Índice de Los vagabundos de Máximo GorkiAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

KONOVALOV

IV

Así pasaron dos meses, durante los cuales Konovalov y yo hablamos y leímos mucho. La rebelión de Setnka había sido tan releída, que Konovalov recitaba páginas enteras de memoria, sin vacilar.

Fue para él aquel libro lo que uno de cuentos de hadas es para los niños. Llamaba por el nombre de sus héroes los objetos que manejaba, y un día que cayó al suelo y se hizo añicos un cacharro, grito con ira y pesar:

- ¡Pobre viejo guerrero!

A los panes mal cocidos los llamaba Frolka, a la levadura pensamientos de Stenka. Esto era sinónimo de todo lo grande, extraordinario y poco afortunado. No habíamos recordado en todo ese tiempo a Capitolina.

Sabía que la envió dinero por conducto de cierto Felipe, encargándo le que saliese fiador de la chica en su nombre, pero ni uno ni otro le habían contestado.

Una noche, cuando metíamos el pan en el horno, abrió se la puerta, y una voz de mujer, tímida y decidida a un tiempo, dijo:

- Dispensen ...

- ¿Qué desea usted? -pregunté.

- ¿Es aquí donde trabaja el panadero Konovalov?

La luz de la lámpara caía sobre su cabeza cubierta con un pañuelo blanco, que encuadraba un rostro redondo, lindo, con la nariz remangada, las mejillas carnosas y los labios rojos y gruesos.

- ...

- ¡Sí, aquí es! -exclamó con súbita alegría Konovalov, arrojando la pala y yendo al encuentro de la visitante.

- ¡Sacha mío! -suspiró ella.

Se dieron un abrazo, para lo cual Konovalov tuvo que inclinarse bastante.

- ¿Qué hay? ¿Hace días que estás aquí? ¿Eres ya libre ...? Ya lo esperaba ... Ahora estás en el buen camino ...

Konovalov parecía querer excusarse con ella; no retiraba los brazos que conservaba en el cuello y en la cintura de la joven.

- ¡Máximo! Arréglate hoy como puedas; yo cuidaré de la señora. ¿Dónde estás alojada, Capa?

- En ninguna parte, he venido aquí directamente.

- ¡Aquí! Aquí es imposible ... Esto es una panadería. Nuestro amo es un hombre muy rígido. Iremos a otra parte para pasar la noche ... Busca una habitación.

Se marcharon. Hice su trabajo y pensaba no ver a Konovalov hasta por la mañana, cuando, al cabo de tres horas, reapareció. Aumentó mi asombro al ver su rostro fatigado y triste.

- ¿Qué tienes? -le pregunté.

- Nada -contestó abatido, escupiendo con rabia.

- Sin embargo ...

- Nada, te digo, ¡déjame!

Se tendió cuan largo era sobre el arcón y añadió:

- Después de todo es una mujer, y esto lo explica todo.

Me costó mucho hacerle hablar, y he aquí lo que por fin me dijo:

- Te repito que es una mujer. Si no hubiera sido un imbécil, no me pasaría esto. ¿Comprendes? Tú dices: Una mujer es un ser humano. Ciertamente que no anda a cuatro patas, que no pace la hierba, que habla y que rie, y que no es un animal por lo tanto. Sin embargo, no por eso vale mucho más. Capitalina ha pensado esto: Quiero vivir contigo, ni más ni menos que si fuera tu mujer, o tu perro, como quieras. Es una tontería ... Pero pequeña, le dije, eres imbécil; no puedes vivir conmigo; primeramente porque soy un borracho, además porque no tengo casa, y en fin que soy un vagabundo, y esto ... y lo otro. Y ella contestó: No me importa que seas un borracho, todos los obreros lo son, y, sin embargo, se casan. Yo contesté: Capa, no puedo complacerte, porque soy incapaz de llevar una vida ordenada. Y ella: Pues me tiraré al río. No me pude contener; la llamé idiota, y entonces ella comenzó a injuriarme y a llorar, y a decir que yo era un perdido y a recriminarme por haberla sacado de su burdel. ¿Qué hago ahora?

