Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

KONOVALOV

II

Al cabo de una semana, Konovalov y yo éramos amigos.

- Eres un buen muchacho. ¡Muy bien! -me decía con su alegre sonrisa y golpeándome amigablemente el hombro con su manaza.

Trabajaba como un artista. Daba gusto ver cómo manejaba un montón de masa que pesaba siete puds, y lo echaba en una artesa, o cómo, inclinado sobre ésta, lo amasaba hundiendo hasta el codo sus brazos poderosos en la masa elástica que gemía bajo sus dedos de acero.

Al principio, viéndole echar al horno los panes crudos, que apenas tenía tiempo yo de sacar de la artesa para ponerlos en su pala, temía que los pusiera unos sobre otros; pero cuando hubo sacado tres hornadas sin que ninguno de los ciento veinte panes, hermosos, altos y dorados, se hubiera deformado, comprendí que era un artista en el oficio. Gustábale el trabajo, tomábase interés por lo que hacía, poníase triste cuando el horno cocía mal o la pasta no se esponjaba; enfadábase e insultaba al patrón que compraba harina húmeda, y, por lo contrario, se sentía dichoso como un niño cuando los panes salían del horno, redondos y regulares, dorados y con una corteza delgada y crujiente. A veces, tomaba de su pala el pan más bonito, y haciéndolo saltar de una mano a la otra, se quemaba, reía y exclamaba:

- ¡Mira qué hermosura hemos hecho entre los dos!

Agradábame ver aquel hombre gigantesco entregado de todo corazón al trabajo, tal como yo creo que todos los hombres deben trabajar.

Una vez le dije:

- Sacha, ¿dicen que cantas tan bien?

Se puso serio y bajó la cabeza.

- Sí canto, pero me ocurre pocas veces. Cuando empiezo a aburrirme, entonces es cuando canto ... Y si canto, es que el hastío se acerca. No me hables de eso, no me tientes. Y tú, ¿no cantas? Claro que sí; pero te ruego que no lo hagas y que te contentes con silbar. Luego ya cantaremos los dos juntos. ¿Te parece bien?

Consentí, como es natural. En cuanto sentía ganas de cantar, silbaba. Pero a veces, no podía contenerme, y empezaba a tararear en voz baja, amasando o moldeando los panes. Konovalov me escuchaba moviendo los labios, y al cabo de un momento me recordaba mi promesa. Algunas veces, me gritaba rudamente:

- ¡Cállate, no gimas!

Un día saqué de la maleta un libro, y, colocándome junto a la ventana, me puse a leer.

Konovalov dormitaba tendido en el arcón de la masa; pero el ruido que hacían las hojas al volverlas yo nerviosamente, le hizo abrir los ojos.

- ¿Qué libro es este?

Eran los Podlipovtsi.

- ¿Quieres leer en alta voz?

Comencé a leer. Se incorporó, y con la cabeza apoyada en mis rodillas, escuchó la lectura. A veces, nuestras miradas se encontraban, y advertía en sus ojos gran ansiedad. Siempre me acordaré; estaban abiertos, abiertos, atentos ... Su boca entreabierta, mostraba una doble hilera de dientes. Me animaba aquella atención, y procuraba leer de un modo bien claro y dar relieve a la historia de Cissoiko y Pila.

Cuando me cansé, cerré el libro.

- ¿Se ha acabado?

- No; falta la mitad.

- ¿Me lo leerás todo?

- Si quieres, sí.

- ¡Ya lo creo!

Quedó silencioso algunos momentos. Por fin dijo:

- ¡Qué bien lees! Hasta imitas sus voces ... Es como si les viera. Aproska gruñe. Pila ... ¡Imbéciles! Y luego, ¿qué ocurrirá? Sí, lo cierto es que son hombres como nosotros; son campesinos de carne y hueso ... Oye, Máximo. Hagamos una hornada, y volvamos a leer.

