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CAPÍTULO VI

LISTO PARA MATAR ... O MORIR

... En plena sombra todavía, en pleno silencio, arrancó de súbito la diana, despertando al campamento de la Alameda de Guerrero, la madrugada del dieciséis de octubre.

No hubo redoblar de tambores. Sólo los cometas de las dos compañías del Noveno vibraron sus fieras algaradas en una bélica sonoridad victoriosa; rápidas, ágiles, rebosando júbilo y bravura.

Apenas estalló la primera nota, imprevista y brusca como una estocada, como un relámpago en las tinieblas, soltóse un torrente de rumores, de toses, de risas ... Tintinearon las ánforas de zinc contra el acero de los fusiles, y gritaron los sargentos de rondín:

- ¡Arriba! ... ¡Arriba! ¡Vámonos arriba!

Las soldaderas -que habían dormido amorosamente con sus compañeros, tiritando y arrullándose en bestial abandono consolador bajo el mismo sarape, en un olvido voluptuoso de su ruda suerte- desperezábanse, indolentes, mientras los soldados, tras un salto estaban de pie, prontos a obedecer.

Los oficiales -que habían dormido con el uniforme puesto, bajo rojos cobertores, en los intervalos de las filas de pabellones de armas- despertaban, azorados un instante.

Pero, al escuchar la música de la diana, el hálito del deber tonificaba su médula, y sacudiendo el sopor del sueño apenas iniciado, erguíanse, listos para el mando o la obediencia.

Cruzábanse entre las sombras voces imperiosas, gritos potentes, y oíase el arrastrar metálico de las cubiertas de las espadas.

- ¡Esos cabos, a formar!

- ¡Fuera esas viejas!

- Con permiso de Ud., mi teniente ...

- ¡Óigame, compañero!

- Por la derecha ... ¡alinear!

Miguel estuvo, al punto, frente a la Cuarta Compañía, presenciando el acto de pasar lista, cerca del sargento primero, quien rápidamente gritaba los nombres.

En el ambiente glacial y negro, bajo las estrellas que cintilaban entre las retículas de los árboles desnudos, el subteniente, todo encapotado, bajo el capuchón la bufanda enrollada al cuello hasta la nariz, enguantadas las manos, se sentía agonizar ...

Había bebido la noche anterior hasta embriagarse -como casi todas las noches que no estaba de servicio- y una vez más, al despertar de su negra borrachera, desaparecida la violencia tumultuosa de sus pensamientos ebrios, sentíase disminuido, medroso, avergonzado, infinitamente triste.

Pero en él, como en los demás, el alma de la disciplina militar anulaba toda resistencia y toda rebeldía ...

Y, requeriendo la espada, sacudiendo el cráneo adolorido, calcinado por el tequila de la noche, firme, se encontraba en su sitio de ordenanza, dispuesto como sus camaradas a mandar y a obedecer; listo para matar, listo para morir.

¡Morir! ... No obstante la depresión de su ánimo en el hielo de aquella oscura madrugada, conocía que dentro de su ser, en lo más íntimo de su yo, existía -y existiría siempre como un puñal inmóvil y terrible dentro de su vaina- una intrepidez soberbia, dispuesta a todo, capaz de todo, en el momento preciso ... ¡Matar!

Cuando la lista terminó, corrió a dar parte al capitán de su compañía, Estanislao Tagle; y a su regreso, después de hacer desfilar la tropa frente a los calderos del rancho matinal, ya un alba lívida empañaba las estrellas.

Hacía un frío atroz. Y Miguel contemplaba con qué deleite recibían los soldados aquella hirviente agua turbia endulzada -el café- que como un consuelo engañoso se repartía a aquel mísero rebaño, en la penumbra del triste amanecer.

Ordenóse que la tropa lavara su ropa en el río; se repartió un jabón a cada individuo, y cuando marcharon por el flanco derecho doblando, iban muy contentos, haciendo encargos en voz alta a sus viejas, conversando y cantando, entre la bruma espesa de la mañana, mientras los oficiales charlaban, bromeando, a los flancos de la columna, encapotados aún, enrolladas al cuello las bufandas compradas en Chihuahua, y caladas las capuchas, cuidando del orden de la marcha.

Ante el río, poco ancho y nada profundo, que pasa al oeste de la villa, se mandó romper mas, y los soldados se desbandaron buscando piedras propias para lavar sobre ellas la ropa.

No cedía el frío intensísimo, y Miguel experimentó la imperiosa necesidad de tomar algo que calentase su estómago adolorido, irritado por el alcohol de la víspera.

Débil y en ayunas, sintió desvanecerse al contemplar la corriente enturbiada por la espuma del jabón.

Los soldados, semidesnudos, al viento frío de la sierra las tostadas carnes, cantaban, lavando sus ennegrecidos uniformes, sus camisas ... y las soldaderas alternaban con los hombres, ayudándoles a retorcer los viejos trapos, o lavaban también sus enaguas ...

Una algaraza rumorosa, un griterío confuso y radiante, entre carcajadas, piedras lanzadas de un lavadero a otro, canciones y silbidos, se levantaba de la ribera, antes mustia, salpicada de peñascos y pobres arbustos, una algaraza tumultuosa como de villorrio del Bajío en plena feria ...

Y no obstante el agua glacial que corría tranquilamente hostil, Castorena, desnudo, más bufonesco que nunca, erizado el cuerpo rechoncho de pelos amarillos, como un orangután rubio, se bañaba impávido, cantando cual si le durase la embriaguez nocturna:

Te acuerdas niña.
De aquella tarde ...

Y Miguel, al verle así, tan contento, en vísperas de un combate sin misericordia con los tigres de la sierra, extinto su odio al payaso del batallón, pensaba:

- ¡Él, lo mismo que yo, lo mismo que todos estos pobres, aun así, desnudo, aterido, inerme, ridículo, está listo ... para morir!

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