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Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel hogar. Ella defendíase con los niños, a los que siempre procuraba tener presentes, y le excitaba a él a que saliese a distraerse. Él, por su parte, extremaba sus caricias a los hijos y no hacía sino hablarles de su madre, de su pobre madre. Cogía a la niña y allí, delante de la tía, se la devoraba a besos.

-No tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a la pobre criatura. Y eso, permíteme que te lo diga, no es natural. Bien está que hagas que me llamen tía y no mamá, pero no tanto; repórtate.

-¿Es que yo no he de tener el consuelo de mis hijos?

-Sí, hijo, sí; pero lo primero es educarlos bien.

-¿Y así?

-Hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles. Y mira que los niños adivinan ...

-¿Y qué culpa tengo yo ...?

-¿Pero es que puede haber para unos niños, hombre de Dios, un hogar mejor que éste? Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a todas horas, un hogar donde nunca hay que cerrarles puerta alguna, un hogar sin misterios. ¿Quieres más?

Pero él buscaba acercarse a ella, hasta rozarla. Y alguna vez le tuvo que decir en la mesa:

-No me mires así, que los niños ven.

Por las noches solía hacerles rezar por mamá Rosa, por mamita, para que Dios la tuviese en su gloria. Y una noche, después de este rezo y hallándose presente el padre, añadió:

Ahora, hijos míos, un padrenuestro y avemaría por papá también.

-Pero papá no se ha muerto, mamá Tula.

-No importa, porque se puede morir ...

-Eso, también tú.

-Es verdad; otro padrenuestro y avemaría por mí entonces.

Y cuando los niños se hubieron acostado, volviéndose a su cuñado le dijo secamente:

-Esto no puede ser así. Si sigues sin reportarte tendré que marcharme de esta casa aunque Rosa no me lo perdone desde el cielo.

-Pero es que ...

-Lo dicho; no quiero que ensucies así, ni con miradas, esta casa tan pura y donde mejor pueden criarse las almas de tus hijos. Acuérdate de Rosa.

-¿Pero de qué crees que somos los hombres?

-De carne y muy brutos.

-¿Y tú, no te has mirado nunca?

-¿Qué es eso? -y se le demudó el rostro sereno.

-Que aunque no fueses, como en realidad lo eres, su madre, ¿tienes derecho, Gertrudis, a perseguirme con tu presencia? ¿Es justo que me reproches y estés llenando la casa con tu persona, con el fuego de tus ojos, con el son de tu voz, con el imán de tu cuerpo lleno de alma, pero de un alma llena de cuerpo?

Gertrudis, toda encendida, bajaba la cabeza y se callaba, mientras le tocaba a rebato el corazón.

-¿Quién tiene la culpa de esto?, dime.

-Tienes razón, Ramiro, y si me fuese, los niños piarían por mí, porque me quieren ...

-Más que a mí -dijo tristemente el padre.

-Es que yo no les besuqueo como tú ni les sobo, y cuando les beso, ellos sienten que mis besos son más puros, que son para ellos solos ...

-Y bien, ¿quién tiene la culpa de esto?, repito.

-Bueno, pues. Espera un año, esperemos un año; déjame un año de plazo para que vea claro en mí, para que veas claro en ti mismo, para que te convenzas ...

-Un año ..., un año ...

-¿Te parece mucho?

-¿Y luego, cuando se acabe?

-Entonces ..., veremos ...

-Veremos ..., veremos ...

-Yo no prometo más.

-Y si en este año ...

-¿Qué? Si en este año haces alguna tontería ...

-¿A qué llamas hacer una tontería?

-A enamorarte de otra y volverte a casar.

-Eso ..., ¡nunca!

-Qué pronto lo dijiste ...

-Eso ..., ¡nunca!

-¡Bah!, juramentos de hombres ...

-Y si así fuese, ¿quién tendrá la culpa?

-¿Culpa?

-¡Sí, la culpa!

-Eso sólo querría decir ...

-¿Qué?

-Que no le quisiste, que no le quieres a tu Rosa como ella te quiso a ti, como ella te habría querido de haber sido ella la viuda ...

-No, eso querría decir otra cosa, que no es ...

-Bueno, basta. ¡Ramirín!, ¡ven acá, Ramirín! Anda, corre.

Y así se aplacó aquella lucha.

Y ella continuaba su labor de educar a sus sobrinos. No quiso que a la niña se le ocupase demasiado en aprender costura y cosas así. ¿Labores de su sexo? -decía-, no, nada de labores de su sexo; el oficio de una mujer es hacer hombres y mujeres, y no vestirlos.

Un día que Ramirín soltó una expresión soez que había aprendido en la calle y su padre iba a reprenderle, interrumpióle Gertrudis, diciéndole bajo:

No, déjalo; hay que hacer como si no se ha oído; debe de haber un mundo de que ni para condenarlo hay que hablar aquí.

Una vez que oyó decir de una que se quedaba soltera que quedaba para vestir santos, agregó: ¡O para vestir almas de niños!

-Tulita es mi novia -dijo una vez Ramirín.

-No digas tonterías; Tulita es tu hermana.

-¿Y no puede ser novia y hermana?

-No.

-¿Y qué es ser hermana?

-¿Ser hermana? Ser hermana es ...

-Vivir en la misma casa -acabó la niña.

Un día llegó la niña llorando y mostrando un dedo en que le había picado una abeja. Lo primero que se le ocurrió a la tía fue ver si con su boca, chupándoselo, podía extraerle el veneno como había leído que se hace con el de ciertas culebras. Luego declararon los niños, y se les unió el padre, que no dejarían viva a ninguna de las abejas que venían al jardín, que las perseguirían a muerte.

-No, eso sí que no -exclamó Gertrudis-; a las abejas no las toca nadie.

-¿Por qué? ¿Por la miel? -preguntó Ramiro.

-No las toca nadie, he dicho.

-Pero si no son madres, Gertrudis.

-Lo sé, lo sé bien. He leído en uno de esos libros tuyos lo que son las abejas, lo he leído. Sé lo que son las abejas estas, las que pican y hacen la miel; sé lo que es la reina y sé también lo que son los zánganos.

-Los zánganos somos nosotros, los hombres.

-¡Claro está!

-Pues mira, voy a meterme en política; me van a presentar candidato a diputado provincial.

-¿De veras? -preguntó Gertrudis, sin poder disimular su alegría.

-¿Tanto te place?

-Todo lo que te distraiga.

-Faltan once meses, Gertrudis ...

-¿Para qué?, ¿para la ¿elección?

-¡Para la elección, sí!

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