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A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado -quería que fuese limpio a la tumba- con el mismo esmero con que había envuelto en pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo. Nunca habría creído que le quisiese tanto -se dijo-; era un bendito; de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era tan sencillo!

-Fue nuestro padre -le dijo a su hermana- y jamás le oímos una palabra más alta que otra.

-¡Claro! -exclamó Rosa-; como que siempre nos dejó hacer nuestra santísima voluntad.

-Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra voluntad. Fue nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la transparencia de su vida, tan sencilla, tan clara ...

-Es verdad, sí -dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas-, como sencillo no he conocido otro.

-Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más limpio que éste.

-¿Qué quieres decir con eso, Tula?

-Él nos llenó la vida casi silenciosamente, casi sin decirnos palabra, con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre, nuestra abuela, a la que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre y en aquel rosario te enseñó a serlo.

-¡Y a ti, Tula, a ti! -exclamó entre sollozos Rosa.

-¿A mí?

-¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos?

-Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que las pobres beatas lloraban algunas veces al oírle predicar sin percibir ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario!

Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y rezaron el mismo rosario que con él hablan rezado durante tantos años, con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron, primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y abrazáronse luego con los ojos ya enjutos.

-Y ahora -le dijo Gertrudis a su hermana al oído- a querer mucho a tu marido, a hacerle dichoso y ... ¡a darnos muchos hijos!

-Y ahora -le respondió Rosa- te vendrás a vivir con nosotros, por supuesto.

-¡No, eso no! -exclamó súbitamente la otra.

-¿Cómo que no? Y lo dices de un modo ...

-Sí, sí, hermana; perdóname la viveza, perdónamela, ¿me la perdonas? -e hizo mención, ante el cadáver, de volver a arrodillarse.

-Vaya, no te pongas así, Tula, que no es para tanto. Tienes unos prontos ...

-Es verdad, pero me los perdonas, ¿no es verdad, Rosa?, me los perdonas.

-Eso ni se pregunta. Pero te vendrás con nosotros ...

-No insistas, Rosa, no insistas ...

-¿Qué? ¿No te vendrás? Dejarás a tus sobrinos, más bien tus hijos casi ...

-Pero si no los he dejado un día ...

-¿Te vendrás?

-Lo pensaré. Rosa, lo pensaré ...

-Bueno, pues no insisto.

Pero a los pocos días insistió, y Gertrudis se defendía.

-No, no; no quiero estorbaros ...

-¿Estorbarnos? ¿Qué dices, Tula?

-Los casados casa quieren.

-¿Y no puede ser la tuya también?

-No, no; aunque tú no lo creas, yo os quitaría libertad. ¿No es así, Ramiro?

-No ..., no veo ... -balbuceó el marido confuso, como casi siempre le ocurría, ante la inesperada interpelación de su cuñada.

-Sí, Rosa; tu marido, aunque no lo dice, comprende que un matrimonio, y más un matrimonio joven como vosotros y en plena producción, necesita estar solo. Yo, la tía, vendré a mis horas a ir enseñando a vuestros hijos todo aquello en que no podáis ocuparos.

Y allá seguía yendo, a las veces desde muy temprano, encontrándose con el niño ya levantado, pero no así sus padres. Cuando digo que hago yo aquí falta, se decía.

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