- Verdaderamente, no sé cómo se te ocurrió sacarla de aquella casa.

- ¡Hombre! La saqué porque me dio lástima, y todos la hubieran compadecido en mi lugar; pero ¿casarme o enredarme con ella? ¡Eso no! ¡Buen marido haría yo! Si me sintiera capaz de serlo, ya haría tiempo que estaría casado. Hubiera podido coger una dote y una buena casa ... Si rabia o si deja de rabiar, poco me importa ... Lo siento, pero no lo puedo llorar.

Movió la cabeza para afirmar mejor que no podía, se levantó y, erizando con ambas manos la barba y el pelo, se paseó por la habitación.

- Máximo -me dijo con gran turbación- si quisieras ir a verla y explicarle mi situación ... Ve, hermano.

- ¿Qué le diré?

- Toda la verdad. O dile, por ejemplo, que padezco una enfermedad cruel ... Es una gran idea.

- ¿Y a eso. llamas toda la verdad? -dije riendo.

- Tienes razón ... pero es una buena idea. ¡Que la lleve el demonio! ¿Casarme yo? Maldito si se me ha ocurrido jamás.

A pesar de lo cómico de su narración, el aspecto dramático de esta aventura me preocupaba.

Konovalov continuaba paseándose y hablando en voz baja:

- No te puedes figurar el asco que me ha dado. Me atrae y me absorbe como un pantano sin fondo. ¡Ya encontrará quien la quiera! No es muy inteligente, pero es astuta.

Hablaba en él su instinto nómada, su deseo ingénito de libertad que aquella mujer parecía querer coartar.

- No, no me pescará. ¡Soy un pez con muchas escamas! He aquí lo que haré.

Se detuvo en medio de la habitación, sonriendo al seguir el hilo de sus ideas. Mirábale yo procurando adivinar su resolución.

- ¡Máximo ...! ¡Vámonos a Kugabne!

Maldito si esperaba esta salida. Tenía sobre él mis proyectos literarios y pedagógicos; pensaba enseñarle a leer y que aprendiera cuanto yo sabía en aquella época. Estaba interesado en ver los resultados ... Me había ofrecido continuar en la tahona todo el verano, y de pronto se le ocurría ...

- ¿Qué diablos dices? -le pregunté asombrado.

- Eso; ¿qué quieres que haga?

Le dije que tal vez Capitolina le dejaría en paz, y que valía más ver en qué paraba todo aquello.

Así lo hizo. Hablábamos sentados cerca del horno de espaldas a las ventanas. Era media noche y hacía un par de horas que Konovalov había vuelto. De pronto, detrás de nosotros, se oyó un ruido de cristales rotos y una enorme piedra cayó con estrépito en el suelo. Nos pusimos en pie asustados y corrimos a la ventana.

- ¡Mal tino! -gritó una voz aguda- no apunté bien, sino ...

- Vámonos -rugió una voz de bajo. Ya le arreglaré después ...

Una risá histérica, cascada, que crispaba los nervios, llegaba hasta nosotros por el boquete que abriera la piedra en el cristal.

- ¡Es ella! -dijo. con rabia Konovalov.

Al pronto, no vi más que dos piernas que colgaban de la acera y en el espacio vacío que había ante nuestras ventas. Se movían de un modo raro, golpeando con el talón la pared, como si buscaran un apoyo.

- Vámonos -repetía la voz de bajo.

- Dejáme, no me sujetes. Deja que le diga lo que quiero. ¡Sacha! ¡Adiós ...!

Siguieron injurias espantosas.

Acercándome a la ventana vi a Capitolina. Inclinada hacia adelante, de bruces en la acera, procuraba inspeccionar el interior de nuestra habitación; su pelo. desgreñado le caía por el rostro y el pecho. Llevaba el pañuelo echado atrás y tenía desgarrado el cuerpo del vestido. Capitalina, sumamente borracha, decía despropósitos, juraba, lanzaba gritos salvajes, y tenía el rostro congestionado y bañado en llanto.

Inclinábase sobre ella una alta figura varonil. Apoyábale una mano en el hombro, y gritaba sin cesar:

- Vámonos, vámonos.

