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KONOVALOV

III

Volví a leerle muchas veces La rebelión de Stenka Rasine, Taras Bulba, de Gogol, y Los desdichados, de Dostoievski. Taras gustó mucho a mi oyente, pero no borró la impresión profunda del libro de Kostomarov. En cuanto a Los desdichados, le parecía rídiculo el estilo de las cartas.

- No leas esto, Máximo ... Es un fárrago indigesto ... El le escribe, ella le contesta ... me parece tiempo perdido ... ¡Que se vayan al diablo! No es triste ni gracioso; ¿por qué escribirán así?

Le recordé los Podlipovtsi; pero no fue de mi parecer.

- Eso es distinto de Pila y Cissoiko. Son personas vivientes. Viven y luchan; pero ¿y éstos? Escriben cartas ... es fastidioso ... Ni siquiera son gentes, son sombras ... Si se juntaran Taras y Stenka, esos sí que harían grandes cosas. ¡Señor, lo que harían! Entonces Pila y Cissoiko hubiesen estado mejor, ¿eh?

Comprendía mal la diferencia de épocas, y en su cabeza todos sus héroes favoritos vivían a un tiempo. Solamente que unos vivían en una comarca y otros en otra. Le expliqué que ni Pila hubiese hallado a Stenka ni éste a Taras, aun cuando se hubiesen puesto en camino.

Esto desconsoló a Konovalov cuando lo entendió.

Los días de fiesta salíamos al campo. Llevábamos pan, aguardiente, un libro, y desde por la mañana íbamos al aire libre, como decía Konovalov.

La fábrica de cristal nos encantaba. Así se llamaba un edificio no muy apartado de la ciudad, con el techo hundido y los sótanos llenos todo el verano de un lodo líquido y aspetoso. Cuando el río se desbordaba, lo cual ocurría todos los años, la base del edificio se bañaba en el agua y se cubrían sus paredes de verde musgo. Como los charcos y pantanos la protegían contra las muy frecuentes visitas de la policía, albergaba, aun destechada y ruinosa, a muchos miserables sin domicilio.

Siempre había huéspedes. Andrajosos, sucios, temerosos de la luz del día, vivían como buhos en aquel antro. A nosotros nos recibían muy bien, porque llevábamos pan tierno, aguardiente y callos en abundancia. Con un par de rublos organizábamos una buena comida para las gentes de la fábrica, como se decía.

Nos pagaban en relatos, mezcla de la más ingenua verdad y de la más cándida invención. Nos querían a su modo, y casi siempre me escuchaban con atención. Cierta vez les leí: ¿Por qué se vive bien en Rusia? (Un poema de Nekrassov), y escuché observaciones curiosas al par que carcajadas.

Todos los hombres que luchan por la vida, que están presos en su lodo, son más filósofos que Schopenhauer, porque jamás una idea abstracta tomará una forma tan precisa como la que el dolor arranca de un cerebro. La conciencia que tenían de la vida aquellos hombres vencidos por ella, me sorprendía. Konovalov escuchaba con la evidente intención de contradecIr al narrador.

No creía las patrañas que le contaban aunque no revelara sus dudas.

- ¿No me crees? -preguntaba con tristeza el vagabundo.

- Sí; ¿por qué ho te he de creer? Hasta cuando se advierte que se miente se puede creer, es decir, escuchar y procurar adivinar por qué se ha mentido. A veces la mentira da a conocer mejor el estado del alma que la misma verdad ... Y ¿qué podemos decir de nosotros? La más lastimosa, mientras que podemos inventar ... ¿No es eso?

- Sí, pero ¿por qué movías la cabeza?

- ¿Por qué? Porque razonas mal ... Hablas de tu vida como si no pudieras dirigirla ... ¿Quién ha de hacerlo, pues? Nos quejamos siempre de los hombres; señal de que ellos pueden quejarse de nosotros. Se nos impide vivir; señal de que impedimos la vida a alguién. ¿No es eso?

Y Konovalov añadía sentenciosamente:

- Es preciso buscarse una existencia desahogada y que no estorbe a nadie. ¿Por qué no lo hacemos? Y ¿quién debe hacerlo?

Cual si temiese una objeción, contestábase él mismo:

- Nosotros, nosotros y nadie más. Si no lo hacemos, no es culpa de nadie; somos ... lo que ya sabes.

Contestábanle justificándose, pero él se obstinaba en que todos éramos culpables.

Nadie le apeaba de su idea, ni era capaz de entender su juicio de la humanidad. A veces los hombres parecía que habían de tener deberes, a veces le parecían esmirriados, débiles, incapaces de otra cosa que de quejarse.

Estas discusiones duraban a menudo desde el mediodía a las doce de la noche y volvíamos de la fábrica con agua hasta la rodilla.

En una ocasión por poco nos ahogamos en un pantano; en otra hubo que pasar la noche en la prevención con veinte de nuestros amigos, de quienes la policía sospechaba.

Cuando no teníamos ganas de filosofar marchábamos al campo, muy lelos, a orillas del río; encendíamos una hoguera y departíamos acerca de la vida o leíamos en voz alta. A veces Konovalov proponía con expreslon soñadora:

- Máximo, miremos al cielo.

Y tendidos de espaldas mirábamos la bóveda sin fondo del firmamento. Al principio oíamos el ruido de las hojas, el rumor del agua ... Despues, lentamente, el cielo azul nos atraía; perdíamos la noción de la vida, nos sentíamos apartados de todo, como si bogáramos por el desierto del cielo medio dormidos, extáticos, esforzándonos en prolongar el encanto sin proferir una palabra.

Permanecíamos así muchas horas, y volvíamos luego al trabajo confortados eon el contacto de la naturaleza.

Adorabala Konovalov con ardor mudo, que denunciaba el brillo de sus ojos, cuando en el campo o a orillas del río se impregnaba de dulce alegría, lo cual dábale más parecido con un niño.

- ¡Ah, qué hermoso!

En esta sencilla exclamación había más sentimiento que en toda la retórica de nuestros poetas. Estos se extasían para sostener su reputación de hombres que comprenden la belleza, y no porque sientan el encanto sin par de la gran madre nuestra, fuente de la vida, manantial de fuerza.

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