Índice de La tia Tula de Miguel de UnamunoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Venía ya el tercer hijo al matrimonio. Rosa empezaba a quejarse de su fecundidad. Vamos a cargarnos de hijos, decía. A lo que su hermana: Pues para qué os habéis casado?

El embarazo fue molestísimo para la madre y tenía que descuidar más que antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía, encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de un día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la vieja criada que fue de don Primitivo, y donde los retenía. Y los pequeñuelos se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y grave.

Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos de su mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba más.

-¡Qué pesado y molesto es esto! -decía.

-¿Para ti? -le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o sobrina que de seguro tenía en el regazo.

-Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.

-¡Bah! No será al fin nada. La naturaleza es sabia.

-Pero tantas veces va el cántaro a la fuente ...

-¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!

Ramiro se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada, que rehuía darle su nombre, mientras él en cambio se complacía en llamarla por el familiar Tula.

-¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!

-¿De veras? -y levantando los ojos se los clavó en los suyos.

-De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros ...

-¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?

-Claro. ¡Lo que es por la edad!

-¿Pues por qué ha de quedar?

-Como no te veo con afición a ello ...

-¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?

-Bueno; es que ...

-Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?

-No, no es eso.

-Sí, eso es.

-Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado ...

-Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que esperar ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.

-¿Qué es eso de que estáis hablando? -dijo Rosa acercándose y dejándose caer abatida en un sillón.

-Nada, discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio.

-¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.

-¡Pero, mujer!

-Anda, ven, sosténme, que apenas puedo ponerme en pie. Voy a echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo.

Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en éste con ella y cogiéndole con la otra mano, con la diestra, de su diestra, se fue lentamente, así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto, serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, a tiíta Tula, se echó a llorar también.

-Vamos, no llores; vamos a jugar.

De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.

-Tengo malos presentimientos, Tula.

-No hagas caso de agüeros.

-No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin sangre.

-Ella volverá.

-Por de pronto ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula, ¡eso me aterra!

Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.

-¡Esto se va! -pronunció un día el médico.

Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada:

-Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la cabeza que tiene que morirse, y ¡es claro! así se morirá. ¿Por qué no le animas y le convences a que viva?

-Eso tú, hijo, tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir, ¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del ama.

Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo, viéndolo todo como a través de una niebla.

Una tarde llamó a solas a su hermana, y en frases entrecortadas, con un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano:

-Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí te los dejo, Tula.

-Deberes ..., deberes ...

-Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva.

-Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti.

-Pues no lo dudes.

-¡Es decir, que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón, no tendrán madrastra!

-¿Qué quieres decir con eso, Rosa?

-Que como Ramiro volverá a pensar en casarse ... es lo natural ... tan joven ... y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé ... pues que ...

-¿Qué quieres decir?

-Que serás tú su mujer, Tula.

-Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si tú le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre ...

-No, tú me has dicho que no tendrán madrastra.

-¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra!

-Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no tengo celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo. Acaso ...

-¿Y por qué ha de volver a casarse?

-¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido ...

-No, no le conozco.

-¡Pues yo sí!

-Quién sabe ...

La pobre enferma se desvaneció.

Poco después llamaba a su marido. Y al salir éste del cuarto iba desencajado y pálido como un cadáver.

La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de gotas, destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de cría para el pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y Gertrudis, dejando que su hermana se adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía sino agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito. Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole a biberón.

-¿Y esa ama?

-¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!

-Mira, Tula -empezó Ramiro.

-¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un momento a otro; vete, que allí es tu puesto, y déjame con el niño!

-Pero, Tula ...

-Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!

Ramiro se fue. Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno de sus pechos de doncella que arrebolado todo él le retemblaba como con fiebre, le retemblaba por los latidos del corazón -era el derecho-, puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del pequeñuelo. Y éste gemía más estrujando entre sus pálidos labios el conmovido pezón seco.

-Un milagro, Virgen Santísima -gemía Gertrudis con los ojos velados por las lágrimas-; un milagro, y nadie lo sabrá, nadie.

Y apretaba como una loca al niño a su seno.

Oyó pasos y luego que intentaban abrir la puerta. Metióse el pecho, lo cubrió, se enjugó los ojos y salió a abrir. Era Ramiro, que le dijo:

-¡Ya acabó!

-Dios la tenga en su gloria. Y ahora, Ramiro, a cuidar de éstos.

-¿A cuidar? Tú ..., tú ..., porque sin ti ...

-Bueno, ahora a criarlos, te digo.

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