- ¡Sacha! Me has perdido ... Créelo. ¡Maldito seas! ¡Dios te castigue! Esperaba ... arreglarme ... y te has mofado de mí, bandido. ¡Ah! ¿te ocultas, te da verguenza? ¡Ah! ¡maldito ...! ¡Sacha, querido mío!

- No me oculto -dijo con voz sorda Konovalov, subiéndose al arcón para acercarse a la ventana-. No me oculto, y tuya es la culpa ... Pides cosas imposibles.

- ¡Oh! Sacha, ¿quieres matarme?

- ¿Por qué te has emborrachado? ¿Acaso sabías lo que haría yo?

- Sacha, Sacha, tírame al río.

- ¡Ea, vámonos!

- ¡Granuja! ¿Por qué te fingiste bueno?

- ¿A qué viene este escándalo?

Se oyó el silbato del sereno, que durante un momento dominó el vocerío.

- ¿Por qué demonios te he hecho caso? -sollozaba la joven.

Después se estremecieron las piernas, subieron rápidamente y desaparecieron en la oscuridad. Oyóse una conversación sorda, rumores extraños.

- Yo no quiero ir a la prevención. ¡Sacha! -gritaba con desesperado acento Capitolina.

Resanoron pesados pasos en la acera, y se oyeron nuevos sollozos y gritos.

- ¡Sacha, querido! ...

Parecía que se martirizase a alguien. El ruido se fue alejando y desapareció como una pesadilla.

Confusos, aniquilados por aquella escena tan rápida, Konovalov y yo mirábamos a la calle, y aun creíamos escuchar aquellos gritos, aquellas lnjurias y aquellos gemidos lastimosos.

- Ya se acabó -dijo sencillamente y con dulzura Konovalov, escuchando la calma de la sombría noche que le miraba, severa y silenciosa-. ¡Lo que me ha dicho ...! -añadió con asombro, después de un momento-: Ya estará en la prevención ... borracha ... con ese pazguato.

Dió un hondo suspiro; se sentó sobre un saco, y apretando la cabeza con ambas manos, me dijo en voz queda:

- Dime, Máximo, dime lo que ha sucedido, es decir, qué parte de culpa tengo yo en ello.

Le contesté que toda la culpa era suya. Debió prever, desde el primer momento, cómo acabaría la aventura, y, en vez de esto, se dejó e llevar y no pensó en nada. Me sentía irritado contra él, y los gritos de Capitolina y los vámonos del borracho resonaban aún en mis oídos, y no me inspiraba lástima alguna mi camarada. Me escuchaba con la cabeza baja, y cuando acabé, la levantó, y leí en su rostro el espanto y el asombro.

- ¡Está bien! Y ¿qué puedo hacer yo por ella?

Su acento era tan sincero, expresaba tanta compasión hacia la joven, que le tuve lástima y pensé que me había mostrado demasiado duro con él.

- ¿Para qué la sacaría de allí? ¡Dios mío, lo que me ha dicho! Iré a la prevención a interceder por ella, y veremos qué sucede. ¿Te parece que vaya?

Observó que no resultaría nada bueno de aquella entrevista, por la sencilla razón de que Capitolina estaba borracha y probablemente ya dormía.

Pero Konovalov se obstinaba en su idea.

- Voy a ir. Espera. De todas maneras, la quiero. Quédate aquí ... Vuelvo pronto.

Calzó las altas botas que tanto le gustaban, se puso la gorra y salió rápidamente de la tahona. Terminé mis quehaceres y me acosté. Cuando por la mañana miré maquinalmente el sitio donde dormía mi compañero, aún no estaba allí. Apareció por la noche, sombrío, desgreñado, con el entrecejo fruncido y los ojos soñolientos. Sin mirarme, se acercó a los arcones, vio el trabajo que yo había hecho y tumbóse, sin hablar, en el suelo.

- ¿La viste?

- Para eso salí.

- Y, ¿qué?

- Nada.

