Índice de Tomochic de Heriberto FríasAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO VII

LA RACIÓN DEL OGRO

No pudiendo soportar más la sed, Mercado, acercándose a un paisano que bajaba a dar agua a su caballo, preguntó:

- Amigo, ¿no sabe dónde podré conseguir café caliente?

- Por allí -le contestó, señalándole, sin volver el rostro, una casucha mísera cerca del río, en lo alto de un montículo cubierto de enmarañados breñales.

Pidió, entonces, permiso a su capitán Tagle para separarse un momento de la margen y, tiritando, envuelto en su amplio capote, calada todavía la capucha hasta cubrir la frente, Miguel llegó al umbral de la choza, cuyo interior apenas vislumbraba.

Desde allí preguntó a una pobre vieja que molía en un metate y échaba gordas junto a un gran fuego, en medio del humo, si le podían preparar una buena taza de café que pagaría a cualquier precio. Una voz áspera y ronca de borracho le contestó:

- ¡Cómo no! A ver, Julia, ¡un jarro de café, mucho café, bien caliente! ... pero ¡volando! ¡volando como un ... demonio! -y la breve frase cruda y obscena terminó el mandato.

Entonces, ya acostumbrado un tanto a la obscuridad de la negra estancia, pudo distinguir Miguel, sobre la ancha cama de madera, entre gruesos sarapes, una melena encrespada y una larguísima barba gris cuyos sucios mechones circundaban un fiero rostro cachetón de nariz ganchuda y ojos enrojecidos y brillantes; en tanto que la figura de una guapa muchacha limpia y airosa se alzaba repentinamente del rincón opuesto.

Atravesó ella el cuarto; pasó junto a él, rítmica, con los ojos bajos, y de cerca de la chimenea tomó un jarro que llenó de agua y puso a las llamas, ante cuyo violento fulgor se iluminó espléndidamente su perfil de niña morena.

Miguel, estupefacto, abrió los ojos.

El hombre se incorporó, indicando con altanero ademán un taburete.

- Siéntese, jefe -dijó al oficial-, y mientras está el café, déle a ésa para el sotol.

Pero como a Mercado no le agradaba este rudo aguardiente de Chihuahua, respondió:

- Mejor tequila, no me gusta el sotol -y dio un billete de veinticinco centavos a Julia, que se acercó, sumisa y trémula.

Y contempló, admirado y sorprendido cada vez más, la peregrina gracia de la mujercita, tan bruscamente maltratada por el viejo. ¿Quién era? ... ¿Dónde había visto aquella gentileza? Adivinó atrocidades en la obscura guarida de oso, que apestaba a tabaco y sotol.

¿La linda criatura sería hija de aquel bandido?

De pronto, recordó con delicia a la joven que viera en la fonda, la víspera, y que tanto le había interesado.

¡Era la misma! Y volvió a murmurar, el loor suyo, la misma frase cándida:

- ¡Qué linda! -y luego agregó su íntimo pensamiento:

- ... y es la misma, la misma!

Sus pupilas, ya del todo habituadas a la penumbra, contemplaron de nuevo al barbudo hombrón.

La vieja, de aspecto estúpido, que molía con regularidad de máquina, preguntó:

- ¿Ya se levanta, don Bernardo? ¿Le llevo las teguas?

Y, tiesa, sin esperar la respuesta, le llevó el burdo calzado, aproximándose al lecho con la cabeza baja. Arrodillóse entonces la anciana ante el ogro recostado, que extendió a ella las piernas, y le calzó respetuosamente las teguas en los pies negros y velludos.

La harpía, humilde como una esclava, se las ajustó lentamente, las palpó, cuidó de que la obra servil fuese perfecta.

Miguel desde su asiento miraba, sin pronunciar una palabra, más y más estupefacto.

Julia llegó con la botella de tequila, y en una taza de peltre sirvió el café, presentándosela a Mercado con el azúcar.

Sobre el agua negruzca que humeaba en el tosco tazón vació Miguel, tembloroso, el infecto aguardiente. Tuvo un instante de asco, pero, sacudiendo la cabeza como para arrojar vacilaciones y pensamientos sombríos, llévó a la boca a dos manos el brebaje, bebiéndolo ávido.

- ¡Delicioso veneno! como dice Castorena -pensó sintiendo después por todo su cuerpo la primera caricia tónica del alcohol.

Fue un milagro. La triste niebla que obscurecía su conciencia y pesaba, como un manto fúnebre y rígido, sobre su ánimo, se disolvió en una claridad límpida y tibia, tras de cuyo cristal sólo veía en la mísera estancia el fino escorzo tentador de la gentil adolescente.

Y ella fulguró entonces ante los ojos deslumbrados del oficial, con otros encantos, con nuevos prestigios.

La vio ir y venir, fresca y vivaz, por entre cosas sucias y viejas, ante la estulta momia que trabajaba mecánicamente y cerca del ogro velludo, arrinconado en su inmóvil cachaza.