Lo hice como deseaba, y leí cerca de dos horas. Hubo que cuidar nuevamente del pan y de la pasta. Trabajamos aprisa y en silencio.

A horcajadas en un saco de harina, Konovalov me miraba.

Estaba amaneciendo cuando terminé mi lectura. Konovalov parecía absorto.

- ¿Estás contento?

Movió la cabeza, entornó los ojos y me preguntó en voz baja:

- ¿Quién ha escrito eso?

Se leía un gran asombro en los ojos de Konovalov, y se adivinaba en ellos una viva curiosidad.

Le expliqué quién había escríto el libro.

- ¡Vaya un hombre! Es maravilloso. ¿Qué le han dado?

- ¿Eh?

- Sí, ¿qué recompensa?

- Ninguna.

- ¿Cómo? Si este libro es como un atentado de policía. Se lee y se le juzga. Cissoiko y Pila parecen buenas personas. Todos les compadecen. Son cándidos, inocentes ... ¿Qué vida es la suya? Entonces ...

- ¿Qué?

Konovalov me miraba turbado, y dijo con timidez:

- Se debía hacer un reglamento. También esos son hombres y merecen que se cuide de ellos.

En contestación pronuncie casi un discurso, que no produjo ¡oh decepción! el efecto que imaginaba.

Konovalov se puso pensativo, bajó la cabeza y suspiró. Advertí que no me atendía, y callé.

- Y ¿no le han dado nada?

- ¿A quién? -pregunté, olvidado ya de Rechetnikov.

- Al inventor.

Sentí despecho. No le contesté, comprendiendo que mi oyente no era capaz de interesarse por asuntos universales y se limitaba a pensar en la suerte de un solo hombre.

Sin esperar mi respuesta, tomó el libro, lo examinó con cuidado, lo abrió, y luego, dejándolo, suspiró profundamente.

- ¡Qué raro es esto, Dios mío! -dijo a media voz-. Escribe un hombre un libro ... hojas de papel con unos puntos encima, y nada más ... lo ha escrito, y ... ¿ha muerto?

- Sí, ha muerto -contesté lacónicamente.

Entonces aborrecía yo la filosofía, y más aún la metafísica; pero Konovalov, sin preocuparse de mis aficiones, prosiguió:

- Ha muerto; ha quedado el libro y se lee. Se toma el libro, se mira y se pronuncian diferentes palabras. Escucha uno y comprende ... Existían en el mundo Pila, Cissoiko y Aproska ... Se compadece a esas gentes aun cuando no se las haya visto nunca. Por la calle hay muchos semejantes a ellos, pero no los conoce uno; pasan, no te miran, no te fijas ... Y en el libro no existen ... Y, sin embargo, les compadeces hasta sufrir con ellos ... ¿Cómo se explica esto ...? ¿Y el inventor murió sin recompensa? ¿Por qué no le otorgaron una?

Me irrité de veras y le expliqué cuáles eran las recompensas de los autores.

Konovalov me escuchaba abriendo desmesuradamente los ojos con espanto y moviendo los labios como si sufriese.

- ¡Vaya unas costumbres! -murmuró mordisqueándose la punta del bigote y bajando tristemente la cabeza.

Entonces le expliqué la influencia fatal que ejercía la taberna en la vida del escritor ruso, las inteligencias poderosas y claras que anonadó el aguardiente, único sostén de su existencia penosa.

- ¿También ellos beben?

En sus ojos dilatados brillaba la desconfianza hacia mí y la piedad hacia los otros.

- Con que ¿beben? ¿Acaso cuando terminan un libro?

Aquellas eran, a mi juicio, preguntas superfluas, y no contesté a ellas.

