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En el parto de Rosa, que fue durísimo, nadie estuvo más serena y valerosa que Gertrudis. Creeríase que era una veterana en asistir a trances tales. Llegó a haber peligro de muerte para la madre o la cría que hubiera de salir, y el médico llegó a hablar de sacársela viva o muerta.

-¿Muerta? -exclamó Gertrudis-; ¡eso sí que no!

-¿Pero no ve usted -exclamó el médico- que aunque se muera el crío queda la madre para hacer otros, mientras que si se muere ella no es lo mismo?

Pasó rápidamente por el magín de Gertrudis replicarle que quedaban otras madres, pero se contuvo e insistió:

-Muerta, ¡no!, ¡nunca! Y hay, además, que salvar un alma.

La pobre parturienta ni se enteraba de cosa alguna. Hasta que, rendida al combate, dio a luz un niño. Recogiólo Gertrudis con avidez, y como si nunca hubiera hecho otra cosa, lo lavó y envolvió en sus pañales.

-Es usted comadrona de nacimiento -le dijo el médico.

Tomó la criaturita y se la llevó a su padre, que en un rincón, aterrado y como contrito de una falta, aguardaba la noticia de la muerte de su mujer.

-¡Aquí tienes tu primer hijo, Ramiro; míralo qué hermoso!

Pero al levantar la vista el padre, libre del peso de su angustia, no vio sino los ojazos de su cuñada, que irradiaban una luz nueva, más negra, pero más brillante que la de antes. Y al ir a besar a aquel rollo de carne que le presentaban como su hijo, rozó su rodilla, encendida, con la de Gertrudis.

-Ahora -le dijo tranquilamente ésta- ve a dar las gracias a tu mujer, a pedirle perdón y a animarla.

-¿A pedirle perdón?

-Sí, a pedirle perdón.

-¿Y por qué?

-Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a éste -y al decirlo apretábalo contra su seno palpitante-, corre ya de mi cuenta, y o poco he de poder o haré de él un hombre.

La casa le daba vueltas en derredor a Ramiro. Y del fondo de su alma salíale una voz diciendo: ¿Cuál es la madre?

Poco después ponía Gertrudis cuidadosamente el niño al lado de la madre, que parecía dormir extenuada y con la cara blanca como la nieve. Pero Rosa entreabrió los ojos y se encontró con los de su hermana. Al ver a ésta una corriente de ánimo recorrió el cuerpo todo victorioso de la nueva madre.

-¡Tula! -gimió.

-Aquí estoy, Rosa, aquí estaré. Ahora descansa. Cuando sea le das de mamar a este crío para que se calle. De todo lo demás no te preocupes.

-Creí morirme, Tula. Aun ahora me parece que sueño muerta. Y me daba tanta pena de Ramiro ...

-Cállate. El médico ha dicho que no hables mucho. El pobre Ramiro estaba más muerto que tú. ¡Ahora, ánimo, y a otra!

La enferma sonrió tristemente.

-Éste se llamará Ramiro, como su padre -decretó luego Gertrudis en pequeño consejo de familia-, y la otra, porque la siguiente será niña, Gertrudis como yo.

-¿Pero ya estás pensando en otra -exclamó don Primitivo- y tu pobre hermana de por poco se queda en el trance?

-¿Y qué hacer? -replicó ella-; ¿para qué se han casado si no? ¿No es así, Ramiro? -y le clavó los ojos.

-Ahora lo que importa es que se reponga -dijo el marido sobrecogiéndose bajo aquella mirada.

-¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto.

-Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido comadrona.

-Toda mujer nace madre, tío.

Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento. ¿Querré yo a mi mujer como se merece?, se decía.

-Y ahora, Ramiro -le dijo su cuñada-, ya puedes decir que tienes mujer.

Y a partir de entonces no faltó Gertrudis un solo día de casa de su hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que su madre pudiera hacerlo.

La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se le mostraba esquivo.

-Temí por tu vida -le dijo su marido- y estaba aterrado. Aterrado y desesperado y lleno de remordimiento.

-Remordimiento, ¿por qué?

-¡Si llegas a morirte me pego un tiro!

-¡Quia!, ¿a qué? Cosas de hombres, que diría Tula. Pero eso ya pasó y ya sé lo que es.

-¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?

-¿Escarmentada? -y cogiendo a su marido, echándole los brazos al cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento que se lo quemaba-: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y aunque me mates!

Gertrudis en tanto arrollaba al niño, celosa de que no se percatase -¡inocente!- de los ardores de sus padres.

Era como una preocupación en la tía la de ir sustrayendo al niño, ya desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello desde luego una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con su niño en brazos.

Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía:

-Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido ...

-Pero, Tula ...

-Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a éste.

-Tienes, Tula, una manera de decir las cosas ...

-No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a Dios que podamos así repartirnos el trabajo.

-Tula ... Tula ...

-Ramiro ... Ramiro ... Rosa.

La madre se amoscaba, pero iba a su marido.

Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.

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