Índice de La máquina del tiempo de H. G. WellsAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

ONCE

Ya les he hablado a ustedes del mareo y aturdimiento que trae consigo el viajar a través del tiempo. Esta vez, por si fuera poco, no estaba siquiera sentado debidamente en el sillín, sino de lado y de la manera más propicia para perder el equilibrio. Durante cierto riempo, me vi precisado a agarrarme a la máquina, para seguir sus balanceos y protegerme de su trepidación, sin poder enterarme de qué rumbo seguía. Cuando logré sentarme debidamente y pude mirar a las manecillas, me quedé asombrado de ver por dónde andaba. Uno de estos diales cuenta días, otro millares de días, otro más millones de días y hay uno que marca millares de millones. Pues bien, lo que había ocurrido era que, en lugar de dar marcha atrás con las palancas, había hecho el movimiento contrario y, cuando pude mirar lo que marcaban los indicadores, vi que la manecilla de los millares estaba girando tan rápidamente como el segundero de un reloj ..., hacia el futuro.

Según iba avanzando, las cosas experimentaban ante mis ojos una mutación muy extraña. El tono gris vibrante se fue haciendo más oscuro; después -a pesar de que seguía viajando a una velocidad increíble- volvió la serie parpadeante de días y noches, lo cual quería decir que la marcha iba disminuyendo. Dicho parpadeo fue haciéndose cada vez más notorio. Esto me despistó al principio completamente. Los cambios alternos de día y noche iban sucediéndose más y más lentamente, lo mismo que el paso del sol por el ámbito del cielo, hasta que me dieron la impresión de que atravesaban los siglos.

Por fin se irisó sobre la tierra una luz quieta de crepúsculo, que sólo perturbaba de cuando en cuando algún cometa, al surcar la bóveda penumbrosa del firmamento. La franja de luz indicaba que la salida del sol había desaparecido desde hacía mucho tiempo; porque el Sol ya no se ponía ..., simplemente ascendía y descendía en el oeste, y se iba haciendo cada vez más ancho y rojo.

De la Luna no quedaba el más mínimo vestigio.

La órbita de las estrellas, al hacerse su marcha más y más lenta, se había convertido en una faja de puntos de luz.

Por fin, bastante antes de que me detuviese, el sol, rojo y de grandes dimensiones, se quedó inmóvil sobre el horizonte, como una bóveda descomunal que fulguraba con rayos tibios y de vez en cuando parecía próximo a extinguirse. Una vez brilló con resplandor renovado, pero volvió a caer en su sombrío color rojizo.

Al observar este retardamiento de su salida y su puesta, comprendí que en la tierra habían acabado las mareas. Nuestro planeta se había quedado inmóvil, dando al sol un hemisferio fijo, de la misma manera que en nuestros días sólo conocemos un hemisferio de la luna.

Con toda precaución, porque recordaba perfectamente la terrible sensación que había experimentado antes, de caer de cabeza en un profundo abismo, empecé a cambiar mi rumbo. Las macenillas de mis diales fueron girando más lentamente cada vez, hasta que los marcadores de millares me parecieron inmóviles y el de los días quedó reducido a una simple bruma sobre su escala. Aún retrasé más la marcha, hasta que divisé vagamente los contornos de una playa solitaria.

Aterricé muy despacio y me quedé sentado sobre la Máquina del Tiempo, mirando en torno. El cielo ya no era azul. Hacia el norte tenía un tinte completamente negro y de la negrura surgía el resplandor blanco y quieto de las estrellas. El cenit era de un rojo de almagre, que iba haciéndose más claro hacia el sudeste, hasta convertirse en escarlata vívido, cortado por la línea del horizonte: allí estaba la inmensa hoguera del Sol, de color sangre y totalmente inmóvil. Las rocas que había junto a mí eran de un matiz rojizo chillón. No se veía el más mínimo vestigio de vegetación al principio, salvo aquella vegetación intensamente verde que cubría todos los puntos salientes que miraban al sudeste. Era ese verde brillante que se ve en el fondo de las selvas o en los líquenes de las cavernas: plantas que se desarrollan en un crepúsculo perpetuo.

La máquina se había posado sobre una playa en pendiente. El mar se extendía hacia el sudoeste y llegaba hasta el horizonte, donde se cortaba bruscamente en una línea que contrastaba con el cielo lívido. No había acantilados ni olas, porque no se movía una sola ráfaga de brisa. Sólo se advertía una ligera hinchazón oleosa que subía y bajaba, como un inmenso pulmón que respirase suavemente. El océano eterno surgía moviéndose y viviendo.