- Sí, debe ser después -decidió Konovalov-; estudian la vida y beben todo su dolor. ¡Sus ojos deben ser extraordinarios ...! Y su corazón también; contemplan la vida y deben sentir una tristeza ... Vierten su tristeza en los libros ... Pero esto no les alivia porque tienen el corazón herido, y para arrojar la tristeza no sería bastante el fuego ... Entonces la disipan con el aguardiente ... Y beben ... ¿No es así como digo?

Le di la razón y esto pareció complacerle. Continuó su desarrollo sobre la psicología de los escritores.

- Yo creo que se les debería animar, ¿verdad? Comprenden más que los otros y dicen lo que hay que corregir. ¿Qué soy yo, por ejemplo? Un vagabundo ... un perdido, un borracho. Mi vida no tiene explicación. ¿Para qué vivo? No tengo casa, ni hogar, ni mujer, ni hijos ... ni siquiera deseo nada de esto. Vivo y me aburro. ¿Por qué? No lo sé. ¿Cómo explicar todo esto? A mi alma le falta algo, eso es. ¿Comprendes? Busco y me aburro, y no sé por qué.

- ¿A qué fin dices eso?

Apoyada la cabeza en una mano, me miraba, y su rostro expresaba una extrema tensión de espíritu, el trabajo de un pensamiento que busca el modo de expresarse.

- ¿Qué a qué fin? Por el desorden de mi vida. Es decir, que no sé dónde estar ... ni qué hacer, y esto es un desorden.

Le probé que no tenía nada de qué quejarse: era un hecho lógico de un pasado lejano. Era una triste víctima de las circunstancias, un ser igual a los demás por su naturaleza, pero que, por una serie de injusticias históricas, hallábase reducido socialmente a cero. Terminé repitiendo:

- No has de acusarte de nada. Te han hecho mucho daño.

Callaba sin dejar de mirarme. Vi que en sus ojos apuntaba una sonrisa clara y bondadosa, y esperé su respuesta. Con un movimiento suave, femenino, se acercó a mí y me puso la mano en el hombro.

- ¡Qué bien hablas de todo, hermano! Se conoce que has leído muchos libros. Se ve en seguida. Lo mejor es que hablas de ello con compasión. Es la primera vez que oigo hablar así. ¡Es asombroso! Por regla general, se acusan unos a otros cuando todo va mal. Tú, por lo contrario, acusas a la vida, las costumbres. Tú afirmas que el hombre no es culpable, y que si está escrito que el hombre ha de ser un desarrapado, desarrapado queda. De los presos hablas también de un modo raro. Dices que roban porque no tienen trabajo, o porque tienen hambre ... ¡Debes tener un corazón muy débil!

- Espera -dije-; ¿te parece a ti bueno o no lo que digo?

- Tú debes saberlo mejor que yo, puesto que sabes leer y escribir ... Sí, respecto de los otros tienes razón; pero en cuanto a mí ...

- ¿Qué?

- En cuanto a mí es otra canción ... ¿Quién tiene la culpa de que me emborrache? Mi hermano Pavelka no bebe, tiene una tahona en Perm. Yo trabajo tan bien como él, y soy un vagabundo y un borracho, y no tengo casa ni hogar. Y, sin embargo, somos hijos de una misma madre. Es más joven que yo. No debo haber nacido como es preciso. Tú mismo dices que todos los hombres son iguales, nacen y viven lo que han de vivir y mueren. Yo, en cambio, soy un hombre distinto ... Y no soy yo solo ... hay otros ... pertenecemos a otra casta sin duda. Necesitamos leyes distintas ... leyes muy severas para arrancarnos de la vida. Para nada servimos y a todos estorbamos. ¿Quién es el culpable para con nosotros? Nosotros somos culpables para con la vida ... Nuestras madres nos concibieron en mal hora y esto es todo.

Quedé anonadado por esta refutación inesperada de mis argumentos ... Konovalov, aquel hombre formidable de claros ojos, se ponía a sí mismo fuera de ley común con tan ingenua tristeza, que quedé trastornado. Experimentaba un placer en acusarse; brillaban de satisfacción sus ojos cuando me gritaba con su recia voz de barítono:

- Cada cual es dueño de sí mismo y a nadie hay que culpar si yo soy un miserable.

