Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VIII

CAUSAS OSTENSIBLES

He aquí algunos de los antecedentes que más tarde supo Miguel, de la extraña rebelión de Tomochic:

Los pueblecillos de la Sierra Madre, al oeste de Chihuahuahua, vivían en constante alarma por las excursiones bárbaras de los apaches, sosteniendo entre los montes y en el fondo de las selvas una constante guerra.

Todo el mundo allí tenía su carabina o su fusil, que los montañeses descolgaban a cada momento para organizar batidas y arrancar a viva fuerza las reses robadas por los feroces indios, quienes tuvieron que ir cediendo lentamente hasta ganar el norte.

Los serranos de Tomochic, caserío situado en el fondo de un valle, con unos trescientos habitantes, señaláronse por su valor y su audacia, y por ello bien pronto se hicieron célebres. Pasado el peligro, volvieron a arar la tierra, a cuidar sus ganados y a tomar patriarcalmente el sol, a la puerta de sus casas, limpiando sus carabinas y engrasando los cartuchos.

Los ricachos del lugar eran enterrados en el atrio de la única iglesia, la que a su lado tenía un convento fundado durante el gobierno colonial por los misioneros jesuitas que se establecieron en esa parte de la Sierra, cuando se empezaron a explotar sus ricos minerales.

Aquel pueblo perdido en la República, ignorado y obscuro, fue abandonado por su aparente insignificancia, por el Gobierno del Estado de Chihuahua y por el eclesiástico, sin que ni uno ni otro, sin ilustrarlo, dejase -eso sí- de cobrar los impuestos, agravados día a día.

De repente sopla una caliente ráfaga de fanatismo religioso y el nombre de la Santa de Cabora es pronunciado con veneración, y sus milagros narrados de mil maneras, con una exageración medieval.

¡La Santa de Cabora!

Los viajeros que de Sonora pasaban por Tomochic contaron maravillas, y los mismos tomochitecos, que con sus recuas se dirigían a aquel Estado, volvían como de una venerada Meca.

En vano la misma tierna criatura cuyo histerismo ocasionaba verdaderas curaciones en mucha gente nerviosa, les aseguraba que no era santa y que sólo bendecía al Señor por aquella gracia que la otorgaba a las veces.

Pero cierto sordo espíritu de ambición política y de explotación mercantil en muchos iban haciendo de la pobre niña una bandera de reclamo y de combate.

Entonces, la efervescencia comprimida de aquel pueblo se resolvió en fervor religioso y ambicioso, que mal dirigido y sin cauce alguno, se desbordó y estalló en explosión de volcán.

Un incidente aumentó entonces el disgusto contra el gobierno local:

Habiendo el gobernador Lauro Carrillo pasado por Tomochic, visitó la iglesia, y enamorado de la magnificencia y real mérito de algunos cuadros, trató de llevárselos para Chihuahua; pero aquella gente altanera y valiente, al saberlo, se indignó a tal punto que el funcionario tuvo que dejar los cuadros en sus sitios.

Desde entonces el gobierno y sus empleados fueron considerados como enemigos, por impíos e hijos de Lucifer.

Para colmo de males y para precipitar los acontecimientos, una autoridad de Guerrero al verificar pronto diligencia judicial en el pueblo, aprovechando algunas circunstancias, abusó del candor de una serrana, dejándola encinta.

Más tarde, cierto personaje que tenía que disfrutar cargos pingües en el mineral de Pinos Altos calumnió de revoltosos y bandidos a los de Tomochic alarmando a la compañía minera radicada en Londres y al gobernador interino.

La mina estaba llena de pólvora y la mecha preparada; no tardó en llegar la chispa.

Se supo que en los pueblos vecinos se había declarado santo a José Carranza, nacido en Tomochic, quien pensaba residir en el pueblo natal para hacerlo feliz. Naturalmente, los ánimos se excitaron, y el entusiasmo fue general, esperándose con impaciencia la llegada del San Jose.