Era evidente que Konovalov no quería hablar. Pensé que aquel mal humor duraría poco, y no le importuné preguntándole. Permaneció silencioso aquel día, dirigiéndome únicamente algunas frases breves referentes al trabajo. Hubiérase dicho que algo se había extinguido en él. Trabajaba con lentitud y de mala gana, como entorpecido por sus pensamientos. Por la noche me dijo:

- Léeme algo de Stenka.

Sabiendo que la descripción del tormento era lo que más le impresionaba, escogí aquel trozo. Escuchaba tendido boca arriba, mirando sin pestañear la bóveda del techo.

- Stenka ha muerto. Acabaron con ese hombre -dijo pausadamente Konovalov -. Sin embargo, en aquel tiempo se podía vivir. Se era libre. Había sitio para desperezarse, ámbito para esplayar el alma. Ahora sólo hay sosiego y sumisión ... Examinándolo bien, se advierte que la vida está muy bien organizada. ¡Libros, escuelas! Y, sin embargo, el hombre vive sin protección alguna y nadie se cuida de él. No debe hacerse daño a nadie, y es imposible dejar de hacerlo. Las calles de las ciudades están limpias, pero las almas de las gentes están turbias. Nadie comprende nada.

- ¡Sacha! ¿Qué harás con Capitolina?

- ¿Qué? ¿Con Capa? ¡Se acabó!

Hizo un ademán resuelto.

- ¿Fuiste tú quien rompió?

- ¿Yo? No ... Ella fue la que rompió conmigo mismo.

- ¿Cómo?

- Muy sencillo; ha vuelto a las andadas. Está como estaba. Sólo que antes no se emborrachaba, y ahora sí ... Saca los panes, voy a dormir.

Callamos ambos. La lámpara echaba humo, y la corteza del pan crujía en los estantes al secarse. En la calle, frente a nuestras ventanas, hablaban los serenos. Oíase un ruido extraño; era como el chiridó de una falleba o como el gemido de una persona. Saqué los panes y me acosté; pero no pude dormir y quedé con los ojos entornados, escuchando los rumores de la noche. De repente vi que Konovalov se levantaba. Cogió el libro de Kostomarov y lo aproximó a sus ojos. Veía perfectamente su rostro preocupado, veía cómo pasaba el dedo por sobre las líneas, cómo movía la cabeza, volvía las páginas, las miraba fijamente, y después me miraba a mí. Algo extraño e insólito revelaban sus facciones preocupadas y adelgazadas. Me miró largo rato.

No pude contenerme y le pregunté qué hacía.

- Pensé que dormías -contestó turbado.

Sentóse a mi lado y me habló vacilando.

- Quería preguntarte si en algún libro pudiera hallar indicaciones sobre el orden de la vida, sobre lo que hay que hacer ... Quisiera que me explicaran qué acciones son malas, y cuáles inofensivas ... Cree que me preocupan mis acciones ... Aquellas que creía buenas, a lo mejor resultan malas. Esto me ha sucedido con Capa.

Suspiró profundamente y continuó su interrogatorio:

- Mira a ver si me encuentras un libro tal como yo lo quiero. Si lo encuentras me lo leerás.

Reinó un corto silencio.

- ¡Máximo ...!

- ¿Qué?

- ¡Cómo me ha maltratado Capitolina!

- Olvídalo.

- Ciertamente ... Pero en fin, dime, ¿estaba en su derecho?

El problema era espinoso. Después de reflexionar, contesté afirmativamente.

- Eso mismo pienso yo; sí, tenía razón -exclamó Konovalov con tristeza.

Dio una vuelta sobre la estera, se levantó muchas veces, fumó, sentose a la ventana y se tendió de nuevo. Me dormí, y al despertarme no le vi en el taller. Volvió a la noche. Hubiérase dicho que estaba cubierto de una especie de polvo y que, en su mirada turbia, había algo 1nmutable. Tirando a un lado la gorra, suspiró y se sentó junto a mí.

- ¿Donde has estado?

- Con Capa.

- Y ¿qué?

- Hemos acabado, hermano, ya te lo había dicho. No se puede hacer nada con mujeres de esa calaña.

Procuré distraerle hablando de la fuerza de la costumbre y de otras cosás por el estilo. Konovalov callaba con obstinación y miraba al suelo.