En boca de uh vagabundo, de uno de esos seres entreverados de hombre y bestia, hambrientos, casi desnudos, me sorprendieron tales palabras.

- ¿Cómo quieres -contesté-, que un hombre no ceda cuando tantas fuerzas le abruman?

- ¡Que resista!

- Y ¡cómo hacerlo!

- ¡Que pruebe!

- ¿Por qué no probabas tú?

- Porque ya te digo que tengo la culpa de mi desgracia ... No he encontrado apoyo ... ¡En vano lo he buscado!

Fue preciso cuidar del pan y ambos tratamos de convencernos de que teníamos razón; pero no lo conseguimos, y, concluido nuestro trabajo, nos acostamos silenciosamente.

Konovalov tendióse en el suelo y se durmió en seguida. Yo me eché sobre los sacos de harina, y contemplé su cuerpo poderoso tendido, como un bogaryr, sobre la estera. Amanecía. La atmósfera estaba impregnada de olor a pan caliente, a masa agria y a óxido de carbono ... A través de los cristales cubiertos de polvo de harina, nos miraba el cielo gris. Una carreta rodaba con estruendo por la calle. Un pastor tocaba la flauta para reunir su rebaño.

Konovalov roncaba. Miraba yo levantarse su ancho pecho, e imaginaba el mejor medio de convertirle a mi fe, pero no resolví nada y me dormí.

A la mañana siguiente preparamos la levadura, y, después de lavarnos, nos sentamos en una de las arcas para tomar el té.

- ¿Tienes un libro?

- .

- ¿Leerás?

- .

- Eso me gusta. ¿Sabes lo que haré? En cuanto se acabe el mes, pedire dinero al amo y te daré la mitad.

- ¿Para qué?

- Para que compres libros. Compras los que quieras para ti y algunos para mí. Escoge los que hablan de campesinos ... como el de Pila y Cissoiko, y sobre todo procura que estén escritos con compasión y no para entretenimiento. Hay libros que no valen nada. Panfilka y Pijatka, aun cuando tiene una lámina en la cubierta, no vale nada. Los Puchekhontsi son pura fábula; no me agradan. Ignoraba que hubiera libros como los tuyos.

- ¿Quieres la historia de Stenka Rasine?

- ¿Stenka ...? ¿Es bonita?

- .

- ¡Bien!

Momentos después, le leía la monografía de Kostomarov: La rebelión de Stenka Rasine. Al principio, aquella obra genial, especie de poema épico, no gustó a mi barbudo oyente.

- ¿Cómo no tiene conversaciones? -dijo mirando el libro.

Cuando se lo expliqué, no pudo menos de bostezar. Se turbó y dijo:

- Sigue ... sigue ... no hagas caso ...

Gústabame su delicadeza y fingí no comprender a qué se refería.

Pero a medida que el escritor pintaba con su pincel de artista los rasgos de Stenka y el príncipe de la partida libre del Volga surgía de las páginas del tomo, Konovalov parecía transformarse. Indiferente y aburrido al principio, velados y soñolientos los ojos, se reveló poco a poco bajo un aspecto inesperado. Sentado en el arcón de enfrente, ceñidas las rodillas por los brazos y descansando el mentón en ellas de modo que la barba le caía sobre las piernas, me miraba con avidez, y en sus ojos brillaba un fuego extraño bajo el entrecejo fruncido. Había desaparecido toda su candidez infantil. Todo lo que tenía de sencillo, de femenino y cariñoso, todo cuanto armonizaba con sus ojos azules y dulces, ahora oscuros y entornados, habíase eclipsado. Había algo de leonino, de fogoso en el paquete de músculos de su cuerpo. Me detuve y le miré.