La vio atravesar, airosa y pura, entre nauseabundos harapos, y en un momento en que ella levantaba con gracia de pájaro la cabecita, vio esplender hacia él la magnificencia tímida y dulce de sus ojos negros.

- ¡Qué linda! ¡Qué linda, madre mía! -cantó el último arrobo del poeta.

Y el oficial, en el fervor ingenuo de su pobre alma enamorada ya, adunó el éxtasis contemplativo de la mujer presente y el piadoso recuerdo de la madre ausente.

De pronto, escuchó su voz armoniosa vibrando con el acento encantador de las hijas de Chihuahua:

- Tía, ¿no ha visto usted mi pañuelo? ¡Siempre lo pongo al acostanne, debajo de la almohada! ... Hoy no lo hallo. ¡Ah! ¡Cómo soy tonta yo!

Y ella, rápida y airosa, fue hacia el lecho revuelto de donde se había levantado el viejazo hirsuto, y allí, revolviendo sarapes y cobertores, tomó a decir con argentino lamento:

- ¡Pero si anoche, al acostarme, lo puse aquí! ¡Ah! ¡Cómo soy tonta ...!

Y ... cosa estupenda: levantaba la almohada, la misma almohada que recibía la sucia melena del viejo bribón.

Era indudable ... reconocía él sobre el colchón la huella de las formas armoniosas de la gentil mujercita ... Otra vez la realidad le agarrotaba.

Contempló tristemente a Julia y luego a don Bernardo, que bebía, a su vez, con sorbos estrepitosos su café fuerte, cargado también de tequila.

Julia tornó a abrir sus ojos grandes y negros, y su mirada, como la de Miguel, parecía expresar melancolía y resignación.

Mercado no resultaba un gallardo mozo -era demasiado triste para ello- pero su juventud altiva y los movimientos nerviosos de su cuerpo, y el ademán con que alzaba su frente noble y blanca, le hacían simpático; enternecieron a aquel ser sufrido y mudo, a aquella resignada y adorable Julia.

No lo pudo ocultar ella. Soñó, tal vez confusamente, con placeres nunca experimentados, a la vista de aquel oficial que venía de tan lejos, que hablaba palabras cariñosas y que la miraba con ternura, como nadie la había mirado nunca. Y no, no pudo ocultar su emoción.

El fiero don Bernardo había salido a calentarse al sol, ante la puerta, y contemplaba con suma curiosidad y con un gesto de alto desdén a la tropa que blanqueaba en la lejana orilla del río.

- ¿No quiere otra taza? Hay más café, todavía hay en el jarro -dijo Julia llevándole al oficial otra taza, que él tomó de sus manos bellas y fuertes.

- ¿Es su mamá la señora que está moliendo? -preguntó.

Ella movió tristemente la cabeza y dijo, bajando los párpados:

- Mi madrastra, señor.

- Ah ... yo creía ... entonces, ¿don Bernardo será su padre?

- Es mi tío -y suspiró, encendiéndosele el rostro intensamente. - Pero -balbuceó muy quedo- es también ... es decir ... no estamos casados ... porque ella es su mujer ... Y no pudo decir más, sofocada al relatar, con dulce ingenuidad, tanta abominación.

¡Cómo! ... ¿Aquella adolescencia vívida y airosa era la ración del ogro? ¡Aquella dulce y humilde criatura, aquella rosa en plena gracia, fresca aún, era su concubina! Y Miguel, consternado, palideció.

- ¿Qué enredo repugnante es éste? se preguntó- ¿Esta víctima soportando su desgracia en silencio, la pobrecita entregándose pasiva y triste, sin goce alguno; sin resistencia, pero sin ardor, al amo que la maltrata con despotismo de pirata musulmán? ... ¿Aquello podría ser cierto? ... ¡La vieja momia es la esposa, y la fresca niña, la querida!

Y aspiró el aliento de aquella juventud fuerte y tímida, violada ya, pero sana y firme todavía, y anegó el alma bondadosa del oficial una inmensa piedad ...

Y como Julia, sosteniendo la taza, hallábase inclinada y con el rostro aún muy cerca de Miguel, ambos confundieron sus alientos y cruzaron sus miradas enternecidas y elocuentes ...

- ¡Pobrecita! -y al ver manchas violáceas en sus redondos brazos desnudos y en su fino cuello moreno-: él le pega, ¿verdad ...? ¿Sí ...? ¿Lo quiere Ud ...? ¿No ...? Entonces, sepárese de él ... déjelo ... acúselo Ud. ... Háblele al jefe político de Guerrero ...

La muchacha, aterrorizada ante la indignación que fulguraron los ojos de Miguel, exclamó:

- No, señor ... no. Mi padre lo manda ... y ¡mi padre es santo ... ! Teresita le hizo santo ... Le fusilaron y resucitó como Nuestro Señor, ¡figúrese! Por eso, no vaya a Tomochic, no, porque lo matan ... si va ... ¡Cruz va a acabar con todos! Rece mucho ... ¡No vaya Ud. a Tomochic!

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