- No se trata de eso. No soy más que un hombre contagiado. No merezco vivir. Cuando me acerco a alguien, le contagio el mal. Llevo dentro de mí la desgracia. ¿A quién proporcioné placer en este mundo? A nadie. Y he tratado a muchos. Soy una calamidad.

- ¡Qué tontería!

- Es la verdad -dijo con un ademán que expresaba su convicción.

Traté en vano de disuadirle; pero de mis razonamientos no sacaba en claro más que era un hombre que no sabía adaptarse a las conveniencias sociales. Su rostro estaba demacrado y sus ojos habían perdido la expresión infantil.

- ¿Qué tienes, Sacha? -le pregunté.

- Nada, que empieza la crisis. Dentro de poco beberé aguardiente. Ya siento como un ascua en el pecho. A no ser por esta aventura, me hubiera contenido, pero ahora ... Las personas inteligentes debían explicar a los otros las acciones necesarias para que no se turbe el orden social, porque, sin orden, la sociedad no es posible. ¿Verdad?

Ensimismado en este pensamiento, no escuchaba mis reflexiones. Un día, oyendo por centésima vez mis proyectos de reorganización social, casi se enfadó.

- ¡Mira! Ya sé esa historia ... No se trata de la vida, sino del hombre. Lo principal es el hombre, ¿entiendes? Según tú, mientras todo se transforma, el hombre ha de parecer inmutable. Pues no es eso. A él debes transformarlo, enseñarle su camino. Todo lo demás es una farsa.

Protesté; él se exaltaba, poníase sombrío y exclamaba de mal talante:

- ¡Déjame en paz!

Partió una tarde, y no volvió en toda la noche ni al día siguiente. Apareció el patrón grave y preocupado, y me dijo:

- Sacha se divierte. Está en la Pared. Tendremos que buscar otro amasador.

- Tal vez vuelva.

- No lo creo -repuso el patrón-; conózcole demasiado bien.

Fui a la Pared, tabernucho ingeniosamente empotrado en una pared de gruesas piedras. No había ventanas, y la luz penetraba por una claraboya. Era, en fin, un agujero abierto en el suelo y tapado con tablones. Estaba impregnado de olor a tierra, a tabaco malo y a aguardiente, perfumes todos los que a la media hora mareaban. Pero los concurrentes, sombríos personajes sin ocupación conocida, estaban acostumbrados y permanecían allí todo el día, esperando algún obrero borracho para desplumarle.

Konovalov se había sentado ante una gran mesa redonda, en el centro de la taberna, rodeada de seis individuos respetuosos y vilmente aduladores, que vestían fantásticos trajes harapientos, con caras de bandidos de Hoffman.

Bebían cerveza y aguardiente mezclados, y comían algo así como bizcochos de lodo seco.

- Beban amigos, beban cuanto puedan. Tengo dinero y ropa. Me durará tres días. ¡Lo beberemos todo y amén! No quiero trabajar más ni permanecer en este país.

- ¡Esta ciudad es detestable! -dijo otro que parecía interrogar al techo y que añadió-: No hemos venido a este mundo para trabajar.

Gritaron todos a un tiempo, para probar a Konovalov que tenían derecho a beber de un modo desmedido, y a elevar este derecho hasta el deber de beberlo todo con ellos.

- ¡Hola, Máximo! -exclamó Konovalov-. Toma, fariseo, ¡bebe! ya he descarrilado por completo, hermano. ¡Se acabó! Quiero beberlo todo ... Cuando no me quede más que el pelo, haré alto. ¿Quieres beber?

No estaba ebrio aún, pero sus ojos azules brillaban con un resplandor de desesperado aburrimiento, y su soberbia barba, que le cubría el pecho, como un abanico de seda se le movía a causa del temblor nervioso de la mandíbula. Tenía desabrochada la camisa, y en su frente blanca centelleaban gotitas de sudor, y su mano, tendida hacia mí con un vaso de cerveza, no parecía muy firme.

- ¡Vámonos, Sacha! -dije poniéndole la mano en el hombro.

