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3

Don Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese que tenía muy poco de natural.

Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía la soledad.

-Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora es cuando comprendo lo que te quería. Y poníase a abrazarla y besuquearla.

-Sí, sí -le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente-; vuestra felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que otros se dan cuenta de ella.

Íbase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de cariño, y luego a su marido, que, por su parte, aparecía como avergonzado ante su cuñada.

-Mira -llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas señales-, no te pongas así, tan babosa. No parece sino que has inventado lo del matrimonio.

Un día vio un perrito en la casa.

-Y esto ¿qué es?

-Un perro, chica, ¿no lo ves?

-¿Y cómo ha venido?

-Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto, me dio lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo -y lo acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico.

-Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que le mates me parece una crueldad.

-¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití -y al decirlo apechugaba contra su seno al animalito-, me dicen que te eche. ¿Adónde irás tú, pobrecito?

-Vamos, vamos, no seas chiquilla y no lo tomes así. ¿A que tu marido es de mi opinión?

-¡Claro, en cuanto se lo digas! Como tú eres la sabia ...

-Déjate de esas cosas y deja al perro.

-Pero ¿qué? ¿Crees que tendrá Ramiro celos?

-Nunca creí, Rosa, que el matrimonio pudiese entontecer así.

Cuando llegó Ramiro y se enteró de la pequeña disputa por lo del perro, no se atrevió a dar la razón ni a la una ni a la otra, declarando que la cosa no tenía importancia.

-No, nada la tiene y la tiene todo, según -dijo Gertrudis-. Pero en eso hay algo de chiquillada, y aún más. Serás capaz, Rosa, de haberte traído aquella pepona que guardas desde que nos dieron dos, una a ti y a mí otra, siendo niñas, y serás capaz de haberla puesto ocupando su silla ...

-Exacto; allí está, en la sala, con su mejor traje, ocupando toda una silla de respeto. ¿La quieres ver?

-Así es -asintió Ramiro.

-Bueno, ya la quitarás de allí ...

-Quia, hija, la guardaré ...

-Sí, para juguete de tus hijas ...

-¡Qué cosas se te ocurren, Tula ...! -y se arreboló.

-No, es a ti a quien se te ocurren cosas como la del perro.

Y tú -exclamó Rosa, tratando de desasirse de aquella inquisitoria que le molestaba- ¿no tienes también tu pepona? ¿La has dado, o deshecho acaso?

-No -respondióle resueltamente su hermana-, pero la tengo guardada.

-¡Y tan guardada que no se la he podido descubrir nunca ...!

-Es que Gertrudis la guarda para sí sola -dijo Ramiro sin saber lo que decía.

-Dios sabe para qué la guardo. Es un talismán de mi niñez.

El que iba poco, poquísimo, por casa del nuevo matrimonio era el bueno de don Primitivo. El onceno no estorbar -decía.

Corrían los días, todos iguales, en una y otra casa. Gertrudis se había propuesto visitar lo menos posible a su hermana, pero ésta venía a buscarla en cuanto pasaba un par de días sin que se viesen.

-¿Pero qué, estás mala, chica? ¿O te sigue estorbando el perro? Porque si es así, mira, le echaré. ¿Por qué me dejas así, sola?

-¿Sola, Rosa? ¿Sola? ¿Y tu marido?

-Pero él se tiene que ir a sus asuntos ...

-O los inventa ...

-¿Qué?, ¿es que crees que me deja aposta? ¿Es que sabes algo? ¡Dilo, Tula, por lo que más quieras, por nuestra madre dímelo!

-No, es que os aburrís de vuestra felicidad y de vuestra soledad. Ya le echarás el perro o si no te darán antojos, y será peor.

-No digas esas cosas.

-Te darán antojos -replicó con más firmeza.

Y cuando al fin fue un día a decirle que había regalado el perrito, Gertrudis, sonriendo gravemente y acariciándola como a una niña, le preguntó al oído: Por miedo a los antojos, ¿eh?. Y al oír en respuesta un susurrado ¡sí! abrazó a su hermana con una efusión de que ésta no la creía capaz.

-Ahora va de veras, Rosa; ahora no os aburriréis de la felicidad ni de la soledad y tendrá varios asuntos tu marido. Esto era lo que os faltaba ...

-Y acaso lo que te faltaba ...; ¿no es así, hermanita?

-¿Y a ti quién te ha dicho eso?

-Mira, aunque soy tan tonta, como he vivido siempre contigo ...

-¡Bueno, déjate de bromas!

Y desde entonces empezó Gertrudis a frecuentar más la casa de su hermana.

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