A lo largo de la rivera, donde en otro tiempo solía romper la marea se divisaba una costra espesa de sal, que parecía de un color ladrillo bajo aquel cielo pálido.

Sentía en la cabeza cierta opresión y advertí que estaba respirando muy aprisa. Aquella sensación me recordó vagamente la que se experimenta en el alpinismo al escalar las montañas más altas. De ahí deduje que el aire debía estar en aquel tiempo futuro más enrarecido que ahora.

Allá a lo lejos, por encima de aquella ladera solitaria oí un grito destemplado y vi algo que se parecía a una enorme mariposa blanca que planeaba y se iba elevando hacia la altura, hasta que, en vastos vuelos, desapareció sobre las cimas bajas que se veían al fondo. El eco de su grito resonó tan siniestramente, que me estremecí y me aferré instintivamente al asiento de la máquina. Al pasear mis ojos en derredor, vi que, muy cerca, lo que había tomado por un montón de peñascos rojizos se iba moviendo lentamente hacia mí. Entonces advertí que aquello se parecía en realidad a una monstruosa criatura del tipo de un enorme cangrejo. Imagínense ustedes un cangrejo tan grande como una mesa, cuyas numerosas patas se mueven lenta e inseguramente, mientras vibran sus ingentes zarpas y sus largas antenas como látigos oscilan y van tanteando el camino, al mismo tiempo que sus ojos opacos brillan furiosamente a cada lado de su caparazón metálico. Tenía el dorso arrugado y ornamentado con gibas horrendas en las cuales se incrustaba de vez en cuando una fea mota verde. Los palpas numerosos de sus complicadas fauces vibraban e iban abriéndose camino, a medida que avanzaba.

Contemplaba con ojos asombrados esta aparición siniestra que, repetida muchas veces, avanzaba en masa hacia mí, cuando sentí en la mejilla una picadura, como de una mosca que se me hubiese posado allí. La espanté con la mano, pero al momento volvió y casi inmediatamente se posó otra junto a mi oreja. La aplasté y me encontré con algo parecido a un hilo. Se devanaba viscosamente de mi mano. Al volverme, con súbito sobresalto, advertí que la que había agarrado era la antena de otro cangrejo monstruoso que estaba detrás de mí. Sus ojos malignos parpadeaban amenazadores en sus cuencas, sus fauces se abrían con un apetito voraz y sus enormes y monstruosas zarpas se movían cubiertas de un légamo de algas, bajando hacia mí.

En un momento actué la palanca de puesta en marcha y puse un mes entre mí y aquellos seres monstruosos. Pero todavía seguía en la misma playa y los volví a ver claramente cuando me detuve. Había docenas y docenas de aquellos crustáceos que se deslizaban en todas direcciones, bajo una luz sombría, entre los matices umbrosos de aquella vegetación intensamente verde.

No puedo darles a ustedes la impresión de la desolación abominable que reinaba en el mundo. El rojo cielo oriental, la negrura del horizonte que se extendía al norte, el mar muerto salado, aquella pétrea rivera pululante e hirviente de monstruos asquerosos y horrendos, el verdor venenoso y uniforme de aquellas plantas que parecían líquenes, el aire sutil y enrarecido que hacía daño en los pulmones, todo aquello contribuía a una impresión total de algo aciago.

Avancé unos centenares de años y divisé al mismo sol rojo, un poco mayor y un poco menos vivo, el mismo mar inerte, el mismo aire penetrante, el mismo tropel de crustáceos repelentes que entraban y salían bajo la verde flora, agarrándose a los peñascales rojizos. Y en la banda de occidente se destacaba una línea curva y pálida, que parecía el contorno de una descomunal luna nueva.

Así fui haciendo mi viaje, deteniéndome de cuando en cuando con escalas de mil años o más, atraído por el misterio enigmático de la suerte que la Tierra correrá en el futuro. Observaba con el pasmo más indecible y la más extraña fascinación cómo el sol iba haciéndose cada vez más grande y menos luminoso en la banda occidental del firmamento y cómo la vida de la vieja Tierra iba extinguiéndose cada vez más.