La más notable familia era la de los Chávez, quienes en realidad de antaño dominaban el pueblo, por ese ascendiente irresistible que en todas partes tienen el talento y el carácter unidos a la ambición.

Los tres Chávez salieron a recibir al San José un sábado, desarrollando aparatoso ceremonial.

El viejo llegó con Mariana, su mujer, acompañado de su hermano Bernardo, quien, carabina a la espalda, le seguía proclamándose soldado de Jesucristo.

Al día siguiente, alegre domingo, hubo misa, y se llevó al San José a la iglesia, en devota procesión.

Terminada la ceremonia, el cura, que traía instrucciones de arrojar al santo y prohibir a aquellas gentes seguir en tan extrañas ideas y prácticas, les exhortó a abandonar su fanatismo, regañándoles con dureza y echándoles en cara su estupidez.

Y he aquí que el ingénito orgullo de aquel villorrio protestó escandalosamente, y Cruz Chávez, muy popular y muy querido, y que hasta entonces les reprochaba sus exaltaciones místicas, tuvo un arranque que nadie esperaba. Llegando hasta el púlpito, gritó al sacerdote:

- ¡En el nombre del Gran Poder de Dios, yo, que soy policía de su Divina Majestada, te echo!

- ¡Que muera! -vociferó una vieja.

- Sí, sí ... ¡fuera! -gritaron todos, contaminados, y exasperados por la rudísima alocución del cura, quien tuvo que huir, declarándolos endemoniados.

El presidente municipal Reyes Domínguez impuso una fuerte multa a los Chávez, quienes declararon que no la pagarían por no creerla justa. El empleado de la conducta de caudales a Pinos Altos amenazó a los rebeldes con meterlos de soldados.

Respondieron que primero que eso habría que inundar en sangre el valle de Tomochic. Y en la capital de Chihuahua estas noticias se recibieron exageradísimas, dando por hecha la rebelión armada del pueblo serrano.

Envía la Zona Militar un fuerte destacamento del Undécimo Batallón y es recibido a tiros y aniquilado; y una treintena de tomoches se lanza hacia Sonora, baja la sierra y en el llano derrota a más de ochenta jinetes que había destacado el coronel Torres. Con el botín recogido se pertrechan mejor los Chávez y Mendías tomochitecos y regresan dispuestos a emprender en forma una campaña contra el Gobierno, levantando a toda la sierra.

Cruz tenía entonces cerca de cuarenta años de edad, y era alto y fornido. Su rostro, largo y varonil, estaba encuadrado en espesa barba negra; sus ojos grandes, negros también, miraban siempre con fiera tenacidad, denunciando un espíritu audaz y obstinado.

Se imponía por su palabra de mando, serena, enérgica y clara.

Bernardo Carranza a los diez y ocho años había desaparecido del pueblo, robando algunos pesos a los Medrano, ricachos del lugar. Había vuelto varias veces, pero no era aceptado por su odio al trabajo y su amor al sotol.

Su hermano José, un hombre bonachón y estúpido, que tenía algunos terrenitos, le daba siempre hospitalidad, la que pagaba robándole algo. Julia, hija de éste, había sido mandada a Chihuahua con su padrino, de quien él fue peón cerca de Cusihuiriachic, en una hacienda de su propiedad.

En la crisis de aquella exaltación religiosa fue contagiado el viejo en Cusihuiriachic; abandonó sus tierras y su mujer y se lanzó a Cabora, donde Teresa le curó de un tumor y le dijo sonriendo, que se parecía a San José.

Una criada de la casa de Teresa Urrea, que oyó algunas palabras, pregonó que era el mismo San José; y algunos días más tarde el viejo estúpido convencido ingenuamente de que no era otra persona sino el santo, resucitado por Dios mismo, y que debía predicar y hacer feliz al mundo, se puso en oración y en penitencia constantemente, ayunó y ¡cosa increíble! mandó llamar a Bernardo, y le entregó sus terrenos de Tomochic y ... su mujer, con quien había casado en segundas nupcias, y la cual pasó a serlo de su hermano ...!

