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8
Gertrudis, que se había instalado en casa de su hermana desde que ésta dio por última vez a luz y durante su enfermedad última, le dijo un día a su cuñado:
-Mira, voy a levantar mi casa.
El corazón de Ramiro se puso al galope.
-Sí -añadió ella-, tengo que venir a vivir con vosotros y a cuidar de los chicos. No se le puede, además, dejar aquí sola a esa buena pécora del ama.
-Dios te lo pague, Tula.
-Nada de Tula, ya te lo tengo dicho; para ti soy Gertrudis.
-¿Y qué más da?
-Yo lo sé.
-Mira, Gertrudis ...
-Bueno, voy a ver qué hace el ama.
A la cual vigilaba sin descanso. No le dejaba dar el pecho al pequeñito delante del padre de éste, y le regañaba por el poco recato y mucha desenvoltura con que se desabrochaba el seno.
-Si no hace falta que enseñes eso así; en el niño es en quien hay que ver si tienes o no leche abundante.
Ramiro sufría y Gertrudis le sentía sufrir.
-¡Pobre Rosa! -decía de continuo.
Ahora los pobres son los niños y es en ellos en quienes hay que pensar ...
-No basta, no. Apenas descanso. Sobre todo por las noches la soledad me pesa; las hay que las paso en vela.
-Sal después de cenar, como salías de casado últimamente, y no vuelvas a casa hasta que sientas sueño. Hay que acostarse con sueño.
-Pero es que siento un vacío ...
-¿Vacío teniendo hijos?
-Pero ella es insustituible ...
-Así lo creo ... Aunque vosotros los hombres ...
-No creí que la quería tanto ...
-Así nos pasa de continuo. Así me pasó con mi tío y así me ha pasado con mi hermana, con tu Rosa. Hasta que ha muerto tampoco yo he sabido lo que la quería. Lo sé ahora en que cuido a sus hijos, a vuestros hijos. Y es que queremos a los muertos en los vivos ...
-¿Y no acaso a los vivos en los muertos ...?
-No sutilicemos.
Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón, diciéndose: Para que se vaya el olor a hombre. Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre algún niño delante.
Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los juegos de los pequeñuelos.
-Es que yo soy chico y tú no eres más que chica -oyó que le decía un día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita.
-Ramirín, Ramirín -le dijo la tía--, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser bruto, a ser hombre?
Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo:
-He sorprendido tu secreto, Gertrudis.
-¿Qué secreto?
-Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo.
-Pues bien, sí, es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz y acabó por darme lástima.
-Y tan oculto que lo teníais ...
-¿Para qué declararlo?
-Y sé más.
-¿Qué es lo que sabes?
-Que le has despedido.
-También es cierto.
-Me ha enseñado él mismo tu carta.
-¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al fin!
Ramiro, en efecto, había visto una carta de su cuñada, a Ricardo, que decía así:
Mi querido Ricardo: No sabes bien qué días tan malos estoy pasando desde que murió la pobre Rosa. Estos últimos han sido terribles y no he cesado de pedir a la Virgen Santísima y a su Hijo que me diesen fuerzas para ver claro en mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo, pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos que cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú que eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te olvidará.
Gertrudis
¿Y ahora? añadió Ramiro, a pesar de esto Ricardo quiere verte.
¿Es que yo me oculto acaso?
No, pero ...
-Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa.
-Nuestra casa, Gertrudis, nuestra ...
-Nuestra, sí, y de nuestros hijos ...
-Si tú quisieras ...
-¡No hablemos de eso! -Y se levantó.
Al siguiente día se le presentó Ricardo.
-Pero, por Dios, Tula.
-No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha.
-Pero, por Dios -y se le quebró la voz.
-¡Sé hombre, Ricardo, sé fuerte!
-Pero es que ya tienen padre ...
-No basta; no tienen madre ..., es decir, sí la tienen.
-Puede él volver a casarse.
-¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra.
-¿Y si llegases a serlo tú, Tula?
-¿Cómo yo?
-Sí, tú: casándote con él, con Ramiro.
-¡Eso nunca!
-Pues yo sólo así me lo explico.
-Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a ésos tengo. ¿Y más hijos, más? Eso nunca. Bastan éstos para bien criarlos.
-Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir aquí por eso.
-Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que yo te lo diga. Se separaron para siempre.
-¿Y qué? -le preguntó luego Ramiro.
-Que hemos acabado; no podía ser de otro modo.
-Y que has quedado libre ...
-Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme.
-Gertrudis ..., Gertrudis -y su voz temblaba de súplica.
-Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los hijos de Rosa ...
-Y tuyos ..., ¿no dices así?
-¡Y míos, sí!
-Pero si tú quisieras ...
-No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos.
-¿Menos? -y se le abrió el pecho.
-Si, menos.
-¿Y cómo no fuiste monja?
-No me gusta que me manden.
-Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora.
-Menos me gusta, mandar. ¿Ramirin?
El niño acudió al reclamo. Y cogiéndole su tía le dijo: ¡Vamos a jugar al escondite, rico!
-Pero Tula ...
-Te he dicho -y para decirle esto se le acercó, teniendo cogido de la mano al niño, y se lo dijo al oído- que no me llames Tula, y menos delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los pequeños.
-¿En qué les falto al respeto?
-En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos ...
-Pero si no comprenden ...
-Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprende, lo comprenderá mañana. Cada cosa de éstas que ve u oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto. ¡Y basta!
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