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CAPÍTULO IV

LAS SOLDADERAS

Y se enfurecía, en lo íntimo, el melancólico oficial, al observar que mientras más se acercaban a la Sierra, más se reconcentraba aquel duro rencor, aquel desdén siniestro de los campesinos chihuahuenses contra los soldados, exaltando al propio tiempo su admiración por los hijos de Tomochic.

Las mujeres, las soldaderas que, esclavas, seguían a sus viejos y luego avanzaban para proveerse de comestibles, referían estupendas maravillas.

Aquellas hembras sucias, empolvadas, haraposas; aquellas bravas perras humanas, calzadas también con huaraches, llevando a cuestas enormes canastas repletas de ollas y cazuelas, adelantándose, al trote, a la columna en marcha, parecían una horda emigrante.

¡Las soldaderas! ... Miguel les tenía miedo y admiración; le inspiraban ternura y horror. Parecíanle repugnantes. Sus rostros enflaquecidos y negruzcos, sus rostros de harpías y sus manos rapaces, eran para él una torturante interrogación siniestra ...

Las vio lúbricas, desenfrenadas, borrachas, en las plazuelas, en los barrios de México, donde pululaban hirviendo en mugre, lujuria, hambre, y chínguere y pulque ...

Así las había visto; así le habían adolorido el corazón y asqueado el estómago, por sus tristes crímenes imbéciles, por sus tristes vicios estúpidos ...

Y he aquí que ahora las contemplaba, maravillado, casi luminosas ... y sus toscas figuras adquirían relieve épico, por su abnegación serena, su heroísmo firme, su ilimitada ternura ante los sufrimientos de sus juanes, de sus viejos, de aquellas víctimas inconscientes que sufriendo vivían y morían ...

En el camino daban gran quehacer a los oficiales, que les impedían diesen agua a los soldados. Mas no obedecían, y, obstinadas y tercas, burlaban su vigilancia, llevando a la tropa las ánforas llenas. Los pobres hombres bebían sudorosos y jadeantes, con gran envidia de los que no conseguían tan rico tesoro, bajo el sol implacable, entre nubes de polvo.

Ellos protestaban en sus conversaciones íntimas, ignorantes. Solían decir: que si a la misma máquina le daban agua para que siguiera andando, a ellos, ¿por qué se les prohibía? ...

Ellas cumplían, en el cálido horror de las marchas, alta obra de misericordia, y desafiando las varas de los cabos y las espadas mismas de los oficiales, daban de beber a sus sedientos compañeros, quienes con sus ingenuos ojos negros de resignados indígenas, decían su gratitud con el éxtasis de la sed refrescada, calmada. ¡Cada trago de agua fría era una bienaventuranza!

Miguel fingía no ver aquellas transgresiones a las severas órdenes de los capitanes, y sólo a hurtadillas contemplaba la fruición de la tropa y la obstinada impavidez de las soldaderas llevándoles las ánforas y los jarros llenos ...

En los descansos, en las gratas siestas de los campamentos, de los campamentos sin tiendas, que más parecían aduares, apenas indicados por las filas de pabellones de fusiles en ramilletes simétricos de acero, entre maletas y humaredas, confundidas las soldaderas con los soldados, mezcladas con los hombres tirados a lo largo, a la sombra de los peñascales, el subteniente Mercado gustaba de oír las charlas de los grupos.

- Afigúrese usted, don Chema -oyó decir a una vieja alta y flaca, dirigiéndose a un mocetón de cara ancha y bronceada, que engullía como idiota enormes gordas, que ella le había traído por todo alimento-, afigúrese quesque Teresita mesma bendice las carabinas, y cada tiro que avientan es un muerto, y que los gringos han regalao muchísima artillería ... ¡muchísima! ¡Ay, mi alma! ...

Don Chema dejó de masticar y reflexionó un rato sobre la gravedad de aquello; pero después continuó comiendo melancólicamente, como un fatalista.

- Claro ... ¿paqué hemos de ir? ... nos matarán de una vez ... no que, anda y anda ... ¡y luego a morir como chivos!

Pero otros se las echaban de incrédulos, ¡protestaban! Habían derrotado a los del Quinto ¡pero al Noveno era muy diferente! No se dejarían agarrar en el río bañándose. ¡Ya verían si defeicionaban los del Noveno Batallón! ...

Una vez, al bajar dura cuesta que serpenteaba penosamente por la falda de una montaña quebrándose en marcado ángulo agudo bajo cuyo vértice negreaba el fondo de un barranco, supo Miguel que allí, hacía dos meses, estando parte del Undécimo Batallón en Guerrero y creyéndose necesarias más municiones, se pidieron a la matriz del batallón, la cual las remitió con una reducidísima escolta. Los tomoches lo supieron, y en aquel mismo punto, cuatro o cinco de ellos pusieron en fuga a la escolta, apoderándose de las municiones.

Más tarde, en el cuartel del Undécimo Batallón se recibían, dirigidas al coronel, las cajas con los cartuchos ... vacíos.

¡Cuántas veces en el camino Miguel recordó esta anécdota cuando se retrasaba la piececita que venía a retaguardia de la columna! Dada la audacia de los montañeses, era, en efecto, de temer un golpe semejante ... Desiertos, entonces, los caminos, ¿por qué no atacaban de improviso? ...

Y en Guerrero acamparon las dos compañías del Noveno Batallón, en la Alameda, prontas para internarse a la primera orden, en la Sierra Madre, cuya oscura silueta desde allí descubre sus ondulaciones gigantescas.

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