Bernardo Carranza y Cruz Chávez, aquel domingo memorable, convinieron hacer de Tomochic la Capital de la Reforma, un lugar sagrado adonde todo el mundo peregrinase; se haría de su sobrina Julia, una virgen milagrosísima, y enarbolarían una gran bandera blanca con este lema rojo:

¡Viva el Poder de Dios y mueran los hijos de Lucifer!

¡Tendrían santos vivos, y, carabina en mano, pasearían por todo Chihuahua su doctrina, sin más gobierno que el de Dios, ni más leyes que las de su Divina Majestad!

Corrieron los días, y ni un espíritu sereno llevó la luz, ni un maestro ilustró, ni un misionero de la religión predicó a los ilusos y a los obcecados, mientras que las autoridades políticas también se ausentaban.

La pequeña Julia fue devuelta de Chihuahua a su padre en tanto que los Chávez, que habían fletado mulas, viajaban por Sonora, vendían cargamento y acémilas, y compraban en la frontera norteamericana carabinas Winchester de repetición, de a doce y dieciocho tiros.

Y sucedió que el encargado de la conducta del Mineral de Pinos Altos a Chihuahua, cuyo camino pasa por Tomochic, temió por su seguridad y comunicó alarmantemente al Gobierno la actitud belicosa del pueblo, y mientras tanto evitó pasar por él, dando un gran rodeo en la sierra. Pero aquellos altivos montañeses no eran bandidos vulgares, y requirieron al conductor, asegurándole que no temiese nada.

Mas el grito de alarma se propagaba, se multiplicaba.

Se envió, al fin, un destacamento del Undécimo Batallón para que estuviese a la expectativa y contuviese cualquiera intentona, en tanto que se trataba de calmarles.

Pero los abusos de aquella fuerza les irritaron, y en definitiva no hubo más que sorda cólera, que estallaría en cuanto se creyesen fuertes.

Poco después, calmados aparantemente los ánimos, se retiró el destacamento sin que se arreglase pacto alguno.

Y los Chávez regresan, proveen de municiones, carabinas y ropa, al pueblo; se apoderan del maíz y reses de un rico hacendado a quien todos odiaban; excitan y proclaman el augusto lema de Religión e Independencia y electrizan de nuevo a los buenos habitantes, resolviendo oficialmente que no reconocerían más amo que Dios. Jamás obcecación popular fue más negra y terrible.

Aquel puñado de fieros hijos de las montañas estaba poseído de una frenética demencia mística. Un vértigo confuso de libertad, un anhelo de poderío en aquellas almas ignorantes, sopla bárbaro impulso sobre la tribu aislada extrañamente de la vida nacional.

Surgían salvajes atavismos, y sobre el cúmulo negro de cóleras, miserias y antiguas servidumbres, agravado por la insolencia de los caciques políticos venían a caer aviesos atizamientos que maniobraban desde Chihuahua, desde México mismo.

Una rebelión dentro de la Sierra Madre de Chihuahua turbaría la paz laboriosa y restauradora de la República ... pero ¿qué importa eso a las ambiciones sombrías, tan inermes como cobardes?

¿Qué querían, en concreto, aquellos serranos ...? No conocían la Patria, ni sus gobernantes, ni la Religión, ni sus sacerdotes.

Y era lo más extraño que no constituían una tribu bárbara. No eran indígenas, sino criollos.

Sangre española, sangre árabe, de fanatismo cruel y de bravura caballeresca, circulaba en aquella raza maravillosa tarahumara y andaluza ...

¡Tomochic daba a la República Mexicana el raro espectáculo de una villa que se había vuelto loca ... con locura peligrosa!

En efecto, el histerismo bélico religioso de los tomochitecos podía ser un foco de contagio para los demás pueblos de la sierra que sufrían un malestar sombrío pronto a resolverse en rebelión.

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