- ¿Marcharme? -y se echó a reír-. Si hubieras venido diez años antes y me lo hubieras dicho, quizá ..., pero ahora, tanto vale continuar; ¿por qué no? Comprendo todo lo que ocurre y no comprendo nada, y no conozco siquiera mi camino ... Siento y bebo porque no puedo hacer nada mejor ... ¡Bebe también!

Sus compañeros me examinaban con desagrado, y los seis pares de ojos me miraron con aire de reto. ¡Pobres! Temían que me llevase a Konovalov y se terminara el festín que esperaban tal vez hacía una semana.

- ¡Hermanos! es mi camarada ¡Un sabio que el diablo confunda! ¿Que me dices, Pila? Este, hermanos, no es un libro, sino sangre y lágrimas. ¡Ah! Pila, soy yo ... Máximo, y Cissoiko también soy yo ... Te lo juro. Ya está explicado.

Con los ojos desmesuradamente abiertos, me miraba con espanto, y su labio inferior temblaba nerviosamente. De mala gana me hicieron un lado y me senté junto a Konovalov, en el mismo instante en que tomaba un vaso de cerveza con aguardiente. Deseaba sin duda aturdirse en seguida, por medio de aquel brebaje. Después de beber, tomó una de aquellas tajadas de buey que parecían arcilla cocida, la miró y la tiró por encima de su hombro contra la pared. Sus compañeros gruñían como una jauría hambrienta que huele la presa.

- Soy hombre al agua ... ¿Por qué me echó mi madre al mundo? ¡Quién sabe! Adiós Máximo, ya que no quieres beber conmigo. No volveré a la panadería. El amo me debe dinero. Pídeselo, tráelo y lo beberé. No, guárdalo para libros, ¿quieres? Sí, tómalo. ¿No? ¡Pues eres un marrano! ¡Vete, vete!

Se embriagaba y sus miradas eran feroces.

Los compañeros estaban dispuestos a echarme a puntapiés. Sin esperarlo me marché. Tres horas después entraba de nuevo en la Pared. El grupo de Konovalov había aumentado. Todos estaban borrachos: él menos que los otros. Cantaba, con los codos apoyados en la mesa, y miraba el cielo por la claraboya. Le escuchaban los borrachos en diferentes actitudes. Algunos eructaban. Konovalov cantaba con voz de barítono que, en las notas altas degeneraba en falsete, como les sucede a los obreros. Ocho rostros estúpidos y colorados le miraban, y de cuando en cuando se oían gruñidos y regüeldos.

La voz de Konovalov vibraba, lloraba y gemía, y producía tristeza ver a aquel buen muchacho cantando su lamentable canción.

Aquella atmósfera, las caras abortagadas y sudorosas, las dos lámparas de las paredes negras de barro y de humo de la taberna, su pavimento de tierra y la sombra que invadía aquel agujero, todo era fantásticamente horrible. Creyérase que aquella gente estaba enterrada viva, y que uno de ellos, cantaba por última vez, antes de morir, dando un adiós al cielo. Una tranquila desesperación, un hastío sin límites vibraban en el canto de mi compañero.

- ¿Estás aquí, Máximo? ¿Quienes ser mi essaul (Vocablo para designar, entre los cosacos del Don, el grado superior)?. Ven, amigo mío -dijo tendiéndome la mano e interrumpiendo la elegía-. Estoy dispuesto, hermano ... Juntemos una horda; encontraremos gente de sobra. ¡Esto no es nada! llamaremos a Pila y Cissoiko y les daremos de comer. ¿Qué te parece? ¿Quieres? Tú traerás los libros y nos leerás Stenka y los demás. ¡Ah! ¡Qué triste, qué triste estoy!

Golpeó con toda su fuerza la mesa, los vasos y botellas bailaron, y los borrachos, despertándose, llenaron la taberna de un ruido infernal.

- ¡Beban, camaradas! -gritó Konovalov-, beban cuando puedan.

Me fui. Detúveme en la puerta, y oí que Konovalov espetaba discursos con lengua estropajosa. Cuando volvió a cantar, me marché de la taberna.

Dos días más tarde, Konovalov había desaparecido de la ciudad.

Tiempo después le vi de nuevo.

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