vi con el paso cerrado y tuve que correr hacia la izquierda.

Pero por fin logré salir a un pequeño claro en el bosque. Un Morlock vino tambaleándose contra mí y, al esquivarle, se cayó de boca en las llamas. Ahora me quedaba por experimentar la cosa más horrible y macabra, según creo, de todo lo que vi con mis propios ojos en aquel mundo del futuro. El claro estaba iluminado como si fuese de día por el reflejo del incendio. En el centro se levantaba un montecillo, o mogote, sobre el cual había un jaral chamuscado. Más allá se veía otra sección del bosque en llamas, del cual emergían lenguas amarillentas que cercaban completamente el espacio con una trinchera de fuego. Sobre la ladera había unos treinta o cuarenta Morlocks, deslumbrados por la luz y sofocados por el calor; en su aturdimiento se golpeaban y empujaban unos contra otros.

Al principio no caí en la cuenta de que estaban ciegos y empecé a descargar furiosamente mi barra contra ellos, en un verdadero frenesí de pánico, cuando se acercaban a mí. Maté a uno y herí a otros. Pero cuando vi los gestos de uno de ellos que buscaba la sombra del jaral para protegerse de los resplandores del cielo enrojecido y oí sus suaves ayes, comprendí que eran absolutamente inofensivos porque no veían nada y dejé de golpearlos.

Sin embargo, de vez en cuando venía alguno a estrellarse conmigo, lo cual me hacía tener que eludirle, porque me daba verdadera repugnancia ver cómo temblaban aquellas pobres criaturas. Una vez pareció que se extinguían las llamas y me temí que pudiesen verme. Hasta estaba dispuesto a empezar la lucha matando a unos cuantos, antes de que ellos me atacasen; pero el incendio se reactivó y empezó a proyectar de nuevo sus lúgubres resplandores, por lo cual detuve mi mano. Empecé a recorrer la colina entre ellos, sólo que esquivando su encuentro: quería hallar algún rastro de Weena. Pero había desaparacido sin dejar huellas.

Por fin me senté en la cima y me dediqué a observar aquella truculenta compañía de seres ciegos que caminaban a tientas de un lado para otro, haciéndose recíprocamente ruidos imposibles de describir, cuando les ofuscaba la luz de las llamas. Sobre el aire se remansaban las espirales del humo y a través de los jirones desgarrados de aquel rojo pabellón, brillaban algunas estrellitas, tan remotas, que parecían parte de otro universo distinto. Se me echaron encima dos o tres Morlocks, probablemente sin verme y yo los alejé a puñetazos y golpes, temblando al hacerlo.

Llegué a convencerme de que todo lo que estaba ocurriendo de infernal aquella noche era una verdadera pesadilla. Me mordía las manos y gritaba, con el objeto de despertar y liberarme de aquella agonía. Machacaba la tierra con las manos, me levantaba, volvía a sentarme y daba vueltas a lo tonto, hasta que de nuevo me tendía en tierra. Entonces intentaba una y otra vez comprobar si era cierto lo que estaba viendo, frotándome los ojos y pidiendo a Dios que me dejase despertar. Vi tres veces a unos cuantos Morlocks agachar la cabeza en un momento de desesperación y arrojarse a las llamas.

Por fin, sobre el rojizo fulgor del incendio, por encima de las masas vaporosas de humo negro y de los penachos ennegrecidos de los troncos calcinados, empezó a surgir la salvadora luz del día. El número de aquellas repugnantes criaturas empezó a disminuir.

Busqué una vez más algún rastro que me indicase dónde podía estar Weena, pero no fui capaz de encontrar ni uno solo. Estaba claro que habían abandonado su pobre cuerpecito en la selva. No puedo describir el alivio que sentía al pensar que había escapado al macabro destino que parecía esperarla en las entrañas de aquellas cavernas. Cuando me acometió aquella idea, me sentí impulsado a realizar una rabiosa matanza de aquellos horribles monstruos que se entregaban a tan criminales abominaciones, pero me contuve a duras penas.

Como ya he dicho, aquel altozano constituía una especie de islote en medio del bosque. Desde su cúspide podían ahora distinguir mis ojos a través de la cortina de humo el Palacio de Porcelana Verde, desde el cual podía orientarme para volver otra vez a la Esfinge Blanca. En consecuencia, dejé a los últimos Morlocks que seguían sus movimientos insensatos y gritaban cada vez más, a medida que iba avanzando el día y, atando a mis pies manojos de hierba fresca y cojeando sobre las cenizas humeantes y los tallos carbonizados, en los cuales se divisaban todavía las pavesas y el rescoldo, me dirigí hacia el escondite donde había encerrado mi Máquina del Tiempo. Tenía que caminar muy despacio, porque estaba toltamente exhausto y además me veía precisado a cojear. La muerte horrible que debió haber sufrido la pequeña Weena aumentaba mi desazón y mi rabia. Me parecía como si el cielo se hubiese desplomado sobre mi cabeza.

Ahora, estando aquí, en esta sala familiar para mí desde hace tanto tiempo, más que una pérdida real, su muerte me parece el capítulo de una pesadilla. Pero aquella mañana me hacía sentir completamente solo, con una soledad que me torturaba el alma. Empecé a pensar en esta casa, sentí nostalgia de esta misma cordial chimenea, les recordé a ustedes y en alas de tales pensamientos, mi nostalgia se convertía en una verdadera tortura, para la cual no encuentro palabras suficientemente expresivas.

Caminaba sobre aquellas cenizas humeantes, bajo los resplandores del sol matutino, cuando hice un descubrimiento. En el bolso del pantalón tenía unos cuantos fósforos sueltos. Por lo visto se me había abierto la caja antes de perderse.

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