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¿Murió la tía Tula? No, sino que empezó a vivir en la familia, e irradiando de ella, con una nueva vida más entrañada y más vivifica, con la vida eterna de la familiaridad inmortal. Ahora era ya para sus hijos, sus sobrinos, la Tía, no más que la Tía, ni madre ya ni mamá, ni aun tía Tula, sino sólo la Tía. Fue este nombre de invocación, de verdadera invocación religiosa, como el canonizamiento doméstico de una santidad de hogar. La misma Manolita, su más hija y la más heredera de su espíritu, la depositaria de su tradición, no le llamaba sino la Tía.

Mantenía la unidad y la unión de la familia, y si al morir ella afloraron a vista de todos, haciéndose patentes, divisiones intestinas antes ocultas, alianzas defensivas y ofensivas entre los hermanos, fue porque esas divisiones brotaban de la vida misma familiar que ella creó. Su espíritu provocó tales disensiones y bajo de ellas y sobre ellas la unidad fundamental y culminante de la familia. La tía Tula era el cimiento y la techumbre de aquel hogar.

Formáronse en éste dos grupos: de un lado, Rosita, la hija mayor de Rosa, aliada con Caridad, con su cuñada y no con su hermano, no con Ramiro; de otro, Elvira, la segunda hija de Rosa, con Enrique, su hermanastro, el hijo de la hospiciana, y quedaban fuera Ramiro y Manolita. Ramiro vivía, o más bien se dejaba vivir, atento a su hijo y al porvenir que podían depararle otros y a sus negocios civiles, y Manolita, atenta a mantener el culto de la Tía y la tradición del hogar.

Manolita se preparaba a ser el posible lazo entre cuatro probables familias venideras. Desde la muerte de la Tía habíase revelado. Guardaba todo su saber, todo su espíritu; las mismas frases recortadas y aceradas, a las veces repetición de las que oyó a la otra, la misma doctrina, el mismo estilo y hasta el mismo gesto. ¡Otra tía!, exclamaban sus hermanos, y no siempre llevándoselo a bien. Ella guardaba el archivo y el tesoro de la otra; ella tenia la llave de los cajoncitos secretos de la que se fue en carne y sangre; ella guardaba, con su muñeca de cuando niña, la muñeca de la niñez de la Tía, y algunas cartas, y el devocionario y el breviario de don Primitivo; ella era en la familia quien sabía los dichos y hechos de los antepasados dentro de la memoria: de don Primitivo, que nada era de su sangre; de la madre del primer Ramiro; de Rosa; de su propia madre Manuela, la hospiciana -de ésta no dichos ni hechos, sino silencios y pasiones-, ella era la historia doméstica; por ella se continuaba la eternidad espiritual de la familia. Ella heredó el alma de ésta, espiritualizada en la Tía.

¿Herencia? Se trasmite por herencia en una colmena el espíritu de las abejas, la tradición abejil, el arte de melificación y de la fábrica del panal, la abejidad, y no se trasmite, sin embargo, por carne y por jugos de ella. La carnalidad se perpetúa por zánganos y por reinas, y ni los zánganos ni las reinas trabajaron nunca, no supieron ni fabricar panales, ni hacer miel, ni cuidar larvas, y no sabiéndolo, no pudieron trasmitir ese saber, con su carne y sus jugos, a sus crías. La tradición del arte de las abejas de la fábrica del panal y el laboreo de la miel y la cera, es, pues, colateral y no de trasmisión de carne, sino de espíritu, y débese a las tías, a las abejas que ni fecundan huevecillos ni los ponen. Y todo esto lo sabía Manolita, a quien se lo había enseñado la Tía, que desde muy joven paró su atención en la vida de las abejas y la estudió y meditó, y hasta soñó sobre ella. Y una de las frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: ¡Cállate, zángano! Y zángano tenía para ella, como lo había tenido para la Tía, un sentido de largas y profundas resonancias. Sentido que sus hermanos adivinaban.

La alianza entre Elvira, la hija del primer Ramiro que le costó la vida a Rosa, su primera mujer, y Enrique, el hijo del pecado de aquél y de la hospiciana, era muy estrecha. Queríanse los hermanastros más que cualesquiera otros de los cinco entre sí. Siempre andaban en cuchicheos y en secretos. Y esta a modo de conjura desasosegábale a Manolita. No que le doliera que su hermano uterino, el salido del mismo vientre de donde ella salió, tuviese más apego a hermana nacida de otra madre, no; sentía que a ella no había de apegársele ninguno de sus hermanos y complacíase en ello. Pero aquel afecto más que fraternal le era repulsivo.

-Ya estoy deseando -les dijo una vez- que uno de vosotros se enamore; que tú, Enrique, te eches novia o que a ésta, a ti, Elvira, te pretenda alguno ...

-¿Y para qué? -preguntó ésta.

-Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías ...

-Acaso entonces más ... -dijo Enrique.

-¿Y cómo así?

-Porque ésta vendrá a contarme los secretos de su novio, ¿verdad, Elvira?, y yo le contaré, ¡claro está!, los de mi novia ...

-Sí, sí ... -exclamó Elvira a punto de palmotear.

-Y os reiréis uno y otro del otro novio y de la otra novia, ¿no es así? ... ¡qué bonito!

-Bueno, ¿y qué diría a esto la Tía? -preguntó Elvira mirándole a Manolita a los ojos.

-Diría que no se debe jugar con las cosas santas y que sois unos chiquillos ...

-Pues no repitas con la Tía -le arguyó Enrique- aquello del Evangelio de que hay que hacerse niño para entrar en el reino de los cielos ...

-¡Niño, sí! ¡Chiquillo, no!

-¿Y en qué se le distingue al niño del chiquillo ...?

-¿En qué? En la manera de jugar.

-¿Cómo juega el chiquillo?

-El chiquillo juega a persona mayor. Los niños no son, como los mayores, ni hombres ni mujeres, sino que son como los ángeles. Recuerdo haberle oído decir a la Tía que había oído que hay lenguas en que el niño no es ni masculino ni femenino, sino neutro ...

-Si -añadió Enrique- en alemán. Y la señorita es neutro ...

-Pues esta señorita -dijo Manolita intentando, sin conseguirlo, teñir de una sonrisa estas palabras- no es neutra ...

-¡Claro que no soy neutra; pues no faltaba más ...!

-¡Pero bueno, nada de chiquilladas!

-Chiquilladas, no; niñerías, eso, ¿no es eso?

-¡Eso es!

-Bueno, ¿y en qué las conoceremos?

-Basta, que no quiero deciros más. ¿Para qué? Porque hay cosas que al tratar de decirlas se ponen más oscuras ...

-Bien, bien, tiíta -exclamó Elvira abrazándola y dándole un beso-, no te enfades así ... ¿Verdad que no te enfadas, tiíta ...?

-No; y menos porque me llames tiíta ...

-Si lo hacía sin intención ...

-Lo sé; pero eso es lo peligroso. Porque la intención viene después ...

Enrique hizo una carantoña a su hermana completa y cogiendo a la otra, a la hermanastra, por debajo de un brazo, se la llevó consigo.

Y Manolita, viéndoles alejarse, quedó diciéndose: ¿Chiquillos? ¡En efecto, chiquillos! ¿Pero he hecho bien en decirles lo que les he dicho? ¿He hecho bien, Tía?, e invocaba mentalmente a la Tía. La intención viene después ... ¿No soy yo la que con mis reconvenciones voy a darles una intención que les falta? Pero, ¡no, no! ¡Que no jueguen así! ¡Porque están jugando ...! ¡Y ojalá les salga pronto el novio a ella y la novia a él!

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