- ¡Lee! -insistió, y en su voz vibraban el ruego y la irritación a un tiempo.

Continué, lanzándole de cuando en cuando una ojeada, y vi que se inflamaba más y más. Emanaba de él como un vapor cálido que me exaltaba y embriagaba. En una excitación nerviosa llena de presentimientos extraordinarios, llegué a la captura de Stenka.

- ¡Le han cogido! -gritó Konovalov.

El dolor, la indignación, la cólera, el deseo de libertar a Stenka, vibraban en su clamor potente.

Tenía sudorosa la frente y los ojos dilatados. Habíase puesto en pie, grande y exaltado; se detuvo ante mí, me tocó el hombro, y habló seria y rápidamente.

- Espera. No leas. ¡Dí! ¿Qué sucederá ahora? ¡No, no lo digas! ¿Lo matarán? ¿Sí? ¡Lee aprisa, Máximo!

Creyérase que Konovalov era hermano de Stenka. Era como si los lazos de la sangre, indisolubles y fuertes aún, a pesar de los tres siglos transcurridos, uniesen a aquel vagabundo con Stenka, como si el vagabundo sintiera, con toda la energía de su cuerpo, redivivo y fuerte, con toda la pasión de su alma triste y sin apoyo, el dolor y la cólera del águila orgullosa aprisionada trescientos años antes.

- ¡Lee, en nombre de Dios!

Leía yo turbado, conmovido, sintiendo latir mi corazón al unísono del de Konovalov y asociándome como él a la desesperación de Stenka. Llegamos a la escena del tormento.

Konovalov rechinaba los dientes, y sus ojos azules brillaban como ascuas. Se inclinaba sobre mi hombro, y no apartaba los ojos del libro. Su aliento levantaba mis cabellos y me los hacía caer sobre los ojos. Sacudí la cabeza para apartarlos. Konovalov lo notó y apoyó en mi frente su pesada mano.

- Y entonces Stenka hizo rechinar de tal modo los dientes, que los arrojó al suelo escupiendo sangre.

- ¡Basta ...! ¡Al diablo! -gritó Konovalov.

Y arrancándome el libro lo tiró al suelo con toda su fuerza y se desplomó sobre él. Lloraba, y como le daban vérgüenza sus lágrimas, rugía para no sollozar. Se ocultaba la cabeza entre las rodillas y lloraba limpiándose con su mandil de hilo, no muy limpio.

Estaba yo sentado enfrente de él y no sabía qué decide para consolarle.

- ¡Máximo! -decía Konovalov-; ¡es horrible! ¡Pila, Cissoiko y luego Stenka ...! ¡Qué desdicha! Escupió sus dientes ... ¡Dí!

Se estremecía de pies a cabeza. Aquellos dientes escupidos por Stenka le había impresionado lo indecible y se horrorizaba al hablar de ello.

Ambos estábamos como anonadados por aquel cuadro de tortura.

- ¿Me volverás a leer eso? -dijo Konovalov recogiendo el libro y dándomelo.

Calló un momento y añadió luego:

- Enséñame dónde está eso de los dientes.

Se lo indiqué y hundió la mirada en aquellas líneas.

- ¿Se escribe así: Escupió sus dientes? Las letras son iguales a las demas. ¡Señor cuánto debió padecer! Y ¿Qué le pasa después, le matan? ¡Alabado sea Dios, le matarán.

Expresó aquella alegría de la muerte con tal ardor, brilló en sus ojos tan intenso alivio, que me estremeció aquella compasión, aquel anhelo de muerte para el atormentado.

Todo aquel día transcurrió para nosotros de un modo extraño; hablamos de Stenka, de su vida y de las canciones que inspiraron su tormento y su muerte. Una o dos veces, Konovalov empezó a cantar con su voz de barítono, pero se interrumpió en seguida.

Nuestra amistad fue más estrecha desde aquel día.

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