Al cabo de unos treinta millones de años de nuestra fecha actual, el inmenso círculo rojo del sol había ocupado casi una décima parte del cielo sombrío. Entonces me detuve de nuevo porque vi que había desaparecido la móvil muchedumbre de cangrejos y el litoral rojizo parecía desprovisto de vida, a no ser por las descoloridas algas verdes y los líquenes y musgos que moteaban su superficie. En general ofrecía un conjunto blanquecino. Noté un frío penetrante. De vez en cuando caían blancos copos en helados giros. Hacia el septentrión se extendía el reflejo de la nieve bajo el cielo negro, tachonado de estrellas. Mis ojos divisaban a lo lejos una cordillera ondulante de cumbres de una blancura sonrosada. A lo largo de la costa se advertían bancos de hielo y hasta el dilatado horizonte se veían enormes masas móviles. Pero el gran océano salado seguía sin helarse todavía en su mayor parte y brillaba con un fulgor sanguíneo bajo el eterno crepúsculo.

Miré en derredor para ver si apreciaba algún rastro de vida animal. No sé por qué indefinible recelo seguía sentado en el sillín de la máquina. Pero no veía moverse nada, ni en la tierra, ni en el cielo, ni en el mar. El único vestigio de vida que quedaba sobre la Tierra era la baba verde pegada a las rocas.

En el mar había aparecido un bajío arenoso y el agua se había retirado de la tierra. Me pareció ver algún objeto negro aleteando sobre aquel bancal de arena, pero se quedó inmóvil cuando posé mis ojos sobre él, por lo cual creí que había sido una ilusión óptica y que no era más que una roca. Las estrellas se destacaban en el cielo con un brillo intenso y me pareció que apenas parpadeaban.

De pronto caí en la cuenta de que el contorno circular del sol por su parte occidental había experimentado una mutación: advertí que había aparecido en la curva una concavidad, un seno o bahía. Observé que iba haciéndose cada vez más grande. Tendría un minuto contemplando estupefacto las tinieblas que se cernían sobre la luz del día, cuando me hice cargo de que lo que ocurría era que estaba presenciando un eclipse. La Luna, o el planeta Mercurio estaban pasando en aquel momento frente al disco solar. Naturalmente supuse al principio que se trataba de la Luna, pero me inclino vehementemente a creer que lo que estaba observando era el paso de un planeta interior que se movía muy próximo a la Tierra.

La oscuridad fue haciéndose más densa. Un viento frío empezó a soplar desde el este en heladas ráfagas y la blanca nevada se hizo más espesa y cuajada en el aire. De la orilla del mar surgió una especie de cuchicheo, que en realidad no era más que el susurro de las olas que empezaban a rizar su superficie.

Fuera de estos opacos sonidos sin vida, el Universo estaba en silencio. ¿En silencio? Sería muy difícil dar la impresión de aquella indecible quietud. Todos los rumores de la humanidad, el balido de las ovejas, el gorjeo de los pájaros, el zumbido de los insectos, el eco que sirve de contrafondo a nuestra vida ..., todo aquello había terminado.

A medida que se fueron haciendo más densas las tinieblas, el torbellino de los copos fue intensificándose y espesándose, mientras los blancos corpúsculos bailaban ante mis ojos. Y la frialdad del aire se hizo mucho más penetrante. Por fin, las cumbres brillantes de las remotas cordilleras se fueron esfumando una a una, rápidamente, sutilmente, hasta disolverse en el negror de la atmósfera. La brisa se convirtió en un viento ululante.

Vi cómo la negra sombra central del eclipse oscilaba hacia mí. Un momento después sólo se veían las pálidas etrellas allá arriba. Todo lo demás era oscuridad impenetrable, sin él más ligero vislumbre. El cielo era absolutamente negro.

Me sobrecogió el horror de aquella insondable tiniebla. Sentí en la médula de los huesos la punzada gélida del aire y el dolor penetrante que me producía el respirar. Empecé a tiritar y noté que me invadía una náusea mortal.

Después reapareció sobre el pabellón del cielo la curva, de un rojo ardiente, del borde del sol. Salí de la máquina para entrar en reacción. Me sentía mareado y totalmente incapaz de emprender el viaje de regreso.

Seguía de pie, aterido y mareado, cuando vi que sobre el bajío se volvía a mover aquel objeto desconocido; su contorno se destacaba sobre la superficie sanguinolenta del mar. Era algo redondo, del tamaño de un balón, o quién sabe si mucho mayor. De su cuerpo emergían muchos tentáculos. Me pareció de color negro, por contraste con la superficie escarlata del agua. Observé que se movía torpemente, tratando de salir de allí.

Me sentí desvanecer. Pero el temor horrible de quedarme para siempre en aquellas remotas soledades y bajo aquel agorero crepúsculo me dieron fuerzas para subir de nuevo a la máquina y sentarme en la silla.

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